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DESDE LA PERTENENCIA A LOS PUEBLOS ORIGINARIOS UN TESTIMONIO TOTONAKÚ

Laurentino Lucas

¿Qué debe suceder para que las personas con un origen social y cultural particular se den cuenta de ello? No estoy seguro de dar una respuesta, pero, sí puedo reflexionar acerca de tener conciencia de la pertenencia a un pueblo originario a partir de la propia experiencia.

Como niños no alcanzamos a dimensionar lo que significa tener un origen no sólo social, también cultural, distinto de quienes nos rodean. Se nos envía a la escuela porque es un derecho, si no una obligación. De esa manera crecemos y nos vamos insertando a las actividades cotidianas. Sin embargo, hay dos maneras de irnos habituando al modo de vida en nuestro crecimiento. Por un lado la forma de vida, las costumbres que aprendemos fuera de casa; vemos, oímos y aprendemos a hacer lo que otras personas, aunque también comemos, olemos y hacemos todo aquello que nuestros padres a su vez aprendieron en su lugar de origen. Desde casa, junto con mis hermanos, crecí pensando que el mundo era así para todos, aunque a decir verdad no existe una comprensión profunda ni una distinción entre lo que vemos y hacemos en casa y lo que realizamos en el mundo exterior.

Comer paxnikaka, beber tepache, poner la ofrenda el día de muertos, escuchar huapango o las historias de un mundo donde existen una flora y una fauna que sólo era posible conocer a través de lo que hablaban mis padres. Sólo se tiene la experiencia de oídas. De cuando te hablan de la vainilla y cómo se fecunda, cómo se siembra el maíz y sus cuidados, de la siembra del frijol y su crecimiento hasta formarse en vainas. O que no debes señalar el arcoíris con el dedo porque es una falta que castiga la entidad sagrada. Éstas y otras tantas cosas aprendí pensando que en todos los hogares se aprendían.

Esto es así cuando tus padres son parte de un pueblo originario pero se han trasladado a la ciudad porque en el lugar de origen era difícil realizar una vida junto con la esposa y los hijos. Después, de a poco, cuando te llevan de visita a ver a tus abuelos, tíos o primos a ese lugar de origen, comienzas a juntar el rompecabezas definido en hechos, las experiencias que sólo conocías a través de las palabras de los padres y abuelos. Es el momento de armar y juntar esas experiencias. Lo escuchado se podía entonces tocar con los ojos, palpar, oler y experimentar. Así, ese mundo logra ensamblarse. Entendemos que la flor de naranjo es aromática y traspasa los vidrios del autobús; que uno puede constatar tanto las formas físicas como los olores penetrantes. O que si vamos al monte y no pedimos permiso para a cazar, pescar, cortar algún árbol, arbusto o planta, entonces Kiwikgoló reconvendrá mediante sanciones a quien no respete la norma de no extraer más de lo necesario. Como decía mi abuelo, es necesario pedir permiso para no pagar la osadía de pensar que tenemos el derecho exclusivo de apropiarnos de lo que nos rodea.

Pero uno crece y llega un momento de definición de la personalidad. En la adolescencia y una parte de la juventud, ese momento tan complicado y conflictivo cuando uno busca ser auténtico, aunque no sabe cómo, busqué esa “autenticidad” en aspectos que estaban fuera de casa. Eso también marcó mi experiencia de vida. Oyendo, conociendo y aprendiendo cosas propias de un lugar donde escuchas otros idiomas, otro tipo de música, otras voces y degustas otros alimentos, en fin, otros referentes de vida. Aprendes a trabajar en diferentes actividades porque los recursos económicos no son suficientes. Estar sólo en casa no era una elección, había que buscar el sustento. Eso aprendes en la ciudad.

No es fácil dimensionar las implicaciones de crecer en una urbe como la ciudad de México, oyendo distintos ritmos y tipos de música; leyendo libros, revistas, periódicos; yendo a la escuela; viendo películas; trabajando en diversas actividades.

Sin embargo, llega un momento de confrontación personal, psicológica e identitaria en el cual cuestionamos nuestra propia persona. Esta reflexión nos llega desde el mundo exterior, con lo que vivimos desde lo interno mediante lo que experimentamos. En mi experiencia, la fecha clave de este repensarme se produjo en la fecha emblemática de 1994, cuando el zapatismo hizo retumbar los cimientos del país y de nosotros. Ese acontecimiento vino a remover asuntos internos que me definieron como persona, y después como profesional. A partir de entonces asumí claramente la pertenencia a un pueblo originario, en este caso el totonaco, del cual proceden mis padres y toda mi familia.

A su vez se ha producido una síntesis de la experiencia de vida, no sé si sea la palabra adecuada para designar este proceso donde se conjuntan tanto la experiencia de pertenecer a un pueblo originario como el haber vivido en la ciudad de México. No que sea una experiencia única, pero sí una marca personal profunda porque de ahí deriva asumir mi pertenencia al pueblo tutunakú (tiempo después aprendí que así se nombra en la lengua materna).

Desde ese momento asumí clara y definitivamente mi pertenencia totonaca. Ello se complementó cuando accedí a una carrera universitaria. A partir de ahí, los pueblos originarios y los temas que los intersectan se han vuelto mi interés y mi prioridad, especialmente el de la educación y su relación con la diversidad cultural.

La manera de experimentar nuestra trayectoria está llena de confrontaciones contradicciones y reafirmaciones. Como hijo de padres totonacos que se trasladaron a la Ciudad de México, tengo claro que el mundo de los pueblos originarios es tan contemporáneo como cualquier otro. Están presentes los aspectos simbólicos que le da significado desde el sistema propio de pensamiento, y a su vez incluye rasgos de referentes que provienen de otros espacios que complementan, confrontan y contraponen tales miradas.

Una verdad lamentable es la persistente estigmatización de todo lo relacionado con ese mundo, muchas de las veces sin fundamento alguno. De ahí la terea pendiente para quienes nos reafirmamos como parte de un pueblo originario. Hay aún asuntos por atender en varios rubros de la vida en la cual se desenvuelven nuestros pueblos. Cada uno de nosotros, desde un espacio específico da la cara, se reafirma, promueve acciones y propuestas en/con/para los pueblos originarios. Una de ellas ha sido mi colaboración con la Asamblea de Migrantes Indígenas de la Ciudad de México, organización que promueve la imagen positiva de los indígenas urbanos.

El camino andado nos conduce hacia donde no pensábamos ir. Actualmente me encuentro en la Sierra del Totonacapan realizando mi actividad profesional, que no sólo implica “estudiar” al pueblo tutunakú, sino principalmente comprenderlo y fortalecerlo para aportar a los procesos de reflexión y reivindicación. Adelantando una posible respuesta a la pregunta que abre ésta reflexión, no tiene que suceder la discriminación para que uno se dé cuenta de su pertenencia a un pueblo originario; no deben persistir la marginación ni la pobreza de ningún ser humano; no hay mundos mejores o peores, sólo maneras distintas de relacionarnos, crecer, hablar y pensar. Si entendemos eso será posible reconocernos como personas sin etiquetas ni estigmas.

Lo más significativo es la figura simbólica utilizada para referirse al pueblo en la lengua propia. Tutunakú alude a los Tres corazones, los tres puntos geográficos relevantes de la cultura en su periodo de auge. El pueblo de los Tres corazones refiere a la parte vital que le da vida y lo caracteriza como un pueblo fuerte en lo emocional, en tanto brinda su corazón (nakú, listakni) a quienes acepten la ofrenda que este pueblo vivo y fuerte regala con todo su ser.

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