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Presos por defender su agua. Hablan los seis presos nahuas de Tlanixco / 259

Gloria Muñoz Ramírez

Almoloya de Juárez, Estado de México

Han pasado más de 15 años, pero por fin se van esclareciendo los atropellos que se cometieron contra seis nahuas de San Pedro Tlanixco, encarcelados y condenados a penas de entre 50 y 54 años de prisión, acusados de asesinar al líder de los floricultores que pretendían, y pretenden, quedarse con el agua de la comunidad. La defensa de su río los tiene en prisión, por lo que la Oficina en México del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (ONU-DH) manifestó que “no se cuenta con elementos de convicción suficientes, más allá de toda duda razonable, para determinar la condena y existen circunstancias que presumen un incumplimiento de las garantías del debido proceso”.

Luego de consultar el expediente judicial del caso, la Oficina presentó seis observaciones vinculadas con el derecho al debido proceso legal en relación con la presunción de la inocencia, la valoración de los testimonios, la individualización de la pena y la duración de la prisión preventiva de los defensores Dominga González Martínez, Lorenzo Sánchez Berriozábal y Marco Antonio Pérez González, sentenciados en primera instancia el 27 de noviembre de 2017 a 50 años de prisión, así como Teófilo Pérez González, Rómulo Arias y Pedro Sánchez Berriozábal.

En el contexto del pronunciamiento de la ONU, presentamos en Ojarasca la única entrevista que hasta el momento se ha realizado a los seis presos desde la cárcel de Santiaguito, en Almoloya de Juárez, Estado de México.

Es día de visita en la cárcel de Santiaguito y largas filas de hombres y mujeres con bolsas de plástico y de mandado esperan su turno para entrar. Adentro es una romería, un grupo musical pone el ambiente amenizado con cumbias y decenas de parejas se ponen a bailar. Hileras de presos exponen sus artesanías en el suelo, mientras otro tanto las ofrece de mesa en mesa. En un rincón del patio se sientan en dos mesas Dominga, Rómulo, Pedro, Marco Antonio, Teófilo y Lorenzo, nahuas defensores del agua de la comunidad de San Pedro Tlanixco, municipio de Tenango del Valle.

El primero de abril del 2003 la vida toda se transformó para la comunidad de Tlanixco, en el valle de Toluca. Ese día se escucharon fuerte las campanas de la iglesia en el centro de la comunidad, como suenan en todos los pueblos indígenas cuando hay alguna urgencia o algo importante que les compete a todos. A mediodía ingresaron a su territorio once empresarios floricultores del municipio vecino de Villa Guerrero encabezados por su líder Alejando Isaak Basso, quienes, cuentan, con insultos y agresiones físicas acusaron a la comunidad de ensuciar el agua del río. Al repique de las campanas acudieron más de 300 personas para defender el agua que los floricultores les disputan desde el 2002, y para exigir que salieran de su comunidad.

En la parte conocida como El Salto, los floricultores atacaron verbalmente a la población nahua y los pobladores insistieron en que el agua del río Texcaltengo les pertenece por derecho. En medio de la acalorada discusión, señala la defensa encabezada por el Centro de Derechos Humanos Zeferino Ladrillero, el ingeniero Isaak Basso “cayó en una barranca, lo que le ocasionó la muerte”, y de ese accidente el Estado responsabiliza precisamente a los seis representantes visibles de la defensa del agua.

Dominga González Martínez, de 61 años, es “chaparrita y morenita”, dos características que la tienen presa. Un hombre dijo que una mujer con ese perfil asesinó al líder de floricultores. La acusación llegó cuatro años después de los hechos, pues a ella pertenece la documentación que se ingresó al proceso jurídico para la defensa del agua “y ésa es la culpa que carga”.

Fue detenida el 9 de julio del 2007 en un operativo en el que, recuerda, privó “la violencia y la tortura” ejercida por 100 judiciales “armados y encapuchados” que llegaron en 30 vehículos y allanaron la casa que habitaba con sus hijas y la familia de su hermano.

Dominga no duda: “Detuvieron a los que participamos en la lucha por la defensa del agua y armaron una cacería de brujas en el pueblo”. Ella obtuvo una concesión para uso del agua porque es ejidataria “y con mi título fui a defender lo que nos pertenece, pero en la Agraria, con la lucha jurídica, no matando a nadie”. Fue encarcelada a los 49 años y sentenciada a pasar el resto de su vida en prisión, pues la condena es de 50.

Para que los días pasen más rápido en el penal, Dominga teje y borda servilletas, cojines y manteles. Está enferma de la presión y tiene diabetes, lleva tres cirugías bajo prisión y desde aquí lloró la muerte de su madre y de su padre. Su único motor, dice, es imaginar su libertad y regresar con sus tres hijas, su hijo y sus nueve hermanos y hermanas.

La defensa de ríos y manantiales en Tlanixco no es nueva. Más de 18 años tienen los nahuas defendiendo sus derechos territoriales sobre las aguas que nacen en su localidad. En 1999, explica Carlos González, abogado de la comunidad, la Asociación de Usuarios de Riego de Villa Guerrero, representada por Isaak Basso, obtuvo una concesión sobre las aguas superficiales del río Texcaltenco, que dejó a la población indígena sin posibilidades de tomar una gota de agua del afluente. El primer amparo contra esta disposición se metió en 2001, pero en 2003, luego de la caída al barranco de Alejando Isaak, se desató una fuerte cacería de brujas en la comunidad, el proceso jurídico se frenó y hasta hace unos meses fue retomado.

Antes de que la detuvieran, Dominga se dedicaba a recolectar plantas medicinales para hacer trueque con ellas. Intercambiaba el gordolobo, la yerbabuena, la manzanilla y también trabajaba como jornalera en la cosecha de maíz, donde le pagaban 60 pesos diarios por trabajar de las siete de la mañana a las cuatro de la tarde. Marco Antonio Pérez González, otro de los presos, apenas tenía un año de casado cuando lo detuvieron en la Ciudad de México, donde trabajaba como ayudante de albañil. Tenía entonces 26 años, hoy tiene 38, de los cuales 12 ha estado tras las rejas, condenado a 50 años de prisión por homicidio calificado del ingeniero Alejandro Basso, sin que, como al resto de sus compañeros, quede establecido el grado de participación. El agua, señala, “para nosotros es la vida, es sagrada, sin ella no somos nada. Me dicen ahora que no hay en el pueblo ni para lavar. Y yo digo, ‘ah, chinga, si yo estoy aquí por eso’”.

Que el nuevo presidente, Andrés Manuel López Obrador, se dé cuenta de que llega a un país con presos políticos indígenas”, demanda Pedro Sánchez Berriozábal, quien define la cárcel como “una bomba de tiempo, la muerte, un estado vegetal”, pues conviven “con gente asesina, violadores, secuestradores, sicarios, enfermos mentales. Hay hasta un caníbal que mató a su esposa y se la comió. Yo, en cambio, estoy aquí por defender el agua”.

Pedro tiene 52 años, es campesino y comerciante, defensor del agua, esposo de Marisela y padre de cinco hijos, tenía una tortillería antes de que lo detuvieran. Lleva 15 años en prisión y está condenado a 50. Viste de beige, pues tiene sentencia confirmada.

“Las personas que me acusan”, dice, “no quieren justicia por el muerto, sino someternos para que la lucha por el agua desaparezca”. Por eso, explica, “no es casualidad que a los tres participantes en la defensa del agua nos dieran las penas más altas. Dijeron que nosotros habíamos pateado al ingeniero, pero los que nos inculpan han acomodado sus declaraciones, y uno de ellos hasta declaró que la hermana del ingeniero Basso lo preparaba para las declaraciones como testigo”.

Aquél primero de abril del 2003, Teófilo Pérez, el cuarto preso, no alcanzó a llegar al lugar en el que los floricultores discutían con la gente de la comunidad. Lleva 15 años preso, dice, por “defender un recurso de mi pueblo”. Tiene 47 años, 15 preso, sentenciado a 50. Es de oficio albañil, pero trabajó 10 años como policía, luego se fue a trabajar como migrante en Carolina del Norte, donde sembraba flores y pasto en casas particulares. Regresó en 2002 a Tlanixco y empezó con la albañilería, dos meses se compró un taxi y trabajaba la ruta Tenango del Valle-Tlanixco.

Teófilo no pierde el tiempo en prisión. Es parte del coro de la iglesia, aprendió a tocar guitarra, teclados y acordeón y se apegó a la lectura de la Biblia. Elabora portarretratos, lámparas y cuadros que su esposa vende afuera. Colabora en la clínica de personas enfermas de sus facultades mentales, a quienes lleva música como terapia. También cursa la preparatoria, graba música norteña, hace meditación y fue elegido para el curso de justicia restaurativa. “Yo le entro a todo porque trato de mantenerme ocupado, pues la cárcel es muy dura. Vienes de un pueblo indígena con otras costumbres, otra forma de pensar, y te ves aquí con secuestradores y con asesinos confesos. Es duro”.

Su esposa Silvia antes sólo trabajaba en la casa, ahora se emplea como trabajadora doméstica en otras casas. Tiene cuatros hijos: Omar, Viviana, Jaqueline y Ángel, de 26, 24 y 20 años los últimos dos, y de ellos “agarro la fuerza para seguir aquí”.

Lorenzo Sánchez sobrevive a la cárcel como puede. Recuerda que el día de su detención le dijeron que se había metido con “una persona importante del Estado de México”. En las primeras declaraciones, señala, “los testigos ni mencionan mi nombre, pero a la gente de Villa Guerrero les dieron un periódico donde aparezco en una reunión del pueblo, y de ahí el testigo, hasta su tercera declaración, amplió su imputación a mí. Dice que yo dije al ingeniero que ya nos tenía hasta la madre, pero yo no hice nada”.

Lorenzo tiene 54 años, 11 tiene en prisión y está condenado a pasar ahí 50 años. El primero de abril del 2003 estaba atendiendo su tienda de materiales para construcción. Su hermano Pedro, otro de los presos, era del Comité del Agua y con él acudió al llamado de las campanas, porque, dice, “ésa es la costumbre del pueblo nahua”. Y añade: “Para nosotros el agua es sagrada. Por ella vivimos. Somos de ella”. Lorenzo fue al manantial de los Chicamulos y al bajar encontró a varias personas. “La gente de mi pueblo le preguntaba al hoy occiso a qué había ido y él contestaba con groserías y decía que estaba en tierras federales. Le dijimos que tenía que haber pedido permiso para entrar, porque para nosotros el manantial es sagrado. Mucha gente le pedía llegar a un acuerdo”, recuerda Lorenzo. Comerciante, obrero y defensor del agua, Lorenzo advierte que para los floricultores, el agua es un gran negocio y que “la hermana del difunto no quiere justicia, no le importa si alguien lo mató, sino que alguien pague. Todo el proceso se basa en la declaración de un niño fantasma, pues nunca apareció, que dijo que vio que las personas lo aventaron al barranco, no hay nada más”.

Rómulo Arias tiene 48 años, 13 de los cuáles ha estado en prisión. Es el que carga con la condena más alta: 54 años por homicidio calificado y privación de la libertad. Viste de color beige, es un “confirmado”, pero, aclara, “yo no maté ni secuestré a nadie”.

A Rómulo lo detuvieron en el 2006. El día que llegaron los judiciales estaba en su casa desayunando con su hermano Felipe, a quien golpearon junto a sus hijos. A Rómulo lo sometieron 40 judiciales y se lo llevaron a la fiscalía de Tenango del Valle, donde lo torturaron.

“Cuando entras a la cárcel, entras a otro mundo. La moral se va hasta abajo. Te quitan todos tus derechos y se viene humillación tras humillación, me trataron peor que a cualquier delincuente”, dice Rómulo, quién en Santiaguito ha trabajado como herrero, haciendo las luminarias de las plazas públicas; después fue cocinero del comedor de vigilancia, también maquilador de ropa interior para Vicky Form, y actualmente da clases en el taller de mecánica de la prisión, tarea que compagina con sus clases de tercer grado de primaria.

“Vivo entre asesinos, narcotraficantes, violadores. Todo está revuelto aquí y pues aprendes a no dejarte”, lamenta el nahua originario de Tlanixco.

Su esposa Tomasa labora actualmente como trabajadora doméstica en una casa de la Ciudad de México. Sus hijos Joel, Lizbet y Lalo, de 28, 22 y 19 años de edad respectivamente, lo visitan regularmente. “No me dejan”, dice sentado en una mesa del rincón del patio penitenciario.

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