NADIE SE MUERE ANTES DE TIEMPO / 230 — ojarasca Ojarasca
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NADIE SE MUERE ANTES DE TIEMPO / 230

Un cuento de Lamberto Roque Hernández

Tomó los cinco dientes y los apretó dentro del puño de su mano derecha. Los sintió duros. Pequeños. Los concibió aún tibios. Lisitos. Con la lengua, se recorrió las encías. Eran de ella. Se le habían zafado de sus mismas carnes. Se horrorizó pensando que se había quedado bichoca. Sintió el sabor dulzón de su propia sangre en la boca. La saboreó y se la tragó mezclada con saliva, según, para hacerse más dura en la vida. Así decían en el pueblo, que quien se toma su propia sangre, se hace macizo, que eso ayuda a enfrentar los golpes de la vida con más ganas. Abrió la mano y los olió. Hedían a tiempos viejos. A comida pasada. Apestaban, y ese olor le trajo recuerdos remotos. El tufillo le recordó lugares. Se acordó de manera fugaz de momentos que le dieron alegrías y de tristezas. Cerró los ojos y sintió levitar en ese espacio devorado por las sombras. Se estremeció. De nuevo, estrujó la palma de su mano y rogó a dios para que lo que ocurría fueran alucinaciones, visiones causadas por el trabajo arduo del día. Deseaba que todo fuera un sueño. Uno de tantos. Una de esas pesadillas en las que todo se ve y se siente tan de verdad. No pudo más y se soltó a llorar.

Felipe dormía profundamente.

Alguien se va morir en estos días”, dijo Carmen sollozando. Una pausa eterna abrazada por el silencio de esas horas tristes y desvalidas de la madrugada embargó el espacio. Sentía como si la recámara fuera un enorme hoyo. En ese lugar, sin que ningún ser viviente lo notara, flotaban fantasmas que se desgañitaban queriendo que sus voces se escucharan por lo menos por una vez. No podían traspasar a la realidad de los vivos. Eran almas que no encontraban descanso. Pensamientos cansados. Desaparecidos. Espíritus milenarios y mudos. Habían deambulado esos lares por siglos. Eran de otras épocas. Tiempos inéditos. Almas en pena aferrados a la faz de la tierra por decretos del tiempo, sus tiempos. “Alguien se va a morir en estos días”, repitió Carmen con voz cavernosa.

Todo siguió en mutismo. Afuera, la llovizna con su felpa trataba de proteger al pueblo entero.

Lentamente, Carmen abrió los ojos. Se tocó la cara para sentirse viva. Se llevó la mano a la boca, y con el índice derecho hurgó su dentadura. Uno a uno. Ahí estaban. Perfectos. Siempre lo habían sido. Los contó despacio. Los recorrió con su lengua reseca. Apretó las mandíbulas. Después, los froto entre ellos para escuchar ese sonido penetrante que hacen los molares al restregarse. Rechinaron. Los sintió vivos. Más fuertes que nunca. Ahí estaban completitos. Firmes. Se llevó la mano izquierda al pecho, y sintió como su corazón palpitaba agitadamente. Escuchó sus retumbos internos. Tambores que tronaban a la distancia. Tocó sus pechos. Subían y bajaban como si se quisieran alejar de su cuerpo. Se sentó. Se despabiló. Tenía sed. Alargó la mano y agarró la jarrita con agua que por costumbre ponía todas las noches junto a su cama. Bebió y sintió la frescura del líquido recorriéndole los adentros. Despertó por completo y se secó los residuos de las lágrimas alrededor de sus ojos. La habitación estaba en penumbras.

A su lado, envuelto entre las cobijas, Felipe musitó, “deja de adivinar cosas y duérmete mujer, todavía está oscuro. Desde cuando has estado adivinando chingaderas, que en veces pasan y en veces no. ¡Chingaos! Nadie se muere antes de tiempo. A cada quien le toca cuando es su meritita hora. Al menos yo, todavía voy pa’ largo”. Fue todo lo que el hombre dijo, a medias voces y con esa ronquera que da a la hora de despertarse. Se cubrió la cara con las cobijas e intentó quedarse perdido en la marisma de la vida. Afuera, el agua caía tupidita y desmoronaba la vida. Había estado así desde hacía ya cuatro días y pintaba para un cerramiento largo.

Carmen buscó con los pies sus chanclas. Las halló aun húmedas. Se las calzó y sintió escalofrío en todo el cuerpo. “Ahorita regreso, voy afuera” dijo pensando que Felipe la había escuchado. Despacio avanzó en el espacio pardo de la habitación que conocía de memoria. A tientas encontró el perchero. Descolgó su rebozo, se envolvió en él, quitó el pasador de la puerta y la abrió lentamente. El ligero rechinar le molestó los oídos.

Antes de salir, se santiguó su frente. Se le estremeció la piel al recibir el airecito fresco y la llovizna. Se dirigió hacia debajo de la enredadera del chayote que había crecido encimado en un mezquite. No se aguantaba las ganas de descargar su vejiga. Una vez bajo del árbol, se puso en cuclillas y orinó copiosamente. De pronto, al estar en esa posición incómoda, se sintió sola. Era como si flotara dando vueltas, cayendo lentamente en un espacio sin fin. Cerró los ojos, los apretó e hizo que sus parpados temblaran. En sus adentros, miró una especie de cascada roja, como las puestas del sol en las tardes ardientes de marzo. Aparecieron más colores y esas combinaciones la marearon. Respiró profundamente. Aparte del frío de la madrugada, otro escalofrío le recorría el cuerpo. Sintió miedo. Percibió que un par de ojos la observaban desde algún lugar del patio. “Me lleva la chingada. Otra vez ésta. Y ahora… ¿Que querrá? ”, Murmuró.

Trató de ignorar la presencia de ese alguien. Carmen terminó su necesidad y se dispuso a regresar a lo calientito de su lecho. Trató de sacudirse los miedos y se encaminó. Sin embargo, al estar a la mitad del recorrido sintió la mirada más cerca. Sin volverse, en voz baja preguntó. “¿Pues qué ni cuando llueve usted descansa en paz? ¿Y ahora que chingados quiere pues? Déjeme ir a dormir que estoy cansada. Felipe está medio despierto y va a pensar que me estoy volviendo chiflada porque hablo sola”, agregó. En el trasfondo, las ranas con sus cantos aguados empezaron a astillar lentamente el espacio. “No quiero nada hija. Sólo vengo a decirte que no dejes que Felipe vaya a Ocotlán el viernes porque ahí lo van a matar. No lo dejes que salga para nada”. Dijo esa voz de mujer. Suave. Era convincente. Salida de tiempos lejanos.

Carmen volteó. Entonces, miró la silueta que le hablaba. Ahí estaba de nuevo, así como se le había aparecido en otras ocasiones. Como la primera vez cuando le aviso que Panchita, la nena, se iría de este mundo. En esa ocasión, Carmen no la quiso escuchar y le dijo que quien fuera que fuese, que jamás se le volviera a aparecer, principalmente si le iba a traer malos presagios, saladeses o malas noticias. Aunque, con el paso del tiempo esa misma aparición le previno a Carmen de incidentes en la familia. Esa aparición y sus consejos, le ayudaban a lidiar con la vida que llevaba copada de peligros al lado de Felipe. Esa madrugada mojada, ahí estaba de nuevo, la vieja apoyada en su garrote, encorvada y envuelta de pies a cabeza en un manto blanco. Era la mamá Clara. Así le había dicho que se llamaba la primea vez que se le apareció.

Carmen había escuchado de boca de los mayores que ahí, debajo de ese árbol penaban, que a los que tenían suerte, se les aparecía una viejita. Que se encargaba de prevenir demalas. Cuando Carmen se fue a vivir con Felipe, esas historias le parecieron graciosas. Sin sentido. Alguna vez había dicho que eran creencias tontas de la familia de Felipe. Aun así, no descartó la idea de que algún día vería a esa mujer que decían era un alma buena. Aunque no fue sino hasta tres años después de casada cuando la vió por primera vez.

Fue una de esas noches calientes de marzo, Carmen había salido a ver por qué las gallinas traían tanto alboroto en el corral, cuando la miró ahí debajo del nanchal, sentada sobre un banco abandonado. Carmen se quedó tiesa del susto. Quiso meterse corriendo pero no le respondieron las piernas. La mamá Clara como más tarde supo se llamaba, le habló por su nombre. Le dijo que no se asustara ya que ella no venía a causarle miedos sino a avisarle que algo le pasaría a Panchita, la nena de ella y Felipe. “Ten cuidado porque la va a machucar la bruja”, le dijo. Carmen no pudo decir nada. Se quedó convertida en una estatua viéndola pasar, cruzando el patio dirigiéndose hacia la puerta de varas que daba hacia el camino. Los tordos chillaron y la abuela desapareció en las profundidades de las sombras que daban los carrizales que arqueaban la calleja. Días después de cumplir un año, Panchita falleció de forma extraña.

“¿Quién, quién lo va a matar?” preguntó Carmen en voz queda. “Dígame quién para que yo misma vaya a quebrármelo antes que él a Felipe, dígame quién. ¿Es hombre o es una de sus pinches queridas? Si me va a venir con esos cuentos ahora, dígame bien y no me ponga solo a pensar. Además, déjeme decirle que tuve otra vez ese sueño de cuando se caen los dientes, y yo sé lo que eso anuncia, y la verdad me da miedo de perder a alguien más”. Terminó diciendo Carmen.

No le vi la cara. No sé quién es. Es que el Felipe debe tantas que ha de ser uno de los parientes de los muertitos que buscan desquitarse. A lo mejor es una mujer ya tú bien sabes que hay varias por ahí que no se han quedado conformes con él. No sé quién mija. No lo pude distinguir bien, ya estoy muy vieja tú sabes, media ciega también, créeme”. Termino de hablar, atravesó el patio y se dirigió hacia la salida que da a la calle. La llovizna seguía machacando suavemente la madrugada marcando el ritmo de las penas de esas horas.

Carmen se metió a la pieza sin hacer ruidos. Felipe la sintió. Mientras se quitaba la ropa mojada y se ponía un camisón seco, dijo: “Me encontré con mamá Clara otra vez. Hacía ya un buen tiempo que no se me aparecería. Sabes que se ve más encorvada y su voz suena como si no hubiera descansado por mucho tiempo. Algo no le deja en paz. A lo mejor habrá que pagarle una misa o habrá que prenderle una vela para que descanse en paz. ¿Tú qué dices?”.

Entonces ¿con ella hablabas? Pensé que era en mis sueños que te escuchaba. Con eso de que acostumbras hablar dormida”, agregó Felipe. “Pues mira, la mera verdad yo no sé cómo le haces para que se te aparezcan muertos y adivines cosas. Ya ni yo que me he llevado algunos por delante, no me persiguen. A lo mejor es tu conciencia. Pero si quieres le pagamos una misa a esa alma que anda vagando por aquí dándote consejos. Y ¿te ha dicho hace cuanto tiempo fue que vivió por aquí? A lo mejor dejó por ahí algo enterrado, un dinerito tal vez. Házle esas preguntas la próxima vez que se te aparezca. Pero sí, tienes razón, hagamos lo de la misa, total el padre Antonio de eso vive, de las almas en pena y de las penas de los vivos”. Terminó diciendo Felipe mientras se acomodaba al lado de su mujer.

Carmen le pegó los labios al cuello y le dijo, “Felipe, no salgas pasado mañana, quédate en la casa, me da miedo que te vaya a pasar algo. No vayas a vender el maíz. Aún tenemos unos centavos, no hace falta que salgas al mercado.” Se abrazó a su cintura y lo sintió calientito. Así como siempre era. Felipe reviró: “Tengo que, el Don Ramón ya me lo tiene encargado.”

El silencio los envolvió y se quedaron dormidos bien abrazados. 

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