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DE LA OBSESIÓN AJENA A LA RAÍZ PRIMERA

Martín Tonalmeyotl

Aprender a escribir y hablar un segundo idioma es un reto de vida por el cual han pasado muchísimas personas que hoy son bilingües. Me refiero al idioma aprendido en el seno materno y al segundo idioma, dominante en el medio social. De ningún modo es fácil escribir un idioma que apenas se conoce. Más si la lengua materna es oral. Sin embargo, no es impedimento para aprender el oficio de las letras.

Aprendí a escribir después de los diez años, y en mi idioma materno después de los veinte. Escribir y aprender a pronunciar las palabras van de la mano. Tuve que aprender a decir “buenos días” y “me da permiso de ir al baño”, frases célebres para quien asiste a una escuela monolingüe en español.

A los ocho años ingresé a la primaria en español. A diferencia de mis hermanos mayores, a mí no me obligaron a asistir a clases. A mi padre siempre lo escuché decir que él sí mandó a sus hijos a la escuela, aunque ninguno de los mayores llegó a tercero de primaria. En su papel de buen padre mandaba a mis dos hermanos mayores a la primaria monolingüe para que aprendieran a hablar y a escribir pues él, al no dominar ninguna de estas habilidades, pasó dificultades al ir a trabajar a la ciudad de México, luego Acapulco y por último Lázaro Cárdenas. Mi hermana siguió los pasos de mis hermanos si iban a la escuela; si no entraban, ella tampoco. Sin embargo mostró más interés y aprendió a escribir. Entonces, años setenta, ochenta, noventa y seguramente antes, la mayoría de los maestros eran buenos para golpear a los niños, algunos con permiso de los padres. Los padres también golpeaban a sus hijos para que fueran a la escuela. Tengo en mi memoria pasajes fotográficos de mi padre golpeando a mis hermanos porque se habían escapado. En estos tiempos los maestros pegan menos o ya no golpean. Han cambiado tanto los papeles que ahora son ellos los golpeados por los antimotines peñistas por una absurda y horrible Reforma Educativa.

Los niños de la comunidad y los alrededores tenían más amor a los chivos, toros, guajolotes y burros que a la escuela. El atractivo eran la pelea de toros, la pelea de chivos, ir a nadar al río, jugar a los trompos, a los coyotes, a los conejos, a las canicas, arrancar las hojas del maguey para hacer el ixtle y después hacer las hondas y pintarlas con los pétalos machacados de las flores del campo. La escuela simplemente no llenaba estas ganas de vivir como niño de una comunidad, y los cuentos que de repente se contaban dentro de las clases simplemente no se entendían porque no tenían sentido. Como hijo número cuatro, nunca me mandaron a la escuela. Pero al llegar a mis ocho sentí necesidad y curiosidad de aprender español. Le dije a mi madre que quería ir a la escuela. Mi padre no estaba de acuerdo porque yo estaba a cargo de mis dieciocho cabras. Total, no dijo nada y asistí. Mi madre me compró un cuaderno y un lápiz. Ese día fue la primera vez que tomé una decisión por cuenta propia. Nadie intervino. Tenía que decidir entre la escuela donde sólo se enseñaba español o la otra, donde a los niños se les hablaba en náhuatl, y también se les enseñaba a hablar y escribir en español. Opté por la primaria en español con el único objetivo de aprender a hablar bien y escribir en español. La primaria bilingüe, por ser casi nueva, tenía la mala fama de que a los niños no se les enseñaba bien la lengua dominante porque las clases las impartían en náhuatl, y según nuestros padres lo que necesitábamos era aprender el segundo idioma, la lengua materna la palpábamos muy bien. Más que eso, la gente tenía la errónea idea de que el náhuatl, o mexicano como lo conocen en Guerrero, no servía para nada o su utilidad se limitaba al pueblo. Caso contrario al español, lengua de contacto en las ciudades, una lengua de gran prestigio.

 

Aprender y entender la segunda lengua a veces cuesta toda una vida. En mis primeros días de primaria, por más esfuerzo que hacía para entender no se me quedaba nada. Recuerdo algunos pasajes en donde veía a mis maestros moviendo la lengua y la boca y yo no entendía. Para la tarea iba a casa de mi mejor amigo de aquellos tiempos, Luis Calvario, un niño bilingüe del pueblo, pocos como él. Era mi traductor, me explicaba todo para hacer las tareas. Muchos niños sin un amigo como Luis no hacían la tarea o la hacía mal. Mi presencia en las aulas también era una ausencia, a falta de entendimiento del segundo idioma. Con muchísimos huecos en la lengua y en mi diccionario mental, terminé la primaria. En secundaria mejoré mi español porque tuve compañeros monolingües en ese idioma. Eran de comunidades como Teomatatlán y otras consideradas modernas porque todos hablan español y cada vez más dejaban de comunicarse en mexicano. Con ellos tenía que hablar en español. Un compañero se burlaba cuando no pronunciaba de buen modo las palabras, y luego me corregía porque le caía bien. Pasé a estudiar la preparatoria en Chilapa, un pueblo mestizo donde el mexicano ocupaba nula importancia en la vida de los chilapeños. Al terminar la prepa ingresé a la Comisión Nacional de Fomento Educativo para ganarme una beca y estudiar la carrera. Después de un mes de curso me mandaron a una comunidad monolingüe en el idioma mexicano como Instructor Comunitario. El primer problema fue cómo enseñar en mexicano los conocimientos básicos, pues toda mi formación había sido en español. Como pude, expliqué los temas y enseñé a escribir en mexicano sin una orientación hacia la escritura. Tuve necesidad de escribir mi idioma materno. Fue cuando agarré los libros de las primarias bilingües náhuatl-español y comencé a escribir y enseñar como lo entendía. Posteriormente me cambiaron de comunidad, y en el segundo pueblo únicamente se hablaba en español y el instructor sólo tenía permitido hablar en mexicano en clase. Sin embargo, más de la mitad de los niños eran bilingües náhuatl-español o viceversa. Platicaba y jugaba con ellos en mexicano a pesar de la prohibición del comité de padres.

 

Indagar para escribir y hablar bien el español me llevó a buscar una carrera cercana a mi obsesión. Llegué a la Universidad Autónoma de Guerrero. En la carrera de Literatura Hispanoamericana se llevaban materias como redacción y gramática. Pasaron cerca de tres años y únicamente tomé cursos de lectura y escritura del español, olvidándome casi por completo de la escritura del mexicano, aunque nunca negué mi idioma ni mi pueblo originario. En cuarto tomé talleres de cuento y poesía y comencé a crear mis primeros escritos de narrativa, que no llenaban mis expectativas. Mi mundo nahua redactado en español no cabía en su mundo. Al egresar, fui de intercambio a la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Conocí a José Abraham, de Puebla, y Fabiola, de Tlaxcala, jóvenes historiadores, entusiastas y apasionados por la lengua náhuatl, quienes andaban a las carreras organizando un evento para la difusión y conservación de la cultura y la lengua náhuatl. Colaboré en algunos de sus eventos. Las pláticas con ellos me hicieron regresar a mis raíces y comencé a escribir en náhuatl, lo que me hizo sentirme más seguro, más protegido. Era el único en hacerlo; podían corregirme el español pero en mi idioma materno era el más experto. Además, lo que hacía con el mexicano me llenaba de alegría porque se me hacía fácil traducirlo al segundo idioma. Lo más agradable fue que escribía para los nahua hablantes y traducía para los hispanos. En 2008 hice mis primeros escritos en mexicano.

Después de licenciarme trabajé un año como auxiliar del proyecto náhuatl en el INEA en Chilpancingo, donde seguí mejorando mi escritura en mexicano; calificaba, escribía y traducía del español al mexicano, y daba cursos para los instructores. Hice una maestría en Lingüística Indoamericana en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, donde conocí la gramática náhuatl. Ahora soy profesor de náhuatl en la Universidad Intercultural de Puebla y a veces imparto talleres de lectura y redacción en español.

Mi meta con el náhuatl o mexicano de Guerrero es no dejar de hablar y escribir hasta que mis manos dejen de moverse o mi mente deje de pensar en cualquier idioma.

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