POBLACIÓN ORIGINARIA EN MOVIMIENTO
A lo largo de la historia las personas se han desplazado de un lugar a otro buscando un bienestar individual o colectivo. En México en el siglo XX, especialmente en su segunda mitad, se acentuó este traslado de personas provenientes de distintas comunidades debido a conflictos armados, desastres naturales o conflictos religiosos. Los puntos de destino son variados, entre ellos se hallan los centros urbanos. En México, las ciudades se han vuelto uno de los principales polos de atracción de diferente tipo de población.
Las crisis económicas de la segunda mitad del siglo XX, han significado el deterioro de la economía, derivando en la baja de precios de productos como el café o el maíz, por sólo hablar de dos de los alimentos de la dieta básica de los mexicanos en general y más aún para los pueblos indígenas. Esta baja de precios aunada a la reforma al artículo 27 de la Constitución, propició que el sector agrario se viera afectado y obligado a buscar otras fuentes de ingreso. Para ello han tenido que abandonar sus lugares de origen.
Especialmente en el periodo denominado ‘Milagro mexicano’ de la segunda mitad del siglo XX, la industrialización del país se acentuó, por lo que las ciudades fueron polos de atracción. Miembros de diferentes pueblos originarios se trasladaron a las ciudades a buscar oportunidades nuevas de ingresos entre 1950 y 1970. Ésa fue la experiencia de mis padres. Siendo totonacos de Veracruz, primero mi padre, luego mi madre junto con nosotros, llegamos al Distrito Federal a fines de los años setenta. La presencia indígena en la ciudad no es nueva. Lo que hoy es México ha sido asentamiento de los indígenas desde que se fundaron las urbes mesoamericanas, después en el periodo colonial. Actualmente vuelve a hacerse visible esta presencia indígena, no por nada la ciudad de México concentra la mayor representatividad de las poblaciones originarias asentadas en su seno. Y aunque fueron desplazados de ellas, no fue por completo ni de forma permanente.
Este fenómeno de traslado y/o asentamiento en la Ciudad de México, que en algún sentido puede ser visto como una reapropiación de dicho espacio, ha generado distintos fenómenos, como la visibilización parcial, a veces distorsionada por una visión ideológicamente estereotipada, de nosotros, como miembros de pueblos indígenas en contextos urbanos. Nuestra presencia en la ciudad no siempre es bien vista, mucho menos comprendida por la sociedad nacional. En las relaciones establecidas con ella en las ciudades sigue persistiendo la estigmatización y el racismo.
Sin embargo, las poblaciones indígenas son entidades con dinamismo y capacidad para adaptarse a diferentes circunstancias y momentos históricos. Esto ha permitido que seamos sociedades que pusieron en juego distintas maneras de seguir siendo indígenas. Los pueblos indígenas somos poblaciones en movimiento, considerando el movimiento en un sentido físico, de un espacio a otro; pero el movimiento también se genera en el sentido de una dinámica intelectual, reflexiva de las condiciones en que se llevan a cabo nuestra presencia y desenvolvimiento en las urbes.
LOS PUEBLOS ORIGINARIOS EN LA CIUDAD
Contrario al pensamiento generalizado, se ha construido en el imaginario de la sociedad mexicana que el arribo o la presencia permanente de los indígenas en las ciudades es un hecho reciente, e indeseable. Sin embargo tal ocupación urbana debe ser vista como una forma de desenvolvimiento en la larga historia de relación y asentamiento en las metrópolis. Los historiadores han contribuido de forma lúcida a visibilizar la presencia indígena en las ciudades y a comprender su larga data, demostrando cómo desde principios de la época colonial ya se registra un elevado número de población indígena en las metrópolis fundadas por españoles. Pero además muestran cómo ellos comienzan a ‘transformarse’ y a tener contacto con el mundo citadino. No olvidemos que las ciudades han sido históricamente el asentamiento inicial de varios de los pueblos aún existentes. De ahí que se reconozca la existencia de los pueblos y poblaciones residentes, a quienes en tiempos recientes se les ha denominado como originarios, en particular en la Ciudad de México. Tampoco debemos pasar por alto que a raíz de la colonización, varios centros urbanos se convirtieron en el asentamiento de los colonizadores, transformando dichos enclaves en los centros económicos, políticos y sociales, situación que, con algunas modificaciones, se extiende hasta la actualidad. Con ello se ha creado una imagen de que la ciudad es un espacio libre y ajeno a la presencia indígena.
La presencia de los pueblos indígenas en la ciudad fue históricamente invisibilizada desde el periodo colonial, después en el independiente y en el contemporáneo, pero especial y enfáticamente a partir de la construcción del Estado moderno, y particularmente en el periodo independiente, donde se retoma el modelo de Estado de corte occidental, supuestamente monocultural, monoidentitario y homogéneo. Esto se apuntaló posteriormente a la Revolución, y de forma más enfática durante el periodo industrializador a mediados del siglo XX, cuando se fomenta la idea de la ‘unidad nacional’ con la intención de hacer ingresar decididamente al país en la modernización.
¿MIGRANTES, AVECINDADOS O RESIDENTES?
Los desplazamientos de poblaciones son fenómenos muy antiguos que se deben a causas que han ido variando según los lugares y las épocas. Cuando el desarrollo económico crea riqueza y trabajo para unos pocos, y pobreza, exclusión y destrucción para la mayoría, toman forma las grandes migraciones forzadas que se deben a la desigualdad, la no democrática e injusta distribución de la riqueza, así como causas políticas, culturales, de género, étnicas y religiosas. Incluso cuando los indígenas ya somos residentes en las ciudades se sigue escamoteando nuestra pertenencia a dicho espacio geográfico, lo que tiene implicaciones sociales, identitarias, culturales, políticas y económicas.
Por otra parte, el término “migración” ha tenido una connotación según el contexto en que se utilice y según a quienes se aplique. La noción de “migrante” ha sido fomentada desde la academia y se la ha apropiado el sector gubernamental para traducirla en acciones a través de las instituciones oficiales, promoviendo políticas que tienen como centro de interés a la población “migrante indígena”.
Al hacer uso de la noción de ‘migrante’ se alude a alguien que no es originario del lugar, que no pertenece a él, por lo que se le soslayan sus derechos. Situación que no sucede de la misma manera para otro tipo de población que cambia su lugar de residencia, por ejemplo, quienes provienen de otro estado dentro del mismo país o incluso que proceden de alguna otra nación pero no son indígenas, a ellos no se les condiciona ni limitan sus derechos. Es más, ni siquiera se les ve como ‘migrantes’, no se les piensa con el mismo estatus que quienes llegan a otros contextos y son miembros de algún pueblo indígena. Por ello se argumenta que “somos extranjeros en nuestra propia tierra”, como lo ha manifestado Pedro González, entre otros, miembro fundador de la Asamblea de Migrantes Indígenas (AMI), de origen oaxaqueño, quien llegó a la ciudad para poder estudiar. Y es que no se trata sólo de la vestimenta o de tener una lengua materna diferente. Los pueblos indígenas tienen una cosmovisión totalmente diferenciada, fundamentada en el arraigo a la tierra, la vida comunitaria, a los modos de conducirse y relacionarse con los elementos del mundo, especialmente la naturaleza.
Es importante señalar que en el proceso de migración algunos conceptos como ‘migrante’ e ‘indígena’, traen consigo una carga ideológica de poder y dominación. De esta manera, aquellos que salen de sus comunidades para dirigirse a contextos urbanos son, en ocasiones, vistos de manera natural como “inferiores”, además de ser considerados como un “problema”, esto ha representado diversos obstáculos en la inserción a los contextos receptores.
¿Para siempre migrantes?
A quienes salimos de nuestras comunidades, ser nombrados e identificados como “indígenas” o “migrantes” nos coloca en una situación de discriminación, pues no nos identificamos con tales conceptos. Podemos decir que tales muestras de discriminación son producto de una larga historia llena de una carga ideológica de inferioridad otorgada a los grupos indígenas por parte de la sociedad mayoritaria. Así, se tiende a concebir al migrante, en especial si es parte de algún pueblo indígena, en una situación de permanente “recién llegado”, aunque tenga varios años en la ciudad. Aun cuando haya establecido su residencia definitiva en ella, se le sigue considerando un eterno migrante. Incluso en el lenguaje se hace un uso indiscriminado y acrítico de la noción, refiriendo clasificaciones como “migrante de segunda” o de “tercera generación”. Lo que conduce a entender que así tenga descendencia por varias generaciones, éstos son considerados eternos migrantes.
De ahí que una de las reivindicaciones de los miembros de los pueblos indígenas sea la de utilizar apropiadamente los términos con los que se hace referencia a ellos. En general los indígenas que tenemos una experiencia de vida, de trabajo y de residencia en la ciudad nos consideramos y autodefinimos como radicados o residentes, es decir, quienes hemos vivido en la ciudad, pero reconocemos y somos aceptados también en el lugar de origen como miembros de la comunidad indígena. En ese sentido, toma relevancia el que los propios indígenas nos cataloguemos y asumamos como residentes o radicados, es decir, reconocernos como parte de ese lugar donde hemos llevado a cabo la vida cotidiana por largo tiempo. Lo que nos coloca en un estatus de igualdad jurídica y ciudadana, al menos en el discurso propio, dotándonos además de un elemento identitario en la ciudad. No se deja de reconocer que persisten muchos otros pendientes en el ámbito jurídico, político, económico, educativo.
Un reto urgente es dejar de categorizar a los indígenas urbanos como migrantes. Peor aún cuando ya no sólo se les clasifica como “migrantes” sino que se añade “de segunda” o “tercera generación”, como en una segunda o tercera ínfima categoría. Esto genera una percepción de sus descendientes sumamente inferiorizada, impidiéndoles escapar del carácter migrante en que se les clasifica desde el exterior.
Desde nuestra propia experiencia y con el trabajo conjunto con otros miembros de pueblos originarios aglutinados en distintas organizaciones sociales, hemos reflexionado, y generando propuestas como la de que la noción de ‘migrante’ no refleja la experiencia de cambio y asentamiento de residencia en distintos lugares del que se nació. Es más apropiado aludir a la idea de población en movimiento, para combatir la estigmatización de los estereotipos generados hacia la población originaria que se traslada a otros lugares para llevar a cabo su vida y vislumbrar un futuro más alentador, aportando para mejorar el país, contribuyendo con el trabajo y la riqueza que ha caracterizado a los pueblos originarios asentados en todo México. En particular en las ciudades.
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| Laurentino Lucas, originario de municipio de Zozocolco de Hidalgo, Veracruz, en la región del Totonacapan. Publicó en Ojarasca 228. Es profesor en la Universidad Intercultural del Estado de Puebla.