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DE TEGUCIGALPA A NUEVA YORK CARAVANA POR LA PAZ, LA VIDA Y LA JUSTICIA

Chelis López


En un lugar en donde pareciera que el aire proviene de un horno, y donde los muros de la calles muestran el rostro de Berta Cáceres, líder indígena del pueblo lenca, coordinadora del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (Copinh), asesinada días antes, comenzamos el recorrido allí donde el pueblo resiste en Honduras.

Formábamos la caravana alrededor de 50 personas. Entre parada y parada, unas subían y otras bajaban. Hubo quienes hicieron todo el recorrido desde Tegucigalpa hasta Nueva York, donde se llevó a cabo la Sesión Especial de la Asamblea General de la ONU sobre Drogas. La anterior Sesión había sido hace 17 años.

Los ejes centrales que impulsaron la caravana fueron la militarización, la encarcelación masiva, los desplazamientos, la inmigración, la crisis de derechos humanos y la necesidad de abordar la política de drogas como un asunto de salud pública. Todos, temas que comenzarían a tener rostro y corazón al escuchar los testimonios. Caravaneros y caravaneras éramos de edades diferentes: unos jóvenes, otros un poco más avanzados de edad y algunos casi en lo que llaman la tercera edad; estudiantes, organizadores sociales, religiosos, abogados, médicos y periodistas, todos “derechohumanistas”, empeñados en abrir un diálogo sobre la fallida política actual de drogas.

Deshago los nudos que se entretejieron en mi garganta durante esos más de veinte días de recorrido por Honduras, El Salvador y Guatemala (el llamado Triángulo Norte) y México, naciones que lastimosamente se caracterizan por la prevalencia de corrupción, violaciones de derechos humanos y altos niveles de impunidad por impacto de la llamada “guerra contra las drogas”.

En Honduras, el acoso a periodistas y la militarización fueron fáciles de percibir. A pocas horas de aterrizar en Tegucigalpa caminé algunas calles, las suficientes para tomar el pulso de la tensión. La misma sensación tuve en La Ceiba, tierra garífuna, y en La Esperanza, donde Berta Cáceres diera su último respiro. Cerca de ahí, en el Copinh, el viento tiene cautela, dolor y resistencia.

 


En El Salvador los silencios ante el dolor y el respeto fueron largos cuando estuvimos frente al Muro de los Desaparecidos y Asesinados durante la guerra. En este país aprendí que la ausencia de guerra no necesariamente significa paz. En el Pulgarcito de América y entre montañas, compas exguerrilleros contaron con canciones sus combates y memorias de la guerra, y no podía faltar el “Sombrero azul” que tantas veces escuché, pero esta vez me sonó más digno que nunca porque estaba en Guarjila, tierra salvadoreña. Esperanzadora fue nuestra parada en la UCA, donde jóvenes de diversas universidades expusieron su postura frente a la política de drogas.

Guatemala, el país más poblado de Centroamérica con 15 millones de habitantes, más de la mitad indígena, y donde reina la pobreza, tampoco respira la paz. En tierra gobernada por un comediante sin experiencia política, es claro que la juventud no sólo tiene voluntad de cambio, tiene además capacidad de organización. Fueron estudiantes los encargados de trazar los eventos de la caravana. Fueron ellos quienes llevaron a los caravaneros al Congreso.

Conforme pasaban los días iba quedando claro que no es lo mismo ver al toro desde las gradas que desde el ruedo. Después de leer y escuchar tantos testimonios de víctimas de la “guerra contra las drogas” y de haber hecho varias entrevistas, esta vez coincidía más que nunca con quienes dicen que esta guerra es contra la población civil.

La caravana recargaba energías cada que cruzaba fronteras, donde la gente local nos despedía cálidamente de un lado y, al cruzar, otros nos recibían con mantas de bienvenida, consignas y abrazos.

 


A México, el país de las fosas clandestinas, la caravana entró por Chiapas. No pudo haber mejor bienvenida que la ofrecida por el Coro de Las Abejas de Acteal, con esa fuerza y dignidad que caracteriza a los pueblos indígenas.

En Oaxaca, el pintor Francisco Toledo nos ofreció un desayuno bajo las bugambilias del patio del IAGO. Ahí, los paladares caravaneros de Honduras, El Salvador, Guatemala, Uruguay y Estados Unidos disfrutamos de una rica salsa roja de chicharrón con frijoles negros y unas tortillas de maíz amarillo y azul. Fue el único evento donde no se compartieron testimonios. Tal vez la intención del maestro Toledo era que la caravana tuviera en su recorrido al menos un almuerzo relajado.

Con la panza llena y el corazón contento partimos rumbo a Cuernavaca, donde al anochecer el poeta Javier Sicilia nos esperaba con un evento en el Zócalo. Los transeúntes detenían su paso para escuchar testimonios de víctimas y ver las fotografías de los desa-
parecidos que alfombraban una esquina de la plaza. Esa noche dormimos en un lugar de retiro, allí mismo en Cuernavaca.

El amanecer no logró advertirme que estaba en camino a las que quizá sean las horas más intensas de mi vida. En un lapso de cinco horas y bajo un intenso sol escucharía más de diez testimonios de madres que buscan a sus hijos desaparecidos, de testigos presenciales de masacres en ese estado, de familiares de “los otros desaparecidos”. Todo esto luego de una visita inolvidable a la Escuela Normal “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa, a donde llegamos cuando a poca distancia tenía lugar un enfrentamiento entre estudiantes y policías que afortunadamente no pasó a mayores.

El encuentro con madres de los estudiantes, las bancas escolares en el patio con flores y fotografías, los murales y el ambiente en sí agotaban las palabras. Para eso están los abrazos, de los que me serví para expresar a esas madres que su dolor es nuestro. Una parte de la caravana partió a Chilpancingo, donde entre carpas en el Zócalo escuchamos testimonios de caravaneros y guerrerenses que buscan a sus desaparecidos y denuncian la violencia. Al otro lado de esa misma plaza nos esperaba un pequeño grupo de familiares que desde los años 70 buscan a sus seres queridos. La cita fue a la sombra del “Árbol de la dignidad”, como lo llaman.

Caída la tarde, pero aún con un intenso calor, las actividades de la caravana en Guerrero terminaron con un pozole blanco. Agradecimos mucho el gesto porque cocinar pozole no es cosa menor y mucho menos si se hace en medio de carpas de protesta en donde el dinero, el agua ni nada abunda.

Cada cierto tiempo me preguntaba de qué estoy hecha al escuchar una y otra vez el testimonio de doña Mary Herrera, madre de cuatro hijos desaparecidos, quien dice no temer a la muerte pero sí a morir sin saber dónde están. La voz y los ojos de doña Mary me acompañaron casi cada noche durante la caravana. Su testimonio se metía los sueños.

 


A la mañana siguiente, el autobús se cargó nuevamente de maletas para salir a la Ciudad de México. Su Zócalo estaba listo para recibirnos el 10 de abril. Conocidos grupos musicales dedicaron cantos y bailes a la caravana para hacer más fuerte el grito de “No más guerra contra las drogas”. Entre los grupos participantes estaban Los Cojolites, promotores del son jarocho y contadores de historias; hicieron sonar jaranas y zapatearon luchas y dolores para parir sueños en una tarde capitalina donde la lluvia no ahuyentó al público.

Otro memorable momento se dio en el Museo de la Ciudad de México con un panel de personalidades como el escritor Adolfo Gilly y la analista política Laura Carlsen, integrante de la caravana. Allí se habló sobre la urgencia de abordar desde otras perspectivas la actual política de drogas.

Después emprendimos un recorrido de 12 horas para llegar a Monterrey. La caravana se adentraba en una de las carreteras más peligrosas del país, donde muchos han desaparecido. Ya de noche, una peculiar biblioteca instalada en un patio llamado “El Portón Negro” nos recibió con música, poesía y cena. Recordé a Miriam Miranda, líder garífuna de la Ofraneh, quien en vísperas del arranque de la caravana y a través de un video saludaba a los caravaneros y decía que también las luchas había que disfrutarlas.

En Monterrey, la caravana vivió un momento muy emotivo: el reencuentro entre Myrna Lazcano, una joven madre mexicana inmigrante que fue deportada de Estados Unidos en 2013, y sus hijas Michelle y Heidi, nacidas en Nueva York, de quienes estuvo separada cerca de tres años. Esa felicidad de la que fuimos testigos sería muy breve, porque Myrna había tomado la decisión de sumarse a la caravana y al entrar a Laredo, Texas, entregarse a las autoridades migratorias estadounidenses.

Cuando el autobús nos dejó en el puente internacional llegaron las despedidas; muchos no podían seguir la ruta por falta de pasaporte o visa. Allí terminó la caravana para ellos. Los demás, maleta en mano y bajo los rayos del sol avanzamos por el Puente 1 para entrar a los Estados Unidos. Con Myrna al frente caminando a paso firme, ella tomada de las manos de sus hijas, nos acercamos a la caseta de migración al grito de “Todos somos Myrna”, “No estás sola” y “Ningún ser humano es ilegal”. Con el destino en el aire, todos tejíamos y destejíamos historias en la mente sobre los posibles desenlaces para Myrna. El rostro de las pequeñas Michelle y Heidi hacían pensar que deseaban que el Puente 1 fuera el más largo del mundo para prolongar el tiempo junto a su madre, con quien apenas 24 horas atrás se habían vuelto a reunir.

Poco después de cruzar el puente, la caravana recibió un soplo de alivio. Las autoridades migratorias decidieron dejar “libre” a Myrna y le permitieron volar a Nueva York para enfrentar su proceso desde allá, al lado de sus hijas.

 


El caso de Myrna Lazcano no es aislado,
muchas familias viven lo mismo como consecuencia de un sistema migratorio roto. Inmigración y deportación son también consecuencia de la violencia desatada por la guerra “contra las drogas”. La primera acción de la caravana en Estados Unidos fue protestar en las afueras del South Texas Family Residential Center, en Dilley, un centro de detención donde se albergan historias de madres e hijos centroamericanos que huyendo de la violencia llegan a Estados Unidos, son detenidos, y el reloj avanza lento dejándolos a la espera de un incierto destino.

La caravana comenzaba a ver cerca el fin del recorrido, que terminaría en la Sesión Especial sobre Drogas en las Naciones Unidas. Desde Houston, la caravana voló a Washington, donde realizamos algunas actividades antes de llegar a la última parada, Nueva York.

Aunque realistas sobre los posibles alcances de la reunión en la ONU, la esperanza de ver un asomo de cambio genuino persistió hasta que escuchamos y leímos al vicepresidente estadunidense Joe Biden anunciar la Alianza para la Prosperidad, una inyección de 750 millones de dólares dirigidos a los países que recorrimos, el denominado Triángulo Norte. Estados Unidos ve esta “alianza” como respuesta económica a la crisis migratoria y humanitaria que en 2014 llevó al norte a más de 40 mil niños de Centroamérica no acompañados. Los dólares, dicen, son para “motivar” condiciones de seguridad e “incentivar” trabajos que reduzcan la migración a Estados Unidos, pero sabemos que no son otra cosa que un fondo para militarizar aún más los países de la región.

Ya terminada la caravana ¿qué soledades y malestares habitarán en doña Mary Herrera, quizá sola en su casa? ¿Qué reflexiones llegarán a Maricela Orozco, quien vestida de dolor en la búsqueda de su hijo, siempre tiene lista una sonrisa? ¿A la incansable Myrna Lazcano? ¿Quién escucha ahora sus testimonios y denuncias, quién aplaude su valentía? El compromiso es continuar desde nuestras ciudades en busca de paz, vida y justicia.

 

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Chelis López, productora y conductora de “Pájaro Latinoamericano” y “Andanzas” | KPOO 89.5 FM, en San Francisco, California.

 

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