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DESAMOR Y MARIGUANA. MI CAÍDA AL INFIERNO (segunda parte)

Juventino Santiago Jiménez

El día que culminó la capacitación nos invitaron al Teatro Álvaro Carrillo. Había muchos fotógrafos, carros, hombres y mujeres uniformados elegantemente. Pensé que nos tomarían fotos a los instructores de preescolar y cursos comunitarios. Pero en el interior del teatro, Luis Eduardo Madrigal Simancas, delegado del Conafe en Oaxaca, presentaba al gobernador Diódoro Carrasco Altamirano, a Emilio Patrón Gamboa en representación del presidente Carlos Salinas de Gortari, y a José Antonio Carranza, director general del Conafe. Los funcionarios entregaron reconocimientos a los mejores instructores comunitarios del ciclo escolar 1993-1994. El evento terminó en la noche y caminé con mis compañeros a la Central de Abastos. En el trayecto yo no pensaba en el evento ni el curso. Solamente podía pensar cinco fonemas, dos consonantes y tres vocales que juntas formaban un nombre: Celia.
Al día siguiente me entregaron mi carta de presentación. Comunidad: Chacalmata; Municipio: Santa María Huatulco; Distrito: Pochutla. Incluía un croquis. En aquel momento no me interesaba qué tan cerca o lejos estaba la comunidad donde prestaría mis servicios. El pensamiento y mi corazón estaban en otra parte. No sé si por compasión o por efecto retardado de mis cartas, Celia llegó a buscarme un sábado por la tarde a casa de mi hermano mayor en Xoxocotlán, donde yo vivía entonces, para decirme que pronto nos veríamos. Ese pronto jamás llegó.
Un domingo, exactamente a las 11:15 de la noche, abordé el autobús a Santa María Huatulco. Llegué a las cinco de la mañana. Cuando bajé del autobús no sentí frío pero sí algo más terrible. Me sentía solo, desamparado, y quería llorar como mi hermano menor. Extrañaba más que nunca a mi mamá y a mis hermanos. Quería regresar a Tamazulapam. Esa sensación de soledad y vacío ya la había experimentado antes. No regresé. Tampoco lloré. Esperé sentado en una acera hasta que amaneció. Cuando hubo algo de claridad abordé un autobús a Benito Juárez que pasaba por Chacalmata. Llegué muy temprano. El presidente de la Asociación de Padres de Familia me invitó a almorzar. Más tarde llegó Gabriel, también instructor, pero de cursos comunitarios, y yo de preescolar. Era de Tehuantepec. Le ofrecieron de almorzar, pero no aceptó. Primero quería ver la escuela. El presidente del Comité nos llevó a conocerla. Cruzamos un río y divisamos una construcción reciente de dos aulas. Regresamos y Gabriel almorzó. Al día siguiente nos reunimos con los padres de familia de Chacalmata, y me enteré que había muy pocos alumnos en edad preescolar y había normas en cuanto a la cantidad de alumnos para constituir un grupo y justificar la permanencia del instructor, dado que los padres proporcionaban alimentación y hospedaje. Tenía dos opciones: regresar a Oaxaca o llamar a los directivos del Conafe. No hice lo primero ni lo segundo.

Una tarde bajé caminando con Gabriel al centro de Santa María Huatulco, donde encontramos a Toño y Esther, eran también instructores, compañeros de Gabriel. Les comenté que en Chacalmata no había suficientes niños para preescolar. Toño estaba en Techal Blanco, un barrio de Santa María donde sí requerían otro instructor. Al otro día me trasladé a Techal Blanco, y esa noche el presidente del barrio convocó una reunión para presentarme a los padres y madres, constituir la Asociación de Padres de Familia de preescolar y enviar la documentación requerida.
No había aulas porque eran escuelas de nueva creación. El primer día de clases fue en una casa particular. Aunque nos habían proporcionado una Guía de Preescolar y allí estaban plasmadas las actividades, yo no sabía qué trabajar con los niños. Ellos llevaban sus cuadernos y lápices. Una madre me sugirió escribir las vocales en sus cuadernos y que ellos hicieran planas.
A mediados de septiembre, Toño y yo conocimos a Mauro. Tenía un amigo en Techal Blanco que podía conseguir mariguana. Una tarde calurosa subimos a una lomita para fumar. El primer efecto de la mariguana fue que quedé absorto mirando la luna. Reaccioné cuando Toño me dijo mijxy (muchacho), vámonos. Caminando a la casa donde nos hospedábamos. Mientras yo daba un paso y luego otro escuchaba el cantar de los grillos fortísimo y era insoportable, como sí estuvieran dentro de mis oídos. Tenía sed y hambre, pero primero me bañé para que se me bajara el efecto de la mariguana. Luego compramos queso y mucha tortilla para cenar.
Cada fin de mes asistíamos a reuniones en Pochutla y discutíamos las dificultades en nuestro trabajo con los niños. Una tarde, a finales de septiembre, fuimos a pasear a Puerto Ángel. Yo quería ver el mar. Por la noche nos trasladamos a Zipolite y pedimos cervezas en la discoteca Zipolapas. Más noche llegaron unos jóvenes con quienes intercambié cervezas por mariguana. Al día siguiente desperté en los separos de la Policía Judicial de Pochutla. Me despertaron hablándome cariñosamente: “Levántate, hijo de tu chingada madre, y llévanos donde guardas más mota”. Me levanté de la cama de cemento. Me subieron en una camioneta blanca y los llevé donde me hospedaba. Los judiciales revisaron mi mochila, pero no encontraron nada. Dijeron que me encarcelarían y tuve mucho miedo. Se estaba esfumando mi idea de ser profesor. Ofrecí cien pesos a los judiciales. Aceptaron y se fueron. Tomé mi mochila y me fui a Techal Blanco a decirle al presidente del comité que tenía problemas familiares y que viajaría de emergencia a Oaxaca. Llegué de madrugada. Mi mamá estaba en la casa de mi hermano y no comenté nada. A la tarde siguiente regresé a Techal Blanco.
La última vez que fumé mariguana fue nuevamente en Puerto Ángel, y no un cigarro cualquiera, sino uno que le decían “de guerra”. El lanchero que me lo vendió, mientras lo preparaba dijo que era “cola de borrego” o “verde limón”. Ese cigarro casi me mata, porque fumé en exceso. Me quemó los labios y volví a escuchar el cantar de muchísimos grillos, tan fuerte que no oía otras cosas en el entorno. Logré abordar un taxi de Puerto Ángel a Pochutla y me fui a ver a Imelda, una compañera que estaba descansando en su hotel y le pedí que me acompañara al mío. Me sentía terriblemente y tenía miedo, no sé a qué. Sentí que mi hotel quedaba muy lejos. Imelda no se había percatado que iba con efectos de mariguana hasta que comenté que era una eternidad lo que habíamos caminado. Estaba desesperado por llegar al hotel porque quería dormir. Imelda me preguntó: “¿Estás bien, Juve?” No respondí. No podía describir qué tan mal me sentía. No quería hablar y mis ojos estaban rojísimos.

Lo que más me preocupaba eran los policías. Mi hotel estaba casi junto a un reclusorio de Pochutla y mi temor era que al pasar los policías se percataran de que venía drogado. Finalmente llegamos al hotel. Mi amiga se quedó un rato. No vi cuando se marchó porque me quedé dormido. Cuando desperté era ya de noche. No me sentía del todo bien. Me bañé y salí rumbo a la discoteca La Cava. Allí encontré a mis compañeros. Aún bajo los efectos de la mariguana, tenía la sensación de estar en un espacio y tiempo desconocidos y remotos. Sin embargo, podía sentir algo de alegría porque estaba vivo.
A finales de diciembre de 1994 fui de vacaciones a Tamazulapam. En casa de mi tía le conté a mi mamá que había estado fumando mariguana y que no sabía cómo dejarla. Mi tía intervino y dijo que sus hijos tomaban cerveza pero no fumaban mariguana como yo. Todavía mi tía me dijo que yo jamás dejaría la mariguana y me quedaría atrapado en un túnel. Faltó poco para que me pusiera a llorar. A principios de enero regresé a Techo Blanco.
Así caí en el infierno de la droga. Pensé que jamás saldría, que necesitaba rehabilitación. No fue así, pero tampoco fue fácil dejarla. No sé cómo lo hice, lo único que puedo decir es que quería vivir. Sin los efectos de la mariguana la vida era hermosa. Se trataba de voluntad, voluntad de vivir la vida. En julio de 1995 presenté el examen de admisión en el CRENO y lo aprobé. En septiembre iniciaron las clases.

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