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LA INVENCIÓN DE CRISTÓBAL COLÓN / 241

Hermann Bellinghausen

Cristóbal Colón:

Diario de a bordo.

Edición de Christian Duverger.

Taurus, México, 2017.

 

Christian Duverger:

El ancla de arena.

Suma de Letras, México, 2016.

 

 

No por conocida esta historia deja de resultar fascinante y llena de secretos. Entre tantas contradicciones y confusiones algo es seguro: buena parte de lo que se ha dicho, escrito e interpretado sobre Cristóbal Colón y su hazaña marinera tiene que ser necesariamente falso. Cuando esto sucede, el historiador recurre a las fuentes. Y qué hacer cuando las fuentes mismas han sido manipuladas desde el primer momento, o escatimadas y sustraídas con distintos fines, rara vez por fidelidad a los hechos. Sucesivas ideologías y necesidades políticas y religiosas en las Américas y en Europa les han dado muchos usos a los documentos. No siempre predominó un verdadero compromiso con la Verdad Histórica. Sucede como con todos los mitos, que entre más se relata e interpreta más falsa o inexacta resulta la historia. En su fundamental libro La invención de América (1958), Edmundo O’Gorman se aplica en ordenar lo que escribieron y opinaron desde el siglo XVI historiadores y conquistadores, asumiendo que lo que se ha dicho que hizo Colón es cierto, o acaso sea “lo que ahora se dice que hizo”. Rebasada en partes y confirmada en otras, la investigación de O’Gorman conserva vivas su meticulosidad y su ironía: “Cuando se nos asegura que Colón descubrió América no se trata de un hecho, sino meramente la interpretación de un hecho”.

Sobre la invención-descubrimiento-anexión de América parece poco probable que se vaya a saber en el futuro mucho más de lo que hoy sabemos. Casi siempre desemboca en un acto de fe de historiadores, comentaristas y otros interesados; una toma de partido rica en matices y razonamientos que, incluso cuando son religiosos, se presentan como científicos o bien fundamentados. Una novedad con la que no contó O’Gorman es que por primera vez los propios pueblos originarios del continente han tomado la palabra en el asunto, no para sumarse al debate que llamaremos occidental, sino para manifestar su versión interpretativa y su testimonio. Los intríngulis, las trampas y los hallazgos académicos en torno a los hechos del Almirante son irrelevantes para ellos. A partir de 1992, un movimiento continental de resignificación de estos pueblos borró para siempre la idea del “descubrimiento” de un “Nuevo Mundo”. La academia y los gobiernos, pretendiendo ser condescendientes con los “indígenas”, dieron en decir “encuentro de dos mundos”. De cualquier manera, la explicación de por qué se habló de las Indias y de los indios sigue pantanosa y demanda cierta profesión de fe, esto es de creencia, que muchos preferirán llamar opinión.

Llegados al siglo XXI seguimos sin conocer qué supo Colón de su hazaña, habida cuenta de que escribió y dijo lo que convenía a sus intereses, y a partir de cierto punto a los de la Corona española. De ahí en adelante todo será interpretación. En Diario de a bordo, Christian Duverger reúne los tres documentos más reveladores de lo que dijo, pretendió, creyó y supo el Almirante. Todo ello en base a que el Diario original está perdido, y quizás no ha vuelto a ser leído por nadie desde fines del siglo XVI (suponiendo que aún existe). La última noticia cierta de dicho documento data de 1554, cuando Luis, nieto de Colón, ahogado en deudas de juego y mujeres, intentó vender el original, que misteriosamente se encontraba en su poder. A partir de entonces se ignora su paradero. El único documento cierto de Colón sobre su primer viaje y su “descubrimiento” es la Carta a Luis de Santángel, secretario de la reina Isabel. Aunque se publicó en España en 1493, sólo fue conocida por su traducción al latín durante siglos, hasta que en 1889 apareció un ejemplar original en castellano en París. Llama la atención que esta carta fuera expedida desde Lisboa.

 

La historia de un mito

Al regresar de su primer viaje en 1493, Colón entrega a Fernando de Aragón el manuscrito de su bitácora a modo de préstamo, “pero el rey está determinado a conservarlo de manera definitiva”, escribe Duverger, y Colón nunca vuelve a ver su escrito. El monarca manda copiar el documento con dos escribanos distintos, para que nadie conozca el contenido completo. En esta versión, conocida como la “copia a dos manos”, se basan todos los estudios y testimonios posteriores. El libro de Duverger cierra con una útil cronología donde precisa cómo los acontecimientos se precipitaron rápidamente: “1493: Regreso de Cristóbal Colón a Portugal (4 de marzo). Regreso a España (15 de marzo). Publicación de la Carta a Santángel (cerca del 15 de abril). Recepción del Almirante en Barcelona por los reyes (20 de abril). Desaparición del Diario de a bordo. Edición en Roma de la traducción latina de la Carta a Santángel (29 de abril). Por medio de la bula Inter caetera, el papa Alejando VI otorga América a España (3 de mayo). La reina Isabel entrega a Colón la ‘copia a dos manos’ de su diario (cerca del 15 de septiembre)”. Diez días después, el 25 de septiembre, Colón inicia su segundo viaje, ya reconocido como Almirante, Virrey y Gobernador de las islas descubiertas.

En poco más de dos meses España gana la partida a su competidor Portugal, a pesar del ambiguo comportamiento inicial de Colón, que parece inclinarse por Lisboa, al grado de parecer un agente portugués con el cual a la postre no hubo acuerdo, y el viajero se fue a Barcelona.

Los acontecimientos van en cascada, América cae en manos de los conquistadores, el mundo se transforma, detrás de las islas aparece el continente, y más allá de los primeros “salvajes” desnudos aparecen los imperios, las civilizaciones, la complejidad de un “mundo nuevo” que los españoles destruyeron antes de haberlo comprendido. En tanto, la saga de los Colón continúa. Al morir el Almirante en 1506, la copia del Diario pasa a su hijo Diego. Otro hijo, Hernando, escribe en 1536 una biografía de su padre en la que el primer viaje ocupa 26 capítulos. Este manuscrito también se pierde, pero es obvio que contó con la “copia a dos manos” antes de que ésta también se extraviara. Sin embargo, en 1571 se publica en Venecia la traducción italiana de la Historie del S. D. Fernando Colombo, única versión que se conoce de dicha biografía.

Ya antes había aparecido en escena Bartolomé de Las Casas, “un personaje extraño”, escribe Duverger, “sobresaliente y oscuro”, recordado como obispo de Chiapas (1544) y autor de Historia de Indias, obra monumental, “polémica y antiespañola” por su defensa de los indios, denunciando el despojo, la crueldad y la destrucción de sus culturas. No obstante, Las Casas dedica con simpatía un buen tramo al Almirante, lo que “califica su obra como la principal fuente de conocimiento de Colón”, según Duverger. ¿De cuándo acá?, podemos preguntarnos. El padre de nuestro Las Casas participó en el segundo viaje de Colón, y fray Bartolomé “mantuvo siempre una relación muy cercana con la esposa de Diego, el segundo almirante”, lo que le permitió el acceso a los documentos en poder del clan Colón. Tuvo ante sus ojos la “copia a dos manos” antes de que ésta desapareciera, y con base en ella hizo dos versiones del Diario, una resumida (que aparece en el libro aquí comentado) y otra más larga en su Historia. Se deduce que debió redactarlas en 1552 y 1553 durante su estancia en Sevilla, lejos de Chiapas. El resumen lascasiano del Diario no vio la luz hasta 1824, casi tres siglos después. La presente edición lo incluye, además de la carta a Santángel y los capítulos pertinentes de la traducción de la traducción de la Historie de Hernando Colón.

 

Novela de Indias

El misterio de Colón no deja de crecer y lleva a los historiadores a afiliarse a una u otra interpretación de lo que realmente quiso y supo Colón. Le sucede a O’Gorman, quien se adhiere a la versión de que Colón creyó llegar al extremo occidental de Asia y lo llamó Indias. Duverger prefiere creer que Colón sabía más de lo que parece, y que tal vez no fue el primer europeo en toparse con el cuarto continente. Bueno, tan se embarca en buscar una interpretación plausible de los hechos y motivos de Colón (presunto genovés, presunto descubridor y, durante el siglo XIX, presunto santo), que se anima a escribir una novela policiaca moderna para contarnos la vida del navegante, El ancla de arena, donde juega con “la aventura de las Indias” con cierta ingenuidad literaria. Protagonizada por un policía español y una investigadora italiana (habrá sexo y muchos viajes), con una ensalada de crímenes, intrigas políticas que incluyen a ETA y al Vaticano, y un desfile detallado de dispositivos contemporáneos (USB, laptops, iPhone, etcétera), la novela de Duverger cumple con el cometido didáctico de contarnos la vida de Colón en boca de la investigadora italiana, en sucesivos relatos antes o después de coger con el policía, una Scherezada con doctorado prendada del medio poeta y detective del cold case más famoso de la Historia.

Duverger parece empeñado en remover las convicciones actuales sobre la aventura de Indias. Recuérdese el revuelo que causó su Crónica de la eternidad (2012) al deducir que Bernal Díaz del Castillo nunca existió y es sólo un seudónimo del mismísimo Hernán Cortés (a quién ya dedicó la “biografía más reveladora” en 2001). El ancla y la arena delata su pasión por los archivos, familiarizado como está con los grandes sarcófagos que guardan el conocimiento indiano original, y nos transmite de trasmano su propia versión de la vida del Almirante, lo cual hace de la novela una lectura de divulgación disfrazada de intriga policiaca.

Volviendo a su edición del Diario de a bordo, allí encontramos sus convicciones básicas en la materia. Le sorprende la técnica narrativa “rudimentaria” de Colón, su falta de emoción y talento como cronista, su determinación en transmitir a los reyes de España lo que ellos “quieren leer”. “Exagera en varias ocasiones”, “sobrevalúa los recursos auríferos potenciales”, “se siente obligado a superar” sus propias descripciones conforme pasa de isla en isla, esforzándose en mostrarlas como extensión geográfica natural de España y terreno fértil para la cristianización de salvajes siempre desnudos, de buen talante, vírgenes de religión. O sea, fundamenta el “derecho” de la corona para conquistarlos y quedarse con sus territorios: “coloca al ‘indio’ en situación de desigualdad ontológica que se mantendrá perdurable”.

Duverger se decanta por la “pista portuguesa”, según la cual Colón conoció a un “piloto anónimo” (como lo llamaba O’Gorman) que habría naufragado tiempo atrás en las “Indias” y le facilita a un Colón “portugués o, por lo menos, de cultura portuguesa” descripciones, rutas marítimas y la certidumbre de que las islas y la posible tierra firme más allá no son Asia sino un otro lugar. El historiador destaca la sospechosa celeridad de la cronología que va de su regreso en marzo de 1493 a la bula del papa (español por cierto, pues más que Borgia era Borja) y apunta: “Es muy probable que la descripción de las islas y sus habitantes provenga de un viaje anterior al colombino, viaje secreto por supuesto”. El almirante no titubea, encuentra con facilidad una ruta favorable para regresar por las Azores montado en la corriente del Golfo, igual que en el viaje de ida también sospechosamente fácil desde las Canarias. “Colón aprovecha un saber; no experimenta, como hubiera sido normal en una primera vez”.

Es consciente de que no se dirige a las cortes de Cipango sino a lugares silvestres. En vez de llevar “vestidos de gala, textiles refinados y gorros elegantes” que serían apreciados en cualquier parte del mundo y son ligeros para navegar, carga para intercambiar por oro “puños de clavos de hierro, hojas de acero, cuchillos, navajas, cascabeles de cobre, pedazos de metal, objetos de vidrio transparente y de color verde”. No es una lista, concluye, “que hubiera establecido un embajador de España con destino a las Indias”. ¿Cómo supo que la ropa y los textiles no les iban a interesar a esa bola de encuerados y encueradas?

 

Del nombre “indio”

Para concluir, cabe una digresión derivada de lo que observa Duverger sobre cuán poco “oriental” aparece la población de esas islas que Colón bautiza caprichosamente, sin pretender que sean la antesala del oriente que describió Marco Polo. El escritor y viajero Peter Matthiessen escribe: “Cristóbal Colón, al desembarcar en las Antillas, quedó impactado por el bienestar y la felicidad en la isla Arawak. Llamó ‘indios’ a esas gentes, no porque las imaginara habitantes de la India (que en el siglo quince aún se llamaba Hindostán) sino porque encontró a los amigables, generosos y pronto extintos taínos en beatífica armonía con el mundo que los rodeaba, como una gente in Dios, que está con Dios”. Matthiessen da crédito de tal idea al dirigente nativo americano Russell Means (en Native Earth, ensayo recogido en The Inner Journey. View from Native Traditions, edición de Linda Hogan, Morning Light Press, 2009).

Según esto, tal percepción precede a Colón, a pesar de lo brutales que pudieron ser con esta “gente en Dios” los vikingos y normandos que habrían llegado antes a las costas americanas, por accidente y sin la menor intención de quedarse. Más adelante, la misma idea se formarían de los algonquinos los primeros colonos ingleses, que no dudaron en abusar de aquella bondad extraordinaria para aplastar el “mundo salvaje” que Dios les regalaba.

Duverger tampoco ignora que Colón suavizó la idea del que pronto sería llamado “buen salvaje” para convencer a sus patrocinadores, aunque hubo islas donde lo recibieron en plan de guerra, disparándole flechas, lanzas y piedras. Eran “caníbales”: el indio malo, irredento, subhumano.

Las preguntas, dudas, invenciones y creencias disfrazadas de certidumbre siguen en el aire 525 años después del primer viaje colombino. Es probable que algunas respuestas nunca las conozcamos. Como reseña Robert F. Berkhoefer Jr. en The White Man’s Indian (Vintage Books, 1978), el término “indio” asoma por primera vez casi al margen en la Carta de 1493, donde predominan los términos “gente”, “personas” y “como bestias”. Diversos autores han sugerido que el concepto de Indias resultó más útil para los españoles que “América”; ayudó a justificar la “conquista” como derecho de la Corona.

Duverger propone que más allá de la “epopeya” existe un “segundo nivel de lectura del Diario de a bordo, más discreto, más íntimo”, que ve y habla del otro, y nos revela el “carácter profundo de Colón, ese hombre que intenta dar nombre a la naturaleza para volver a crear un mundo que no lo había esperado”.

 

 

 

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