TOMAS DE TIERRA EN LA UNITED FRUIT DE PALMAR SUR, COSTA RICA. FLORECER ENTRE LOS RESTOS DE MIL NAUFRAGIOS
Ramón Vera Herrera, Palmar Sur, Costa Rica, junio, 2016. Estamos casi en el cuello de la península de Osa, aledaña a la frontera con Panamá. Hay reunión de colonos en uno de los galpones de fertilizante, hoy vacío, de lo que fue la United Fruit Company. Las historias de trashumancia se agolpan como los truenos distantes.
En las plataformas de descarga siguen los restos herrumbrados de la maquinaria de poleas que de todos los predios jalaba las enormes pencas. El banano se movía, suspendido en cables de acero, por zanjas circundantes a lotes de quinientos metros por cien, dividiendo en predios “naturales” el espacio de los platanares.
A la vuelta de 55 años y tras el colapso de la bananera y la ulterior quiebra de las seudo-cooperativas de cacao, palma africana y banano que le sucedieron, innumerables poblaciones procedentes de Costa Rica, Panamá, Nicaragua y hasta Honduras, se aposentaron en esos lotes con la anuencia tácita del Instituto de Tierras y Colonización (Itco), conocido ahora como Instituto Nacional de Desarrollo Rural. Hoy esas zanjas por donde circulaba el banano son los linderos reconocidos entre los predios. Y a los lotes en conjunto se les llama “los cables”. La gente dice tener “su cable” —que unos siembran con banano, otros con milpa, con yuca, con cacao o los varios frutales que completan la dieta. Según dicen el frijol y el arroz “poco se dan” y en parte es la prolongada devastación de las tierras desgastadas por años con agroquímicos, y en parte es el mecate plástico que fue metiéndose (en el descuido) al subsuelo de muchos “cables”, por el manejo de los costales de insumos y los plásticos que cubren las pencas para evitarles los parásitos. “Esos metros y metros de mecate enterrados, y tanto agroquímico en el suelo, hoy impiden que las tierras rindan todo lo que podrían”, comenta “don Pichincho”, Fernando Artavia, uno de los colonos.
Tras el calor se levanta de los platanares el vapor y de inmediato se vuelve lluvia pertinaz, de gotas grandes y frescura muy volátil.
Estamos en el espacio de Finca 10 y Finca 9, unas 502 hectáreas divididas en “cables” que tomaron más de 85 parceleros. “Aquí había ya puras malezas y guarumos. Y nosotros comenzamos a sembrarlas. Nuestros productos los enviamos a San José”, continúa don Pichincho.
El 24 de mayo de 2014, las fincas de los “cables” aledaños a Changuená y Térraba protagonizaron la defensa de su territorio junto con las comunidades téribes, mediante un plantón que resistió los desalojos por parte de las fuerzas antimotines durante 18 días contra la construcción del Proyecto Hidroeléctrico El Diquís (PHD) que busca vender electricidad a nivel internacional y contra la implantación de una ley de rías para zonas marítimo-terrestres que va por enclaves turísticos y de servicios para inmensas villas de pensionados estadunidenses que ya aprobaron los desarrolladores.
“La sabiduría de la política nos dice que ser campesinos es una arma muy eficaz contra el gobierno”, afirma Sonia, una de las parceleras. Y prosigue: “Las autoridades municipales siguen insistiendo en que desocupemos porque nos requieren la titulación de las tierras que estaban desocupadas y que nosotros sí trabajamos. Yo tengo hijos y por más de 30 años he luchado por ellos en estas tierras, pero el gobierno de la municipalidad quiere construir dos marinas y un aeropuerto. Al alcalde que se opuso junto con nosotros, lo apuñalaron por la espalda”.
El PHD y el desarrollo inmobiliario en ciernes vienen a consolidar los poderíos locales ávidos de lavar dinero y justificar la expansión de comercios, servicios básicos, acaparamiento del agua, cuotas de energía procedentes de las centrales eléctricas, tendido carretero, y la cauda de corrupción que esto entraña.
Es paradójica la fuerza de la población porque ésta es muy disímil, las familia provienen de historias inciertas de ostracismo y abandono, verdaderos restos de mil naufragios que se fueron rejuntando de a poquitos, tomando una casa aquí, un cable allá, hasta volverse una comunidad de los diversos. “No quieren reconocernos los años que hemos estado aquí y alegan problemas en la tendencia de la tierra”. Hace dos años las autoridades quisieron dividir a la gente de Finca 10 y Finca 9 y echarnos a pelear. También decían que los manifestantes habíamos bloqueado el puente “cuando bien saben que fueron los antimotines los que se aposentaron ahí, para echarnos la culpa del problema”.
Las poblaciones ahí asentadas tienen una historia común: haber sido traicionados por el gobierno. Éste los dejó invadir en el fracaso de las cooperativas de palma y banano que sustituyeron a la enorme plantación cuando ésta cerró sus puertas en 1984. Esto resultó de una huelga que pudo estar influida por el sandinismo imperante en Nicaragua. Pero lo cierto es que tras declararse en quiebra, la United se reconstituyó como United Brands, dueña de la marca Chiquita, de vínculos paramilitares.
Tras años de habitar “los cables”, la gente se topó con que el gobierno no les “transparentaba” la tenencia de la tierra. Y los vecinos los siguen considerando invasores sin más, cuando que son quienes han cuidado, mal que bien, con lo poco que detentan, esos montes, esos matorrales de caña brava y hasta los enormes predios de palma aceitera que hoy las compañías pretenden echar a andar de nuevo.
Con el pretexto de que no tienen titulación no hay presencia de las instituciones. Ni agua por las tuberías les llega. Es puro herrumbre trasminado lo que sacan de los caños. También se oxidan los puentes y la herramienta.
No los dejan arrimarse a las juntas de desarrollo. Y a la hora de la verdad son los más visibles para defender la región contra el futuro que se les viene encima.
Aventados a esas tierras están. Y por eso la defienden con la vida. A Carmen Quintero, le quemaron su rancho hace un mes en Changuená, como una secuela de los plantones, porque así como hay quien defiende, hay los que no se conforman con que la gente habite casas u oficinas de la época en que funcionó la bananera.
“El gobierno se come nuestros derechos”, nos cuenta. “No nos vamos a dejar de los incendiarios. De las cenizas renace el fénix. Y aunque la pobreza está a la vista y hay drogadicción y muchos delitos que perseguir, ésta es nuestra casa. Hasta aquí llegamos huyendo. Sí es cierto que somos como los restos de un naufragio. Habemos de todo: panameños, hondureños, nicaragüenses. Muchos de los aventados somos afrodescendientes chiricanos. Mi papá fue cocinero de un bongo en la guerra de Costa Rica con Panamá”.
Bolívar Vázquez lleva en Finca 9 treinta años. Procedía de Alajuela y su trabajo se iba en “desmanar las pencas y forrarlas con hojas grandes del mismo banano, para luego estibarlas en los furgones del ferrocarril. Trabajó ahí en esas mismas tierras desde los 12 años, “sube y baja escaleras para estibar cajas”. Su abuela fue una mujer boruca que se juntó con un gringo. Al pelear con su marido su mamá se fue a Orotina, “siempre como campesina”. Ahora en su finca él siembra lo que quiere. Y dice afable pero firme: “Ésta es mi vida: siembro elote, tengo mis limones”.
Fernando Artavia vino del Cerro de Chompite, por el lado de Orotina. Sabe que se llevaron a su papá, Hernán Artavia, reclutado para la guerra. “A él y a Rafael Molina se los llevaron al Cerro de la Muerte a guerrear. Casi desnudos se los llevaron”. Murió su hermano picado de víbora de cascabel cuando él tenía 8 años. Y al poco tiempo murió su papá “quién sabe de qué”. “Luego murió mi mamá y me quedé rodando. Cuando tenía 21 años entré a Pindeco (Pineapple Development Corporation), subsidiaria de Del Monte, empresa que acaparó el cultivo de la piña en Costa Rica, en Buenos Aires de Punta Arenas, y que siempre mantuvo un trato atrabiliario hacia los trabajadores. “Cuando salí dañado de los ojos, me retiraron al igual que a otros 180 peones despedidos al mismo tiempo”.
A estas poblaciones su vida les urgió a la trashumancia antes de llegar a habitar los restos de las fincas en los “cables”. A quienes intentaron vivir por su cuenta huyendo de las plantaciones los rastrearon con perros para regresarlos. A otros y otras les abandonaron los padres, la pareja, o les hicieron problemas laborales, problemas con la injusticia y las autoridades, o sufrieron la incrustada violencia doméstica. Terminaron yendo y viniendo en un espacio de fragilidad extrema y pocas ataduras comunitarias. Como desde siempre, a las poblaciones indígenas más tradicionales las fragmentaron para dar entrada a empresas, autopistas, bienes raíces y la delincuencia organizada que se va apoderando de todo.
Cuenta Ana Luisa Cerdas, una de las investigadoras clásicas de la zona, que a fines del siglo XIX se fundó con el nombre de Dios Primero una colonia penal en la finca de un cura, Nievorwsky, encargado de evangelizar Térraba y Boruca. “Su población estaba compuesta por confinados costarricenses y sus familias; por chiricanos, y por una serie de inmigrantes que fueron llegando al lugar en las primeras décadas del siglo”.
No deja de ser sintomático que para 1927 las poblaciones boruca y téribe (ellas mismas obligadas a migrar de Panamá donde se autonombraban brorán) de Conte, Boruca, Térraba y Palmar eran consideradas “una numerosa colonia bastante trabajadora y de mejor cultura (casi todos leen y escriben) que las otras poblaciones que tuve la oportunidad de conocer”. Y que en ‘apego a sus costumbres ancestrales’ cultivaban frijoles, maíz y plátanos para su consumo” además de cazar y pescar, “manteniéndose aparte del desarrollo que se gestaba en la región, siendo desatendidos por las autoridades nacionales”. En Costa Rica eran ajenos: “indios, extranjeros y ciudadanos del país”, se decía. Esto propició el despojo de tierras perpetrado por los agentes de la United Fruit Company (UFCo) que se apropiaron de la desembocadura del Río Grande de Térraba y la llanura regada por éste. Los testaferros sirvieron los propósitos de casi todos los despojos amañados, pero en otros casos, a la población de los Palmares los desalojaron en directo de sus tierras de cultivo y de sus caseríos.
“Ahora estamos comenzando a sembrar de nuevo”, se lee en El surgimiento del enclave bananero en el Pacífico Sur, de Ana Luisa Cerdas. “Teníamos nuestras milpas hechas en terrenos donde hemos trabajado toda la vida, cuando llegó la Compañía y en unión del Agente de Policía nos quitaron esas tierras. Hemos tenido que irnos ahora a aquellas filas (y señalaban las montañas lejanas). Trabajamos con dificultades, porque se nos tiene prohibido botar ni un árbol. Luego he sabido que en las tierras ocupadas antiguamente por la población indígena, y por ella trabajada, se ha afincado el Agente de Policía y un socio. Siembran banano, que les compra la Compañía en mejores condiciones que a ningún productor”.
Las maneras de operación de la bananera fueron siempre oscuras. Sólo “hacían referencia a la cantidad de hectáreas sembradas” pero la United expandió perpetuamente la superficie que acaparaba para mantener una gran zona de amortiguamiento, imposibilitando que otras compañías u otros productores en pequeño pudieran dedicarse al cultivo del plátano. Según el estudio “Ocupación del Pacífico Sur”, de Antoni Royo, la cantidad cultivada fue cercana a las 7 mil hectáreas en el Pacífico (en 18 fincas de entre 333 y 500 hectáreas cada una). No obstante, en un momento de auge (en 1938) la compañía llegó a acaparar “118 mil hectáreas en la costa del Pacífico”.
En 1956, el volumen de tierras pertenecientes a la Compañía en todo el país, “era de 203 mil 526 hectáreas, manteniendo bajo cultivo el 13%, es decir 27 mil 087 hectáreas”, según notas de Royo. Cerdas añade que casi una cuarta parte de sus terrenos totales los utilizaba en cultivos, pastos, drenajes, caminos y edificios.
La United controló y monopolizó la tierra apta, su producción, la exportación y comercialización y todas sus infraestructuras. Adquirió grandes extensiones para construir y controlar vías y transportes (sobre todo vías férreas y puertos). Nacieron así las “economías de enclave”, provocando la llegada de inmensas migraciones. Detentaban tanta tierra que nunca pensaron rehabilitarla, simplemente la abandonaban e iban por el siguiente predio.
La UFCo ejerció un importante control sobre su mano de obra. No eran “temporaleros” sino peones de planta en viviendas de largo plazo. A esta población se le construyeron caseríos de diseño uniforme con una plaza rectangular rodeadas de las casas del capataz y su gente, y las bodegas para instrumentos de trabajo e insumos.
La gente que hoy habita “los cables” insiste en darle significación a su historia y al papel que deben jugar en ella. Para todas estas personas “vivir es dar cuenta de la vivencia, pero además, dejar de ser anónimos”, lo que implica “significar la unión de todas nuestras historias en lo que ahora vivimos pero sobre todo ser reconocidos como los poseedores de esas tierras”.