RARI’ NUUDU / AQUÍ ESTAMOS… / 246
Tiembla, no hay problema, estamos acostumbrados, vivimos en zona sísmica. No termina. Todo se mueve con más fuerza, las casas crujen. Algunos alcanzamos a salir de ellas, otros no encuentran las llaves o por el miedo no atinan a insertarla para abrir. Se oyen los gritos, “perdón Dios, perdón Dios”. Este temblor sí que es fuerte. Algo no está bien, nunca duran tanto, la tierra ruge ahora y se escuchan los estruendos, todo se nos viene encima, las muñecas de barro, los muebles, los techos… Ya no hay luz.
Una leve señal de las redes sociales nos permite saber que acabamos de tener un sismo de 8.2 grados en la escala de Richter, pero nada, nada nos permite imaginar que más de la mitad de la población ha quedado en ruinas. Es 7 de septiembre, nos toca la noche más larga y angustiosa. En dos minutos cambió todo, esos sitios donde uno amó la vida ya no existen, las hermosas construcciones de ladrillos y teja que nos albergaron son ahora una montaña que no reverdece.
La seguridad del sueño apacible se ha marchado, porque no deja de temblar, porque llueve, porque en nuestros oídos aún retumban voces como los escombros en el suelo: Rari’ nuua, rari’ nuudu / lagacané naa / cheri’ nuu tobi / biniibi block ca / lacuee naa / nuube xha’na’ moriu ca / laguiduuba’, chi xhiá yoo ca… (Aquí estoy, aquí estamos / ayúdenme / por acá hay alguien / mueve ese block / sáquenme /está bajo las vigas / aléjense, esa casa se derrumba…)
La tierra de tantas canciones, poemas y cuadros, la que inspiró a personajes como Miguel Covarrubias, Henri Cartier-Bresson, Serguéi Eisenstein, Diego Rivera, Tina Modotti, Elena Poniatowska, Graciela Iturbide o Carlos Monsiváis, es ahora un paisaje devastado, ahogado en escombros, parece una zona de guerra, de esas que sólo habíamos visto en las películas. Después de un mes, los pobladores seguimos intercambiando miradas de asombro frente a los nuevos escenarios. Las calles se van llenando de lonas de plástico, para cubrir del sol y de la lluvia a quienes han perdido sus casas o a quienes por miedo se niegan a volver a ellas, a sus cuerpos fisurados, fracturados.
Los edificios simbólicos como el Palacio Municipal, la Casa de la Cultura, la iglesia principal, la casa del santo patrono del pueblo San Vicente Ferrer, la iglesia de los pescadores en la séptima sección (el barrio más emblemático del municipio), la casa donde vivió nuestro héroe local el general Heliodoro Charis Castro, el edificio que este mismo zapoteca desalojó como cuartel militar para convertir en escuela, el “Centro Escolar Juchitán”; todos han sufrido severos daños, pero más nuestro corazón porque se nos entierran los recuerdos, los afectos, las referencias.
Recordamos entonces que somos binnizá, que alguna vez fuimos guerreros, que descendemos de las fieras, de los árboles y las piedras, eso nos enseñaron las abuelas para decirnos que la valentía, la firmeza y el carácter están en nuestros genes, que no podemos quedarnos tirados como casas viejas, porque nuestro espíritu es más fuerte que este sismo. Nos sacudimos entonces los escombros y para el tercer día resucitamos. Empiezan a llegar los víveres, la ayuda que amigos, familiares y mucha gente solidaria nos envía desde otros estados. Las mujeres reinician la vendimia de lo que pueden conseguir y preparar en medio del desastre, ya que sus hornos de tortilla o pan quedaron deshechos, las máquinas de coser o las estufas enterradas.
Lo que nos salva es la vecindad, la comunidad; se preparan comidas colectivas y cocinas comunitarias; los jóvenes se organizan para recibir y organizar el reparto de víveres que llegan a la región. Otros más trabajan por reactivar la economía, por reconstruir. Avanzamos en medio de miles de réplicas y de un desastre que no nos permite retomar la vida cotidiana porque ya no hay mercado, oficinas, escuelas. El 19 de septiembre nos sacude otro fuerte sismo que tanto dañó a la Ciudad de México, los apoyos cambian de dirección. Nos imaginamos solos ahora.
Días después, el 23 de septiembre, de nuevo otro gran temblor y constantes réplicas durante todo el día, la lluvia arrecia y se vuelven necesarias más lonas y catres para sobrevivir en la calle y entre el agua. La solidaridad nos impresiona, nos conmueve. Ahora tenemos la certeza de la compañía, del apoyo que sigue fluyendo en las despensas, colchonetas, casas de campaña, lonas, camastros, casas chinas o bungalos coreanos, yurtas, brigadas de jóvenes con entretenimiento y diversión en los campamentos y albergues, personas que aportan dinero para levantar de nuevo los hornos para tortillas o pan, jóvenes que gestionan recursos para dar trabajo a carpinteros, costureras, a quienes hacen totopos o quesos.
Cierto que también afloran las mezquindades, quienes lucran con la desgracia, con el dolor y la necesidad, pero son los menos. Los demás hemos aprendido a ser más solidarios, a vivir en colectividad, con casi nada, a no perder el tiempo. Lo que no perdemos es el sentido de la belleza y del humor. En los pequeños mercados ahora improvisados en algunas esquinas o en el parque central, miramos a las señoras con una flor en la cabeza, evocando las flores de los huipiles que siguen bajo los escombros. Las jóvenes iluminan su sonrisa o sus ojos para que las miradas no se distraigan con sus pies llenos de lodo.
Bajo las lonas, a la hora del café o de los alimentos colectivos prevalecen la risa, las bromas sobre el baño o la sexualidad. Las mujeres dicen que “las ollas están boca abajo”, que no se puede “cocinar” desde hace un mes, que ni “comida rápida”; el privilegio de la intimidad ya no existe. Bromean de que ahora piensan mucho si van o no al baño, que ya no pueden llevar celulares o revistas, o que estos temblores los han curado a todos, que ahora son más ágiles y veloces, que los que no podían caminar ahora corren por sus vidas.
Los niños tienen nuevos juegos, se asignan roles como en una gran obra de teatro y se oyen decir: “Zaguitenu endaxu la?”/ “¿jugamos al temblor?” “Lii la guieegulu’, lii guiniu’ perdón dios, lii gatilu’. Xiñee naa ya? Naa gute nase que / Tú te desmayas, tú dices ‘perdón dios’, tú mueres. ¿Por qué yo? A mí me tocó morir la vez pasada”. Son ellos quienes con sus juegos y sonrisas nos enseñan que podemos morir una y otra vez, porque somos binnizá, porque somos fuertes, porque recordamos ese grito en la noche del temblor, como un relámpago en la oscuridad: “rari nuaa, rari’ nuudu / aquí estoy, aquí estamos”, aquí seguimos y #SaldremosAdelante.