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DONDE VIVE LA NEBLINA

Elisa Ramírez

• TAMBIÉN AQUÍ EL TLACUACHE ES BORRACHO, MALDOSO, BURLÓN: INVENTOR DEL PULQUE, PORTADOR DEL FUEGO

Hubert Malina

Xtambáa/Piel de Tierra. Pluralia, México, 2016.


En lengua propia soñamos, maldecimos al machucarnos, enamoramos —a decir de Andrés Henestrosa. Usamos nuestra primera lengua cuando, faltos de control, nos enfrentamos a la voz salida del instinto puro.

La palabra que pepeno y entresaco de los textos del Hubert Malina, sirve para hacer camino. O bien

 

para ponerla en el oído del viento

en la piel de la serpiente, en la raíz del higo blanco.

 

La lengua es el tema, el personaje y la trama de este libro, Xtambáa, Piel de Tierra, dedicado

 

a mis padres por enseñarme la lengua mè phàa

a mis abuelos por enseñarla a mis padres

y a cada niño que la abrazará.

 

La palabra mira, guarda, vive. Es huella, sustento, crisálida de insecto.

La palabra es objeto que se ofrenda en las ceremonias, los rituales. La palabra sana, limpia, permite encontrar al doble animal perdido y lo llama, lo levanta. La palabra es cosa sagrada en la ofrenda a las ánimas, en la casa, en el recuerdo; de la tierra y de los hermanos. Se usa para recoger los pasos, que no se encaminen por mal sendero, que no los pise el mal consejo, que no les borre ningún daño; para amarrar la sangre, tras pulsar su carrera asustada por las venas.

Se usa para pedir:

 

Por los que viven en el Norte

por sus hijos

palabras tristes, palabras tallo

carne que habla

 

Las palabras no son potestad exclusiva de los hombres en este poemario: también hablan el rayo, la tierra, los perros, las botas, el gallo. El colibrí levanta nuestra palabra, dice. Hablan todas las cosas; como también sueñan la piedra de lluvia, el cielo, el árbol, el camino.

En lenguas diferentes hay metáforas diferentes. Aquí: se come la oscuridad, el aire tiene cara, canta el izote, tallan pájaros la madera, el arcoiris señala los dedos (¿acaso se pudre, como a nosotros nos sucede si lo señalamos a él?)

La palabra levanta respeto y cuando la piedra de nuestra voz, dice, se lanza o la chicharra enterrada en la garganta despierta, debe llegar tan lejos que pueda atraer la lluvia, levantar la humedad, cuajar el sereno, fastidiar y alejar el calor.

 


Un poema nos habla de las clases de diablos que existen:
prometen viajes, una puerta dorada, música, olvido; alegran la cara de la otra lengua, el oído de otra carne: recomienda la abuela alejarse del diablo de la flojera. Con todos puede hacerse trato, pero no con la pereza, pues ésta engendra moho, enhonga la voluntad —peor que la araña del hambre—, apoxcahua el alma.

También aquí el tlacuache es borracho, maldoso, burlón: inventor del pulque, portador del fuego. El poeta le envidia la capacidad que muestra para hacer reír. Tlacuaches del mundo, uníos. En las culturas malamente llamadas “primitivas”, el payaso sagrado —el sicuaque, le llaman los wixárika— tiene tanta relevancia como el sacerdote o el chamán. A través de su burla grotesca, de su trasgresión de la forma y el dogma, invierte el mundo al quebrar la solemnidad a través de la risa, la chanza, el estropicio, la astucia. Propone la utopía —ni Dios, ni amo, ni obligaciones, ni cargo, ni nombre, ni seriedad. Así podría ser, así puede ser: reír en un contexto sagrado y meter la verdad tras la sorna y la ofensa. Antes de las risas grabadas del televisor, antes de la Corona Extra, antes del perdón o el olvido, en el espacio sagrado para que la protesta no se desbalague por dondequiera, la alegría irrumpe, revolucionaria. La algarabía y la fiesta, como contraparte de la vida, son el atisbo de una promesa, de un cambio.

La lengua es también un territorio, una trinchera, un escondite hecho de niebla, un arma. Sirve en los momentos que Walter Benjamin llamó de “memoria relámpago”, cuando la ira regresa con la intensidad que a veces no tuvo ni siquiera en el momento del agravio. Entonces, hay que usar la piedra bezohar que se encuentra en la frente del venado, entonces hay que robarle la pezuña y el cuerno al malaire, los pasos al soldado, la baba al perro, el escándalo a la urraca, el crepitar a las hogueras.

 

Cuidar el silencio de las calles

pozas llenas de calor

hombres armados

lenguas de plomo.

 

A pesar de la decadencia de la poesía de denuncia en español, en lengua indígena encontramos, a veces, la fuerza de un aullido que nos hace detenernos, paralizados, y nos obliga a volver la vista hacia donde está la Cicatriz que te mira, título del poemario que ganó el Premio Zenzontle 2016, escrito en memoria de Fortino C., asesinado en La Montaña de Guerrero. No basta conmemorar a los caídos, hay que mantener viva la rebeldía, la necedad de la lucha. Pertenece al género narrativo, también desprestigiado, y cuenta la historia de un hombre que ensillaba relámpagos. En este país, alguien debe ver por todo aquel que pena sin sepultura; alguien debe mitigar la sed de los cuerpos que quedan sin ofrenda.

No hay que permitir lo que los otros procuraron:

 

se hacía costumbre ver zopilotes

sentaron la muerte en nuestra mesa.

 

La palabra es también mentada, grito, lumbrada. Los poemas de “Las rayadoras de Marutsíi” (publicado en Ojarasca 234 [http://ojarasca.jornada.com.mx/2016/10/07/las-rayadoras-de-marutsii-234-5724.html]) —pájaro que esconde yerba— habla de los niños que ordeñan la amapola —sin mencionar su nombre— preferidos por sus dedos pequeños y sus pies ligeros. Acicateados por el hambre y el abandono ganan con aquellas sonajas de sol para los huaraches nuevos, pastilla para el abuelo, ayuda al que se va al norte.

Miedo y rabia son hermanos gemelos, engendrados por las muchachas violadas cuando iban a dejar comida al campo, cuando ante la avaricia y la violencia la voz se hace nido; cuando la libélula se convierte en helicóptero y el martilleo del pájaro carpintero resultó ser ráfaga de metralla en la hondonada. La palabra se retuerce, dolida, el grito cayó hecho bola.

La lengua se resguarda, se enarbola, se empuña. Es, en el mejor de los casos, semilla que echa brotes. Así como en el poemario Cicatriz que te mira recogen al muerto, lo reciben, lo bañan, lo velan, así reciben años más tarde al poeta que lo consigna, a la palabra que lo narra.

La abuela no regresará. Su memoria visita a Hubert en sueños o insomnios a través del libro: el nieto recuerda su última voluntad y ella, a través del poema, la transmite a todos los de la tierra roja:

 

no olvides darles agua a mis pollos.

 

 

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