LA VELOCIDAD DE LOS NIDOS / 258 — ojarasca Ojarasca
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LA VELOCIDAD DE LOS NIDOS / 258

Hermann Bellinghausen

La serie de simulacros de muerte que es la vida
baja un día de tantos de las nubes y se queda con nosotros para siempre.
De qué sirve tanto ensayo si nada nos prepara para volvernos nada de repente.

 

Elegimos el lado azul para parapetarnos.
En el lado verde pusimos el suelo y la sangre.
En el lado rojo nos hicimos pedazos, inconcientes.
En el lado blanco amanecimos. Gritábamos.
En el lado negro descubrimos cavernas, entrañas, armisticios, pesadillas y reposos.
En el lado amarillo una ráfaga nos bañó de polen y miel.

 

Entonces se abrió a nuestros pies la carpeta de horizonte
y nubes sin sombra del desierto vivo.
Cirros color de rosa y cerros verduzcos y marrones.
El suelo trepidaba sin respuesta.
No sé si eran más las espinas o las flores.
Los topos habían mordido la biznaga entre enterrada
y dormían despiertos en los túneles de su existencia diurna
iluminados de no ser como nosotros.

 

Un águila real perseveraba en seguirnos.
Su sombra rasgó unos segundos el aire, nos golpeó los ojos
y se alejó con todo y sombra en la carpeta del desierto
extendida sobre la mesa.

 

Nos herimos los pulgares con la navaja más filosa
y derramamos en pedruscos y cactos gotas de sangre.
La comimos. La bebimos. La dejamos sembrada.

 

Moscas tenaces nos olieron el cuerpo y se aproximaron a confirmarlo.
Así confirmados nos dimos a la tarea de extraviar los pasos.
Para eso habíamos venido de tan lejos.

 

Bajo los arbustos y la enredaderas acorazadas
cantaban aves invisibles las tonadas que necesitamos
en diferentes momentos.

 

Llegó entonces el esperado resplandor de las serpientes
precedidas, como Saturno de sus anillos,
por sus pajes lagartijas y camaleones.
Sisearon. Mostraron colmillo. Hincharon los orificios nasales.
Pupilas de ofidio como puñales engarzadas en un iris color de fuego.
(La cola comienza en su cabeza.
Sólo ellas viven para contarlo.
Imagínense que el rabo de un venado comenzara en los cuernos.
Imaginen que la noche fuera un amanecer perpetuo).
Los coyotes, grandes, iban de paso rumbo a la sierra al frescor de los mesquites
y las rocas del tiradero de huesos.

 

La velocidad de los nidos nos puso de pie y ya no pudimos distraernos.
El llamado estaba en las llamas mientras el sol huía tembloroso y desorbitado.
La noche tenía prisa pero se entretuvo de capricho en una metálica grisura que poco a poco
como un telar extendido se fue poblando de puntos imposibles de contar,
sones quedito, ojos de la cerradura para espiarle al Universo
las fiestas de su nocturna desnudez.

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