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DÍAS DE SEPTIEMBRE


La tierra se movió y dejó huellas de derrumbe,
desplazamiento, daños y muerte en una porción significativa del centro y el sur del país. Golpeó con fuerza lo mismo la capital mexicana que ciudades y pueblos de las tierras bajas de Oaxaca y Chiapas, en decenas, tal vez cientos de localidades en Morelos, Puebla, Estado de México y Guerrero (los damnificados de siempre, dicho sea sin ironía). Los brutales movimientos telúricos de septiembre resquebrajaron condominios nuevos, casas modestas y unas no tanto, comercios, escuelas, hospitales, maquilas, vecindades y otras estructuras. Decenas de templos coloniales patrimonio de la Nación se desmoronaron. A ojos de todos se resquebrajaron, además, las estructuras políticas y su pobre legitimidad. Los gobernantes fallaron gacho (demostraron que venían fallando). Se espantaron y sacaron (más) a la fuerza pública. Los partidos se pusieron de payasos insoportables en busca de rating. Los monopolios televisivos la regaron. Nada logró ocultar la corrupción que recorre el país en el rubro específico de la construcción pública y privada, ese negocio en el que participan todos ellos.

La población en general se sacudió. Entre el 7 y el 19 de septiembre de 2017 hubo devastaciones en las ciudades, sus clases medias y el proletariado precario (“la gente de a pie”, como les gusta decir a los columnistas porque han de ir en carro), así como en pueblos y comunidades indígenas y campesinas del macizo central y el sur hasta la costa pacífica. La vida cambió, los que no dan muestra de haber cambiado son los poderes.

La paradójica miseria o pobreza del México rural, y en ello una franja determinante de pueblos originarios, no se debe a la “dispersión” ni al “atraso”, sino a la forma en que el Estado y las fuerzas del mercado invaden y maltratan sus territorios. Al racismo y la discriminación reinantes, al erróneo camino económico elegido por los gobernantes, al descontrol criminal en casi todo el país. Se trata de un proceso de degradación nacional que lleva rato y parece intencionado. Lo que “importa” es la rentabilidad inmediata de cada palmo de la tierra, nunca el medio ambiente ni las gentes que viven, cultivan ese suelo y resisten al abandono.

Envidia, codicia, abuso legal y no legal, despojo de la tierra, expulsión de los que siembran y cuidan la piel del mundo. Ante los desastres que se suceden, vemos el espectáculo del reparto de un dinero que terminará en manos de los socios del gobierno, cual tiendas de raya recargadas: te doy tu tarjeta o tu bono, y lo usas para pagar a las constructoras. Ya se ven venir casas de ladrillo blanco, mezcla, diseños como de zoológico. Negocio y degradación que orillan al abandono de un estilo de vida de los pueblos, capaz de construirse y reconstruirse las veces que haga falta y vivir con dignidad.

Sería retórico decir que los mexicanos “despertaron” con los temblores y la desgracia. Estamos despiertos, descontentos y en peligro desde hace rato, lo cual no ha bastado para romper las cadenas de la dependencia clientelar con el Estado y las corporaciones que lo acuerpan; no dan paso sin huarache, y cada paso consiste en abrir paso al progreso y el desarrollo integracionista y etnocida. La globalización irresponsable nos arrebata un palmo, luego diez y más de los territorios físicos y mentales de los pueblos mexicanos. No podemos permitir que el Estado autoritario y corrompido, ni los capitales corporativos que especulan con nuestras vidas, sean los ganadores en esta hora de derrumbes. Es tiempo de que los desplazados sean ellos.

Sólo la organización sustentable, la autonomía comunitaria y el gobierno propio a escala local y regional resisten el embate de huracanes, temblores, partidos políticos y buldózeres que hacen gordo el caldo a la guerra que fuerzas oscuras sostienen de muchas maneras contra el pueblo mexicano.



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