ABEL BARRERA: AYOTZINAPA ES UN PUNTO DE QUIEBRE
Los dos años de Ayotzinapa marcan un nuevo derrotero. Han pasado 730 días y la respuesta de las autoridades son mentiras y la fabricación de una supuesta verdad, afirma Abel Barrera, director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan con sede en Tlapa, Guerrero. “Ayotzinapa sigue marcando nuestra vida y la manera en cómo acompañamos a las víctimas de un sistema que excluye a quienes aspiran a vivir dignamente”, asegura una de las personas más cercanas al proceso que inició con la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa el 26 de septiembre de 2014.
Para el defensor de derechos humanos, el gobierno federal tiene que demostrar científicamente a las madres y padres de los normalistas que “en verdad sus hijos ya no están, pues mientras eso no suceda no se puede ser rehén de una falsa verdad. Como sociedad, eso significaría ser víctimas de la mentira y cómplices de la impunidad, sería permitir que el gobierno siga usando la fuerza y que continúen las atrocidades que cometen los diferentes agentes del Estado en contubernio con la delincuencia organizada”.
Las madres y padres de Ayotzinapa dejaron casa, parcela, familia y a sus demás hijos. Lo dejaron todo por buscar a los 43 estudiantes: “Dan una enseñanza nacional de lo que significa amar a alguien que está en las entrañas de su vida, pero al mismo tiempo están ofrendando este sacrificio para cambiar el país, el sistema, la manera en cómo se trata a las víctimas, para no seguir siendo cómplices de esta tragedia, de la violencia en donde autoridades de todos los niveles están coludidas con el crimen organizado”, opina quien ha acompañado cada uno de sus pasos.
Un día Abel caminaba por el centro de Tlapa cuando vio que Leocadio Ortega entró a un mercado preguntando “¿compra café, patrona? ¿compra café, patrón?”. El padre del normalista Mauricio Ortega Valerio había caminado al menos 20 metros y nadie le compraba. Abel relata como su corazón “se estrujó” al reconocer que la situación de precariedad y pobreza no sólo la vive Leocadio, sino las 43 familias de Ayotzinapa, quienes “además del dolor y la desaparición por sus hijos tienen que conseguir recursos para su sustento básico y para continuar la lucha, con la esperanza de encontrarlos”.
Esa escena le hizo recordar “a la gente pobre de la Montaña que bajaba hace años con el tecoltete a vender su mercancía: frutas, granadilla, carbón, huevo de gallina, y que muchas veces los mestizos les pagaban lo que ellos querían o les arrebataban la mercancía, ya no se las pagaban y no les quedaba de otra sino que resignarse y regresarse sin dinero”.
Ver a Leocadio, padre de Mauricio, le recordó al también profesor de la UPN “esas imágenes dolorosas, por el trato discriminatorio y el sufrimiento de lo que significa luchar en la Montaña para sobrevivir”.
Abel se acercó para saludar a Leocadio. Quería saber cómo estaba, si ya había comido y comprarle al menos una bolsa de café.
Al mirarlo el papá de uno de los 43 sonrío. “¡Qué pasó licenciado!”, dijo Leocadio, de origen me'phaa. Le contó a Abel que había pedido permiso para ausentarse unos días de la Normal para poder trabajar. Él y su esposa estaban enfermos y no tenían dinero, por lo que regresó a Montealegre, la comunidad de donde es originario, cortó leña, molió café y viajó a Tlapa con la esperanza de vender algo y juntar unos centavos.
“Los han despojado de mucho, pero lo que no les han quitado es ese corazón grande, los sentimientos nobles, la dignidad y la fuerza para poder luchar y para poder continuar fomentando la vida, la alegría y la esperanza de poder ver un día a sus hijos graduados de maestros”, relata Barrera Hernández.
Ésos son los padres y las madres que han sentando en el banquillo de los acusados al propio presidente de la República, quienes con palabras “sencillas pero contundentes” le han preguntado “qué sentiría si uno de sus hijos estuviera desaparecido, si viera el rostro de su hijo destruido o si lo viera postrado en la cama, como es el caso del normalista Aldo Gutierrez, a quien le declararon muerte cerebral después del balazo que recibió en la cabeza en septiembre de 2014”.
Para el director de Tlachinollan –palabra en nahua que significa, lugar de los campos quemados– el caminar de las madres y los padres ha sido largo, no hay respuestas claras del gobierno sino muchas mentiras, agravios y desprecio hacia ellos. “Una complicidad que se nota a leguas, donde el gobierno premia la impunidad, como ha pasado con Tomás Zerón, pues a pesar de ser evidente su participación en la fabricación de la ‘verdad histórica’, fue premiado en vez de castigado, con lo que la promesa presidencial quedó hueca”.
Abel recuerda a una madre que cuando supo de la desaparición de su hijo, estaba a horas de realizársele una quimioterapia porque ya le habían detectado cáncer. Se fue al tratamiento y después de su recuperación “sacó la fortaleza y se incorporó a la lucha. El dolor de la desaparición de su hijo la levantó, pudo más su esperanza que esa enfermedad que destruye, hay dolor pero sigue de pie, firme, caminando y encarando a la autoridad”.
La mayoría de los padres y madres de Ayotzinapa tienen entre 40 y 50 años. Son visibles en ellos el desgaste y sufrimiento. Las madres, principalmente, han tenido que reposar un poco, pues caminar se ha vuelto un desafío. Varias de ellas están enfermas, los síntomas se acumulan en medio de su dolor.
Para no dejar de asistir a las actividades de búsqueda, algunas madres no van al médico porque “no tiene sentido, no hay enfermedad que valga para ellas, no hay dolor que sea mayor que el sufrimiento de la desaparición de sus hijos. Comparado con lo que sufren por no encontrarlos, los problemas de salud no son nada”.
Durante estos dos años de búsqueda, las abuelas han jugado un papel central en el cuidado de sus otros nietos, pero además de los achaques de la edad, sufren porque quisieran estar también en las calles, pero no pueden salir de sus casas y algunas ni siquiera de sus camas. Sufren con el tormento que significa no tocar más a uno de sus nietos, no escuchar más sus voces.
Ayotzinapa, dice Barrera, además de cambiar la vida de las 43 familias, modificó también “la agenda de los pueblos indígenas y campesinos, y acuerpó algunas luchas para evitar que se sigan violentando los derechos, desapareciendo a los jóvenes y atentando contra la vida de las familias”.
Los pueblos de la Montaña “han sentido en carne propia que los hijos de Ayotzinapa son los hijos del pueblo. Las comunidades se organizan para ir a la Normal para acompañar a los estudiantes, padres y madres, para organizarse de la mejor manera y que esta lucha por la verdad tenga más eficacia”. Ayotzinapa es un punto de quiebre en el país, resume el defensor. “Mientras el gobierno intentaba ocultar la violencia y dar la imagen de ser un gobierno paladín de los derechos humanos, resultó ser el gran simulador”.