EXTRAVÍO UN RELATO TSOTSIL / 235 — ojarasca Ojarasca
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EXTRAVÍO UN RELATO TSOTSIL / 235

MIKEL RUIZ

Elena se arrastra por la loma bordeada de arbustos, una espesa neblina le cala la piel. Sus pies apenas logran sostenerse por la resbaladiza pendiente; le urge avanzar, subir hasta donde vive Ignacio Ts’unun. “Así que sabes llorar. Pero esto no se va a quedar así, tú lo quisiste y vete a buscarlo. No quiero verte más, lo que hablan de ti también me lo dirán a mí que soy tu madre. Sabes que aquí no hay dinero, no tenemos quien nos mantenga. Lo único que haces es lloriquear, ¡apúrate a buscarlo en vez de estar perdiendo el tiempo!”.

Con el rostro cubierto en un rebozo azul, Elena solloza en silencio. Sabe que aunque vea a Ignacio no se salva de la desesperación. No llora por la pena que le ocasionaría verlo, sino por la vergüenza que la llena de rabia. Aun así no logra afianzar sus pies que apenas se despegan del lodo. Avanza lentamente, la neblina pesada le impide ver con claridad el suelo.

¿Cómo demostrarle el dolor que siente su corazón, reclamarle lo que ha causado? Sus manos buscan con qué sujetarse, algo que la ayude para subir con más facilidad. Después de mucho esfuerzo observa la vieja casa de adobe encima de la loma entre escasos árboles.

Por el tejado escapa un hilillo de humo que desaparece en la grisácea neblina. Con un reloj se diría que es mediodía. Entonces estaríamos conscientes del tiempo. La muerte podría borrar los pasos de Elena, pero nadie sabría quién la orilló a tal destino. Se acerca a la puerta de la choza habitada por un alma solitaria, una mujer alejada del paraje. Elena se detiene e intenta despegar los labios. Desea que las palabras florezcan en su lengua, sólo se escuchan sonidos entrecortados, una lengua que se retuerce dentro de la boca sellada por el miedo. Se aproxima a la puerta de madera. Por la rendija mira si hay alguien dentro. Juana abre repentinamente la puerta. Elena se echa para atrás. Su corazón salta desesperado, siente un leve golpe en el vientre.

Juana Ts’unun escucha la respiración agitada de Elena frente a su puerta. “¿Qué será lo que busca esta muchacha?”, se pregunta. Por un momento cree que es alguna criatura de la niebla. Ella rezaba frente al altar cuando una silueta aparecía detrás de la puerta de tablas, acercándose poco a poco. Ahora está enfrente de ella, aún no puede creer que Elena Ton apareciera de forma tan misteriosa en su casa. Sus ojos están hinchados de llanto y culpa. Elena teme ser corrida como a un perro que roba. Abre la boca y las palabras se convierten en sombras de miedo. Saca las manos debajo del rebozo. Frente a Juana Ts’unun intenta decir algo con ellas, sus movimientos son desconocidos por la señora; esconde nuevamente las manos.

Juana no sabe qué hacer ni decir a Elena. Nota sus ojos enrojecidos, por sus mejillas resbalan lágrimas que desaparecen en el rebozo. Juana Ts’unun tiene la mirada cansada, su cabello encanecido se confunde con el color de la neblina. Ahora que está frente a ella, no deja de observarla atemorizada. La compasión hace que la imagen triste y silenciosa de Elena se grabe en su mente. “Que hable, que diga qué quiere, yo no sé qué decirle. Si por lo menos me dijera algo, dos o tres palabras, no importa”, dice Juana Ts’unun en su corazón. Inmóvil como un árbol deshojado y de baja estatura, Elena sigue parada, busca una salida por donde nadie pueda detenerla, fugarse sin que Juana se dé cuenta. Han pasado más de cuatro meses desde que Ignacio la violó, aunque para ella el tiempo no pasa.

El golpe, recibido hacía un momento de su madre, sigue ardiente en su rostro. “Quiero ver a Ignacio, ¿dónde está?”. Saca las manos una vez más de su regazo, no le ayudan para comunicarse, el movimiento de aquellos miembros son insignificantes. “No te entiendo, deja de llorar, di algo, no me mires así, ¿qué te han hecho?, ¡estás temblando!”, siente su penetrante mordedura, “no me hagas eso, háblame”, inquiere Juana sin obtener respuesta. Lo único que logra es provocarle más lágrimas que corren sobre el rostro mojado de Elena. ¿Dónde está Ignacio?, él me embarazó, piensa, pero las palabras se le quedan pegadas en la lengua, como siempre. Sólo después salen convertidas en sollozos. Entiende que Ignacio no está en casa y nunca más lo volverá a ver.

No sabe a dónde ir. Nunca hubiera nacido, ser mujer pesa más que cargar con esta culpa, piensa. Sin levantar la mirada, sale corriendo, se dirige a la boca oscura del bosque, entra en un camino que ya nadie usa, sólo sus silenciosos pasos lo reviven. Sus manos van rompiendo la neblina tejida entre hojas y ramas.

Los pájaros cantan entre los árboles enmohecidos. Camina. No sabe a dónde le llevará el atajo, travesía envuelta de pánico. El corazón le late rápido, su respiración se altera, inhala más aire para tranquilizarse pero todo es miedo. Escucha la voz de su madre que la busca, siente otro golpe en el vientre.

Quería ocultar su embarazo, su madre ya lo había notado. No sabe a dónde dirigirse, apenas logra ver los árboles que siguen enfilándose como si pretendieran acorralarla, engullirla. Cuánto hubiera querido decirle a su madre que no lo hizo a propósito. A sus dieciséis años, apenas vestida con un rebozo, blusa deslucida y falda estropeada que ella tejió, crecida a pesar de la pobreza de sus padres, de la indiferencia de su hermano que nunca la quiso, nadie la defendió de Ignacio Ts’unun. No le bastó con violarme, piensa, él fue quien mató a mi padre. Ojalá que cuando él muera sienta el mismo dolor, que su cuerpo y alma nunca dejen de sufrir.

“No es mentira. Pensé que sólo estabas mal del apetito, que simplemente no te gustaba la comida que vomitabas. ¿Qué harás con esa cosa que tienes en tu barriga? Nomás eso nos faltaba: ha de tener unos cuatro meses. ¿Quién fue? Tú sabes a quién le abriste las piernas, vete a buscarlo para que te cuide y te mantenga. Si tu papá viviera ya te hubiera matado”, recuerda las palabras de su madre. Siente que la persiguen criaturas de la montaña. Casi la atrapan. Ya te hubiera matado. Alguien, posado en la neblina, la observa. La voz de su madre calcina su mente. Aún camina, sus pies se hunden en la espesura de la hojarasca y de restos de alimañas caídas de los árboles. Quiere salir de ahí, mas su vientre crecido y diferente la estorba. Alguien le grita a su espalda, voltea a buscarlo de inmediato. No distingue nada a través de la neblina. El miedo le domina la mente y el corazón. Al volver la mirada, un fuerte golpe de palo en la nuca la derriba, una patada le azota el vientre. Respira con dificultad. “No me hagas sufrir así, que tu corazón tenga piedad de mí”, implora dentro de ella con las lágrimas escurriendo por las mejillas. Una fuerza fría y pesada le aplasta los pies, las manos, el cuerpo entero. El aire que respira le raspa la nariz. Intenta levantarse. Su falda y sus rodillas se empapan en sangre. Se hinca con la cara enlodada. Un hálito emerge de su boca que pronto desaparece en la bruma. “Si no respiro tampoco lo hará lo que tengo dentro”, especula, “su fuerza era más grande que la mía, dentro del corral me agarró y recostó sobre la mierda de los borregos, alzó mi enagua y me sujetó de los muslos, separó mis piernas en el silencio de la tarde. Ahora mira dónde estamos, ¿escucharé cuando dejes de respirar? A nadie le importas. Él no está aquí. Ojalá lo coman los gusanos más pronto que a nosotros. No puedo más, has dejado de moverte”.

Elena tiembla, la niebla le empaña los ojos y le reseca los labios, ansía gritar, hincada en el estómago de la montaña. Lentamente se desploma sobre la tierra. Unas manos frías la asfixian, le hielan la sangre desatada en el fango, se tiende en el suelo. Se acurruca doblando las rodillas y las manos sobre el abdomen. Su corazón ha dejado de hablarle, como recién nacida se encoge en los brazos de su madre. Siente otro golpe dentro del vientre abultado, una suave caricia que quiere despertarla. Un último aliento escapa de su boca.

| Mikel Ruiz, escritor tsotsil, originario de San Juan Chamula. Autor del libro bilingüe de relatos. Ch’ayemal nich’nabiletik/Los hijos errantes, de donde procede este “Extravío” (“Ch’ayel”).

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