NO SOMOS INDIOS, NO SOMOS INDÍGENAS SOMOS SERES HUMANOS
El trato en la sociedad mexicana ha sido desigual desde épocas pasadas. Se discrimina a las personas si son de un pueblo originario, si se es de color, mujer, homosexual, migrante, albañil, ama de casa. La discriminación en nuestro país es tan fuerte que todo tiene un nombre.
Nuestras leyes plasmadas en la Constitución están muy bien definidas y sintetizadas, sin que ello signifique que se apliquen. Hablar de derechos humanos en México es preguntarse qué tanto hemos avanzado con nuestro sistema de justicia. “Avanzar” podría traducirse como el resultado obtenido acerca de la aplicación de nuestras leyes. Ello no coincide con la realidad porque quienes aplican estas leyes (magistrados, diputados, senadores, funcionarios, policías y demás) no aplican las normas como se indican en los artículos establecidos. Entre las leyes y su aplicación hay una barrera del poder económico, político o de otra índole. Si se aplicaran no habría diferencia entre pobres y ricos. Si fuera el caso, se empezaría por aplicar las leyes a los poderosos y los grandes empresarios hasta quienes manejan a un grupo de personas a su servicio, donde es común que se violen los derechos de cientos de personas, y es aquí donde la corrupción toma fuerza y es tanto el auge de este fenómeno que las propias empresas han convertido esto en un fenómeno cultural. A la gente pobre, independientemente de nuestro origen o rasgos físicos, cuando cometemos algún delito, la ley cae encima de nosotros con todo el sobrepeso que tiene. Sin embargo, cuando el delito es cometido por poderosos, la ley resulta obsoleta porque entre ellos se protegen; vivimos en un país de ricos con gran influencia en la política y son ellos quienes manejan las leyes.
La corrupción y la discriminación sobrepasan cualquier valor humano en una sociedad como la nuestra. Francisco López Bárcenas, escritor mixteco que ha dedicado parte de su vida a la defensa de los derechos de los pueblos originarios de México, en su libro La diversidad mutilada (La diversidad mutilada/Los derechos de los pueblos indígenas en el estado de Oaxaca. México. UNAM, 2009) abre con un epígrafe: “Me parece que hay un hecho que no debemos olvidar, y es que en las sociedades occidentales, y esto es así desde la Edad Media, la elaboración del pensamiento jurídico se hace esencialmente en torno del poder real. El edificio jurídico de nuestra sociedades se construyó a pedido del poder real y también en su beneficio, para servirle de instrumento o de justificación” (Michael Foucault: Defender la sociedad). Lo dicho por Foucault no sólo aplica y funciona en las sociedades occidentales, alejadas de nuestra realidad; esta premisa se comprueba de manera diaria en la sociedad mexicana, donde los más desventajados somos la gente que vivimos en los pueblos originarios, estas leyes no nos rigen como sociedades pequeñas. Como pueblos originarios tenemos en cada sociedad cultural, nuestras propias leyes, las cuales nos rigen como pueblo o comunidad; donde el favoritismo es un asunto grave se tenga o no poder económico, la ley aplica igual para todos. Las leyes internas, la mayoría de las cuales no están escritas, son altamente efectivas en comparación con las plasmadas en la Constitución mexicana. Sin embargo, es muy difícil que estas sean reconocidas y, en términos discriminativos, les llaman “usos y costumbres” cuando deberían llamarse leyes o sistemas de justicia.
La discriminación se sigue dando en las grandes y las pequeñas ciudades. En México se sigue creyendo que ser monolingüe en español es mucho mejor que hablar náhuatl, totonaco u otro idioma originario. Significa que el ser bilingüe o trilingüe en lenguas originarias sigue siendo “menos”, tal como observara Carlos Montemayor (Diccionario del náhuatl en el español de México. México. UNAM). No tenemos filosofía sino cosmovisión, no tenemos arte sino artesanía, no tenemos sistemas de justicia sino usos y costumbres, no tenemos lengua sino dialecto y así una serie de cosas donde nuestro trabajo siempre ha resultado ser de menor calidad o prestigio. La discriminación hacia los que pertenecemos a algún pueblo originario se da de manera diaria. José del Val Blanco mencionaba en una de sus conferencias que a nosotros, la gente nahua, maya u otra, siempre se nos ha medido por lo que no hacemos y no tenemos, nunca por lo que hemos hecho y tenemos.
En nuestra historia, esa historia de nosotros que se ha contado muy poco, podemos encontrar que hasta antes de la Independencia de México, más de la mitad de la población mexicana hablaba al menos una lengua originaria. 200 años después, nuestro Estado-Nación acabó casi por completo con las lenguas originarias y se volvió cada vez más monolingüe en español, usando como poder de exterminio la discriminación a la gente hablante de otra lengua. Los conceptos que crecieron durante estos años y se convirtieron en términos usuales en la vida cotidiana son el de indio o indígena, asociados a pobreza, marginación, retraso mental. Todo para asociar a las personas y los pueblos con una cultura, una lengua y un vestido propio. Muchos de estos términos siguen reluciendo en la sociedad mexicana, donde no se ha entendido que somos pertenecientes a una cultura propia, con una lengua propia y demás, no somos seres extraterrenales sino humanos, pensantes. Independientemente de la condición económica que tengamos o la preferencia sexual, merecemos respeto como cualquier persona, en este mundo donde vivimos y convivimos de formas distintas. Por ello, no somos indios, no somos indígenas, somos seremos humanos que exigimos respeto.
En cuanto a la exigencia y respeto de los derechos humanos, muchas personas pertenecientes a un pueblo originario que han conseguido el respeto a su dignidad humana, después de pasar por cárceles, torturas, amenazas, desaparición de familiares, tratos inhumanos, si no es que mueren “accidentalmente” o desaparecen. Si el afectado es un líder político o algún empresario, la investigación se lleva hasta sus últimas consecuencias, previendo anticipadamente no perjudicar al compadre o a otro de la misma posición política y/o económica. Por tanto, los derechos humanos sí existen y se ejercen, pero sólo para unos cuantos.
En los pueblos originarios, los derechos humanos plasmados en la Constitución los hemos visto muy distantes (Isidro H. Cisneros: Derechos humanos de los pueblos indígenas en México/Contribución para una ciencia política de los derechos colectivos. Toluca, México. 2004). A las comunidades no se les asesora acerca de ellos, y a pesar de que la Constitución se ha traducido a varios idiomas mexicanos, su utilidad es nula porque las copias nunca llegan a las comunidades, y en caso de hacerlo, siguen siendo obsoletas porque poca gente sabe leer en castellano, y menos en su idioma originario. Las constituciones hasta ahora traducidas, en vez de ser documentos que ayuden a la gente para la que se traduce, resultan inentendibles porque confunden más a los hablantes al hacerse solamente en alguna variante lingüística, muchas veces la dominante y otras ni eso. O simplemente fueron traducidas por los primeros que encontraron y dijeron hablar la lengua; les encargaron la traducción sin que contaran con experiencia en cuanto a los sistema de justicia, o cómo traducir. Si se toman una Constitución en lengua náhuatl y otra en español, uno la prefiere en español porque se entiende de manera espontánea, mientras que la escrita en náhuatl cuesta trabajo entenderla. La traducción debe de ser entendible y claro, aún más si el documento es importante. La traducción no debe de hacerse por hacer. El traductor ha de estar capacitado y traducir en el lenguaje de la gente.
Los pueblos originarios consisten en comunidades o grupos culturales con su propio sistema de organización política y económica. No es verdad que alguna vez fuimos. Seguimos vivos, y desgraciadamente seguimos siendo masacrados y saqueados. El estigma se mantiene: los pobres, los indígenas, los indios, los campesinos, los indefensos, los albañiles, y si acaso tenemos una profesión, no importa si de educación superior o posgrado, se nos llama maestros bilingües o, en términos igualmente discriminatorios, oaxacos, ayotzinapos, etc. Este estigma se reproduce de manera diaria en la televisión mexicana, en las casas de familias donde no se alcanza a dimensionar que no somos seres extraterrenales, no somos indios, no somos indígenas, sino seres humanos.
Los hablantes de un idioma originario diferente al español, los que tenemos como lengua materna al náhuatl, al tutunakú, al ñuu savi, al mé’phaa, pareciera que no somos mexicanos sino sólo indios e indígenas. Nuestros paisanos intelectuales o personas de una élite académica, cuando se refieren a nosotros, los que escribimos, los que abogamos por nuestra lengua y cultura a la cual pertenecemos, nos llaman “intelectuales indios, intelectuales indígenas o escritores indígenas”. Pareciera significar que nuestro trabajo literario, lingüístico, científico, matemático u otra no alcanza la calidad del que hace un intelectual monolingüe en español. Y todavía más, hay escritores e investigadores pertenecientes a un pueblo originario que por sí solos se hacen llamar intelectuales indígenas, sin entender que dentro de lo “indígena” hay una carga peyorativa arrastrada de siglos atrás.
En cuanto a la intelectualidad, lo que nos divide entre ser intelectual de habla española en México con serlo en otro idioma de un pueblo originario es la discriminación, porque de otro modo nos llamarían con nuestro propio nombre. Si analizamos estos conceptos, cuando nuestros colegas nombran a un intelectual no mexicano se refieren a él como alemán, francés, japonés, italiano o estadounidense, nunca hablan de ellos como intelectuales de montón, o indios. Entonces ¿cuánto nos cuesta decir intelectual nahua, ñu savi, wixarika, tutunakú, tsotsil? Pareciera fácil solucionar pero en realidad es muy difícil. En primer lugar porque un mexicano de la ciudad no sabe que la Nación es multilingüe y desconoce cuántos idiomas se hablan en México. En ciudades como Acapulco se hablan decenas de idiomas originarios de México, sin contar otros idiomas extranjeros. En la Ciudad de México y Puebla se hablan incluso más. Por todo ello, y más, no deberíamos ser considerados indios, indígenas ni otra categoría social con estigma negativo que transgreda nuestro condición humana. Antes que indios, indígenas, mexicanos, costeños, chilangos o guerrerenses, somos humanos. ¿Entonces por qué no se nos respeta y se nos sigue viendo cómo “diferentes”? Nuestros derechos humanos son exactamente los mismos, propios de seres pensantes, alegres, enojones. Así somos los humanos y no debería negársenos ningún derecho por pertenecer a un pueblo originario. Que vivamos alejados de la ciudad, o en un pueblo con carencias económicas, no quiere decir que no podemos disfrutar de nuestros derechos. La pobreza de la cual provenimos, en algunos casos extrema, es resultado de un Estado fallido, excluyente en cuanto a la repartición de bienes y la posibilidad de una buena educación. No somos indios, no somos autóctonos ni indígenas, somos humanos: niños, mujeres, hombres, abuelos y jóvenes.
| Martín Tonalmeyotl, escritor nahua de Guerrero. Recientemente publicó en poemario Tlalkatsajtilistle/Ritual de los olvidados (Jaguar Ediciones, Colima, 2016)