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CONTUBERNIO DEL PODER Y LA MAÑA / 235

Centro de Derechos Humanos de la Montaña

Tlachinollan

La manera como las autoridades federales y estatales han enfrentado los problemas de la violencia y la seguridad es lo que ha causado mayor encono, desesperación y reacciones de diversa índole en diferentes sectores de la población guerrerense. El enojo no sólo es por la ineficacia de los operativos aparatosos, sino porque no se quiere ver en esta parafernalia hecha para el espectáculo la colusión que existe al interior de las filas de las corporaciones policiales, el Ejército y la Armada con las organizaciones criminales.

Las altas esferas del poder parten de la premisa que las instituciones funcionan bien, que nada hay que cambiar, por lo mismo las actuaciones de sus elementos son intachables e inmejorables. El contubernio que ha sido detectado y señalado por la gente de a pie, y que es un tema recurrente al interior de las familias, en reuniones gremiales, grupos organizados y con los mismos políticos, no lo quieren ver ni abordar en su justa dimensión las autoridades. Nada los obliga a replantear de fondo su estrategia. A cuestionar sus resultados y mirar al interior de sus instituciones estas falencias, pero sobre todo este desgarramiento de la vida comunitaria que está causando daños irreparables.

Con estas políticas fallidas se destruye la vida y se trunca cualquier proyecto. Los ciudadanos y ciudadanas ya no tienen la certeza de realizar sus planes familiares ni profesionales. Nadie se siente seguro ni tranquilo, todos y todas marcados por el miedo, la incertidumbre y el inmovilismo. A la vuelta de la esquina todo puede cambiar y acabarse. La inminencia de la tragedia se respira a diario. Nos sentimos inermes y a la deriva. No hay a dónde asirse, ni a quién pedir auxilio. Domina el fatalismo. Para revertir o transformar el clima de violencia e instalar un sistema que proteja a la población y castigue a los perpetradores, no se ve para cuándo. Con estas estrategias de seguridad reeditadas no se pueden sentar bases para que vislumbremos un cambio de raíz, que pueda construirse otro modelo de seguridad y nuevas formas de gobernar, donde los ciudadanos y ciudadanas sean el centro del quehacer político.

Hoy vemos más de lo mismo. Decisiones cupulares que ignoran las voces de las víctimas, descalifican la opinión de los críticos y relegan las propuestas de especialistas. Este soliloquio nos lleva al desfiladero de la muerte, a que las organizaciones criminales se expandan y tomen el control en las regiones, desplazando a las autoridades municipales y estatales. Con estas serias deficiencias de quienes están para velar por la seguridad de la gente, las familias de los desaparecidos se sienten obligadas a realizar las tareas de búsqueda de sus hijos en medio de peligros y penurias. Su osadía ha puesto al descubierto que nuestro estado es una gran fosa. Que donde impera la delincuencia organizada yacen los enterramientos clandestinos. No sólo destruyen a sus adversarios sino que también transforman el entorno en un cementerio. En un espacio terrorífico. Ahí está como ejemplo patético la ciudad de Iguala, donde a pesar de la tragedia que marcó al país, la delincuencia goza del apoyo de quienes ahora el presidente de la República puso al frente para combatir la delincuencia “en las 50 ciudades más violentas del país”. Las fuerzas armadas, la policía federal, estatal y municipal, juntas ahora como cuando se coordinaron en la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de 2014.

Es paradójico constatar que entre más efectivos militares y elementos policiacos de la federación se parapeten en las regiones convulsas del estado, los grupos de la delincuencia desarrollan mejor sus estrategias de contención y neutralización de su fuerza. Se fortalecen y legitiman más en las regiones donde actúan. Su arraigo y su relación con las comunidades donde se han asentado a la mala les da ventaja porque conocen los lugares. Saben desplazarse y esconderse. Pueden planear emboscadas o simplemente dejar que pase “el gobierno” sin que los detecten. Saben que las fuerzas policiales y militares están de paso y que su estancia temporal les imposibilita tener arraigo y presencia en el territorio.

Quienes realmente conocen la región y son actores locales que imponen su ley y control de los diversos giros de la economía regional son las bandas del crimen. Deciden a quién matar y secuestrar. Imponen el monto de las cuotas que cada persona tiene que pagar. Dictan órdenes a los pobladores. Se apoderan de los bienes de las familias y las comunidades. Entran con violencia a los poblados para expulsar a los grupos rivales. Mantienen cercadas ciertas zonas en disputa por el trasiego de la droga. Los movimientos de la gente local están restringidos al ámbito comunitario y se supeditan a los dictados de los jefes de las bandas.

El Ejército federal regularmente llega cuando los delincuentes ya se han ido, pues se desplazan con suma facilidad y encuentran refugio en comunidades de difícil acceso. Durante su estancia obligan a los pobladores a proporcionar alimento para todo el grupo, mientras esperan el retiro de los federales. El efecto cucaracha resulta efectivo para las bandas del crimen, porque mientras el Ejército se desplaza con pesadez hacia las comunidades asediadas, la delincuencia se mueve con facilidad a los enclaves más recónditos. Los resultados de los movimientos tácticos del Ejército son infructuosos porque no logran dar golpes efectivos a la delincuencia y sólo generan más terror entre la población.

Con el desbordamiento de la violencia y la expoliación del patrimonio de empresarios, ganaderos, comerciantes y familias del campo, las comunidades han conformado grupos de autodefensa para impedir la entrada de las bandas del crimen a sus territorios. Apelar a las armas parece el camino a seguir ante la incapacidad de la federación y del gobernador para contener la espiral de violencia y poner orden y paz como prometió en su campaña.

Es mal síntoma que varios presidentes municipales hayan fijado una postura de armarse para defenderse. Ante las amenazas y las situaciones de riesgo, valoran que es insuficiente la protección que les proporciona su misma policía municipal, porque no confían en su capacidad para enfrentar a la delincuencia y dudan de la lealtad de varios de sus miembros.

Actualmente entre las mismas comunidades campesinas de la Sierra y zona Norte existen grupos de autodefensa que han salido al paso de bandas que han tomado como rehenes a familias que viven en pequeñas comunidades. La proliferación de cuerpos de seguridad comunitarios es un fenómeno creciente entre las comunidades campesinas que carecen del apoyo de la federación y el estado. Juntan sus armas y los más decididos se organizan para hacer frente a la delincuencia. No hay más que el respaldo de la comunidad y su conocimiento del entorno. Han recuperado su capacidad para hacer frente a quienes con sus armas pretenden someterlos. Con las armas de la comunidad han salido a los caminos para defenderse de los grupos que con su poder de fuego quieren expandir su dominio. La opción fatídica es “nos matan o los matamos”. La preocupación más sentida de la gente del campo es cómo sortear la vida ante los gatilleros que llegan al pueblo a matar. Esto ha llevado a que se escale la violencia y se generen conflictos internos entre los mismos grupos de autodefensa porque apuestan al poder de las armas, al control del territorio y la población por su capacidad de fuego. Los desenlaces son fatales porque se pierden el sentido primigenio de la lucha: defender la vida del pueblo.

Los resultados han sido desastrosos, porque hay más pérdidas de vidas humanas y se acrecienta el clima de terror. Se torna imposible vivir tranquilo y transitar con seguridad en los caminos y las ciudades. Los retenes y patrullajes son parte del paisaje desolador porque no son ninguna garantía para la seguridad de la gente. En el trajín diario siempre pesa la sombra de la delincuencia que acecha en cualquier lugar y en cualquier momento. Sus acciones son permanentes y contrastan con las reacciones tardías y nada eficientes de las corporaciones policiacas y el Ejército; a pesar de que están en el lugar de los hechos, están muy lejos de ser una fuerza de contención y control del crimen organizado. El esquema implantado por el gobierno federal fortalece la mano dura y acrecienta el clima del terror, que para la población no es sino las consecuencias del contubernio entre el poder y la maña.

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