LA ÚLTIMA HERENCIA / 238
Cuando el anciano se dio cuenta que las fuerzas comenzaban a faltarle y no realizaba sus actividades cotidianas con la misma facilidad con que lo hiciera en años pasados, platicó con su esposa y, como lo hacían en todos los asuntos importantes, juntos decidieron que había llegado la hora de realizar una de las últimas actividades de su vida: repartir entre sus tres hijos todo su patrimonio. Después de platicarlo decidieron hacerlo, pidiéndoles a cambio que cuidaran de ellos por el resto de su vida.
Así lo hicieron. Al día siguiente avisaron a sus tres hijos que deseaban conversar con ellos y los citaron para que por la tarde acudieran a su casa, el antiguo hogar de todos. Tan luego que los convocados estuvieron presentes habló el jefe de familia.
–Miren, hijos, les dijo. Su mamá y yo ya estamos viejos y no podemos atendernos solos, como lo hacíamos hace años, cuando ustedes eran unos pequeños todavía; tampoco podemos cuidar de los pocos bienes que hemos podido juntar con tanto esfuerzo. Por eso hemos decidido repartirles su herencia, a cambio les pedimos que cuiden de nosotros el poco tiempo que nos queda de vida.
Terminó de hablar el anciano y sus hijos tomaron la palabra. Dijeron que estaban de acuerdo en recibir los bienes que sus padres les entregaran como herencia y cuidar de ellos por el resto de su vida.
Como nadie se opuso a la propuesta, en los días siguientes se repartió la herencia entre los hermanos, teniendo como testigos a personas honorables del pueblo.
Poco tiempo transcurrió desde que el anciano y su esposa repartieran sus bienes entre sus tres hijos y estos olvidaran su promesa. Cierto, al principio los atendieron muy bien y cuidaron que nada les faltara, pero conforme el tiempo transcurría se iban desentendiendo de sus obligaciones, hasta que finalmente los abandonaron a su suerte.
Fue entonces cuando el anciano decidió, pese a su precaria salud, volver a trabajar para poder mantenerse. Como lo hiciera en años anteriores, volvió a afilar el hacha, desempolvó el mecapal y con ellos se dirigía todas las mañanas al monte más cercano a cortar leña. Salía de su casa cuando todavía no clareaba y antes de que el sol bañara con sus rayos todo el valle regresaba cargando la leña sobre sus hombros, para entregarla a las molenderas, quienes a cambio algunas veces le entregaban comida y otras veces dinero.
Así transcurrió su vida por varios meses hasta que en cierta ocasión se encontró en el monte a un desconocido que al paso del tiempo se hizo su amigo y le contó sus penas.
–Sufres por tu culpa, le comentó éste una vez que escuchó la historia de sus desventuras. A mí no se me hubiera ocurrido hacer lo que tú hiciste, pero ni modo, cada uno hace de su vida y sus cosas lo que mejor le parece, como el refrán dice: “el que nace pa’ tamal del cielo le caen las hojas”.
El anciano asintió en silencio, como meditando sobre sus actos, tal vez arrepentido de ellos. Al ver las penas que estaba pasando, su amigo decidió aliviar un poco las desgracias de sus últimos días.
–Oye bien lo que te voy a decir, dijo bajando la voz. Te voy a prestar un dinero para que te mantengas, pero no lo gastes.
–Está bien, dijo el anciano, sin reparar en el significado de las palabras que su amigo había pronunciado. Esa mañana los vecinos se sorprendieron al verlo bajar del monte cargando en lugar de leña, una bolsa de la que nadie imaginaba su contenido.
Al entrar a su casa lo primero que hizo fue contar a su esposa lo que en el monte le había ocurrido, al tiempo que le mostraba la bolsa en que cargaba el dinero. Fue ella la primera en reparar la dificultad de mantenerse con el dinero prestado sin gastarlo.
–Vuelve al monte —le sugirió— y pregúntale a tu amigo cómo hemos de hacer para mantenernos con este dinero sin gastarlo.
Al día siguiente el anciano volvió al monte cargando su hacha y su mecapal, como si fuera a cortar leña. Pero ni siquiera hizo el intento de tumbar un árbol, se dedicó a buscar a su amigo y cuando lo encontró lo primero que hizo fue preguntarle la manera de mantenerse con el dinero que le había prestado sin que se gastara.
–Es muy fácil, le dijo. Regresa a tu casa y coloca el dinero en un lugar donde pueda ser visto por tus hijos. Cuando te pregunten por su origen diles que es tuyo pero que no puedes gastarlo porque es parte de su última herencia y si lo gastas ya no tendrás qué dejarles. Eso es todo, lo demás vendrá solo.
El anciano regresó a su casa dispuesto a seguir aquel consejo. Lo primero que hizo fue colocarse detrás de la puerta entreabierta de su habitación y comenzar a contar el dinero de manera que hiciera bastante ruido. La primera en escucharlo fue una de sus nietas que por ahí andaba jugando. Muerta por la curiosidad de saber que era lo que producía aquel ruido se asomó a la puerta y grande fue su sorpresa al ver la cantidad de dinero que su abuelo contaba. Aún no se reponía de la sorpresa cuando acudió a informar a su madre de su hallazgo.
–¡Mamá, mamá, gritaba como desesperada antes de alcanzar la puerta de su casa. ¡Mi abuelo está contando bastante dinero!
–¡Cállate mocosa, fue la respuesta de su madre. Vete a jugar a otro lado y déjame trabajar en paz.
–¡Deveras, mamá! ¡Mi abuelo tiene mucho dinero!
Ante la insistencia de su hija la madre hizo un espacio en sus labores cotidianas y escuchó con atención lo que la niña le contaba. Mordida por la curiosidad, cuando la niña terminó su relato le ordenó:
–Ve y dile a tu abuelo que venga a tomar un atolito.
La niña volvió a casa de su abuelo a llevar la invitación.
–La mano, abuelito —lo saludó—, dice mi mamá que vaya a tomar un atolito.
–Dios te bendiga, hija. ¿Que ya te diste cuenta que tienes abuelo? Dile a tu mamá que no puedo ir a tomarme un atole porque todavía no me lo gano. Así le respondió el anciano a su nieta, admirado de las reacciones que producía el dinero.
La niña ya no insistió en la invitación, la madre tampoco, pero por la tarde, cuando el hijo mayor de aquel anciano volvió de su trabajo, madre e hija le contaron con lujo de detalles su descubrimiento. Éste a su vez lo comunicó a sus hermanos y los tres decidieron acudir con su padre a enterarse de la veracidad de lo que hasta entonces para ellos era un rumor.
Al día siguiente, cuando los tres hermanos acudieron a la casa de su padre, su antiguo hogar, quedaron sorprendidos de ver a su padre contando un montón de dinero. Lo saludaron de la manera más respetuosa que su sorpresa les permitía y enseguida le preguntaron por qué vivía en forma tan precaria teniendo tanto dinero.
–Tienen razón, hijos, fue lo primero que escucharon. Es verdad que tengo mucho dinero. Sólo que no puedo gastarlo porque es la última herencia que su madre y yo pensamos dejarles cuando Dios nuestro señor nos recoja. Así que si sufro es por el bien de ustedes, nada más. ¿Cómo vamos a gastarnos un dinero que pensamos dejarles antes de partir? Si lo hiciéramos su última herencia quedaría incompleta.
–No te preocupes, papá, habló el mayor de los hermanos. Desde ahora en adelante nosotros nos encargaremos de que no les falte nada. Así no tendrán más preocupaciones.
–¿Qué deveras, pues? Porque lo mismo dijeron hace algunos meses, cuando su madre y yo les repartimos su primera herencia y al poco tiempo olvidaron su promesa. Mejor piénsenlo bien antes de volver a prometer algo que no podrán cumplir.
Los hijos dijeron que ya lo habían pensado bien y que esa era su determinación. Esta vez estaban dispuestos a cumplir su palabra, porque desde esa fecha nada les faltó a sus padres.
Por esos mismos días el anciano dejó de contar el dinero y tiempo después lo devolvió a su dueño. Nadie supo que pasó porque la caja donde lo guardaba quedó en su poder y pesaba tanto como si siguiera conservando el preciado tesoro.
Al poco tiempo falleció la madre y los hermanos discutieron acerca de quién de ellos cubriría los gastos. El padre puso fin a la disputa.
–Si les parece hagámoslo de la manera siguiente: tú que eres el mayor recibirás a la gente y cubrirás los gastos de la comida, tú que eres el segundo te encargarás de la caja y la misa, y tú el más pequeño te encargas de los nueve días y asunto arreglado. ¿Están de acuerdo?
Los hermanos estuvieron de acuerdo y así lo hicieron.
Con la muerte de su esposa empeoró la salud de anciano. Sintiendo que la muerte lo rondaba ordenó a sus hijos que llamaran a las autoridades del pueblo porque quería hablar con ellos. Tan luego como estos se hicieron presentes también llamó a sus hijos y estando todos reunidos comenzó a hablar. Primero lo hizo dirigiéndose a las autoridades.
–Los he mandado llamar porque quiero pedirles un favor muy importante. Por mucho tiempo he guardado en esa caja que ven ahí la última herencia de mis hijos, quiero que desde ahora ustedes la cuiden y cuando yo muera, después de los nueve días, la abran y entreguen a mis hijos lo que he dejado para ellos.
Después, volviéndose a sus hijos, los instruyó:
–Ustedes, hijos, cuidarán que nada falte a la persona que esté vigilando la caja que he encomendado a la autoridad. Recuerden que es su última herencia.
Los hijos estuvieron de acuerdo.
Al fallecimiento del anciano sus hijos procedieron de la misma forma que lo hicieron a la muerte de su madre: el mayor de ellos cubrió los gastos del entierro, el menor compró la caja y pagó la misa, y el más pequeño de los tres organizó la levantada de cruz después de los nueve días. Todos esperaban recibir su recompensa por ello.
Pasados los nueve días, cuando la cruz ya se había levantado, la autoridad del pueblo citó a los tres hermanos a la casa municipal para proceder a repartir entre ellos la última herencia que sus padres les habían dejado. Todos acudieron a la cita de manera muy puntual.
La caja pesaba demasiado, tanto que la persona que hasta ese día la había custodiado sufrió bastante para sacarla del lugar en que se encontraba y ponerla en la mesa central que la autoridad utilizaba para atender los asuntos del pueblo.
–¡Cuánto dinero van a recibir estas personas ahorita! —comentó.
Cuando por fin abrió la caja, todos los presentes quedaron sorprendidos de su contenido: en lugar del dinero que todos esperaban encontrar sólo vieron un montón de piedras y sobre ellas un escrito que el Secretario abrió y comenzó a leer a todos los presentes. Era una narración de cómo el anciano y su esposa habían repartido la herencia a sus hijos y cómo éstos se desentendieron de su obligación de velar por ellos, seguida de su encuentro con su amigo y el plan de éste para que sus hijos volvieran a cumplir con las obligaciones de atender a sus padres.
–Ésta es la última herencia que les dejamos su madre y yo —terminaba la carta.
| Francisco López Bárcenas, abogado en activo y escritor ñuú savi (mixteco) originario del estado de Oaxaca, es autor de más de 20 libros sobre los derechos y la historia de los pueblos originarios de México. Pocos como él han elaborado con amplitud las bases teóricas y los análisis prácticos de la autonomía indígena. Colaborador de Ojarasca y articulista de La Jornada. Algunos títulos suyos son Con la vida en los linderos, El fuego y las cenizas: los pueblos mixtecos en la guerra de independencia, El mineral o la vida, La diversidad mutilada, Muertes sin fin y La fuerza de la costumbre.