El llamado “Tren Maya” / 260
Desde su campaña, el presidente Andrés Manuel López Obrador prometió realizar tres grandes proyectos, entre ellos el “Tren Maya”. Este proyecto consistiría en el tendido de una línea ferroviaria que conecte ciudades de la península con enclaves turísticos en una región predominantemente habitada por pueblos indígenas. La construcción del tren tal como se ha planteado supondría que su gobierno se inauguraría con un proyecto que vulnera los derechos de autodeterminación de los pueblos, el medio ambiente, el derecho humano al agua y otros.
El simple hecho de que al proyecto se le haya llamado Maya es un fetiche que pretende despojar a los pueblos de la península de su propio nombre. ¿Desde cuándo la mal llamada Riviera Maya, tomada por los hoteleros extranjeros, ha sido un bastión de la cultura maya o representativa de ella? Es precisamente la industria hotelera la que ha cerrado los accesos a la playa y ha destruido los manglares que por siglos mantuvieron los pueblos originarios.
La crisis ambiental del Caribe mexicano se ha profundizado debido al exceso de sargazo en las costas, que ha teñido de café las antes prístinas aguas que caracterizaban a la Riviera. El sargazo es uno de los muchos síntomas del calentamiento sistemático de los océanos y de su contaminación propiciada por la industria turística que el tren pretende estimular. Los hoteles no sólo han erosionado las costas y destruido los manglares, sino que permiten que la población temporal de la región se incremente de manera considerable. ¿A dónde van los desechos y el agua residual? ¿Tienen acceso a estos espacios los pueblos originarios?
Los hoteles supusieron un despojo real de las costas de los pueblos mayas y, con ello, de la pesca y el disfrute de su territorio. El despojo no sólo es un hecho jurídico como algunos economistas neoclásicos pregonan (cuando acaso lo reconocen); consiste en la negación del uso del territorio antes habitado por otra cultura u otro modo de relación con la naturaleza. Al construir hoteles, en vez de respetar los manglares, los espacios determinados por los pueblos y las comunidades para la pesca, la siembra y el disfrute del entorno, se altera la relación original. Aunque la costa siga siendo “federal” y no esté bajo el dominio jurídico de los hoteles, el despojo, la construcción en positivo de otro modo de relación con la naturaleza que premia la ganancia de los hoteleros y de los cárteles de la droga y no a pescadores, comuneros, campesinos, pobladores y defensores de la selva significa despojarlos realmente de su territorio.
El futuro titular del Fondo Nacional de Fomento al Turismo (Fonatur), Rogelio Jiménez Pons, señaló que no habría daño ambiental alguno en la construcción del tren, pues este pasaría por donde “no hay arboles”. Es preciso recordarle que el llamado “tramo selva” pasaría por una región que casi no ha sido talada en 16 años, desde que se tienen registros satelitales de la zona. En la reunión que sostuvo el presidente electo con los gobernadores de la península, Chiapas y Tabasco, se mostró un mapa sin coordenadas, sin manifestación de impacto ambiental y al margen de otros factores sociales que pudiesen afectar a los pobladores de la región.
El proyecto dice pasar por “derechos de vía ya existentes”; no obstante, no se señala si la construcción sería elevada o a un costado de las carreteras en el que se amparan estos derechos de vía. Si el tren fuese de doble vía, tendrían que ampliar la vía ya existente por donde transita el tren de carga, por la cual, según López Obrador, pasaría el Tren Maya.
Más importante aún, no se conocen los efectos que tendría el tren sobre los cuerpos de agua de la península. El complejo entramado de ríos subterráneos y cenotes interconectados en el territorio apenas se empieza a comprender y cartografiar. No se han realizado estudios del impacto que tendría, por ejemplo, la vibración del paso del tren sobre las aguas superficiales y el rico ecosistema que existe en los cenotes. Se ha omitido señalar que, aunque el llamado tramo selva pasara por los derechos de vía ya existente, y aun realizando la construcción a los costados de la carretera o sobre ésta, podría tener impactos catastróficos en una de las regiones de selva más preservadas e importantes del país.
Es cuestionable que se considere la construcción del tren sin una evaluación y prevención real de la deforestación. Sembrar árboles maderables y frutales como sustituto de la selva sin estudiar los impactos que tendría un desierto verde en la península puede agravar la erosión y profundizar la pérdida de biodiversidad. Tan sólo de 2000 a 2016 se talaron 14 mil 259 kilómetros cuadrados de selva en la Península de Yucatán, lo que equivale a la totalidad del territorio de los estados de Aguascalientes, Morelos y Tlaxcala juntos.
No existe ningún estudio que evalúe los impactos de la interconexión de las regiones turísticas con el tren; la construcción de hoteles e infraestructura turística requerirían de un consumo incrementado de recursos y servicios (agua, recolección de residuos, servicios de salud, alimentos) propiciando una mayor deforestación, aunque no sea directamente por la construcción de la vía. Las consecuencias de cuarenta años de depredación de Cancún y la llamada Riviera Maya deben servir de advertencia para las regiones que abarca el proyecto.
En el área existen 84 mil 795 cuartos de hotel, poco más de la mitad de las habitaciones en los 70 principales destinos turísticos de México. Ampliar con 30 mil cuartos de hotel adicionales no responde a las necesidades de las comunidades.
El proyecto agravaría los impactos ambientales en la región, profundizaría la marginación de los pueblos mayas y el despojo de sus tierras. La construcción de las estaciones del tren, tampoco explicada, requeriría de infraestructura turística para el tren mismo y sus futuros pasajeros.
Así podrían desbordarse los núcleos urbanos alrededor de las estaciones para el comercio ambulante (como ya ocurrió en la ciudad de Pisté cuando se declaró Chichén Itzá una de la siete nuevas maravillas del mundo), al igual que la prostitución, el tráfico de personas, la industria hotelera y la generación de residuos. El turismo que pretende impulsar este proyecto es despojador, derrochador y devastador, la otra cara de la “triple ese” —sex, sun and sand— de los enclaves turísticos de Quintana Roo.
Durante décadas, hoteles, industrias y drenajes municipales han vertido sus residuos directamente a los cenotes y al mar. Como en otras cuencas, la calidad del agua de la península depende del cuidado del territorio en su conjunto, pues la contaminación sistemática de un cuerpo de agua puede repercutir en todo el sistema hídrico de la península. Aunque el proyecto en sí no contemple ni una sola descarga o concesión de agua, tampoco ha presentado un plan de ordenamiento territorial que prevenga la futura contaminación de los mantos acuíferos y que evite el crecimiento desbordado de las ciudades. Esto implicaría mayor concentración de rellenos sanitarios que lixivian al subsuelo, fosas sépticas que se filtran al acuífero, drenajes que descargan a los cenotes, mayores requerimientos de extracción de agua para el consumo de los turistas y de los nuevos asentamientos urbanos. Todo ello a costa de la calidad del agua que usan los pueblos mayas y campesinos.
En una entrevista realizada el 21 de noviembre, López Obrador reprochó a los firmantes de un pronunciamiento contra el proyecto, señalando que su oposición está basada en falta de información. No obstante, no se han presentado los detalles del proyecto con coordenadas, ni un estudio exhaustivo de impacto ambiental o siquiera la intención de realizarlo. Tampoco se ha hecho una consulta a los pueblos originarios de la región como lo establece el Convenio 169 de la OIT, ratificado por nuestro país. Dicho convenio establece que la consulta debe realizarse de manera libre, previa, informada, de buena fe y culturalmente adecuada. La sola propuesta, tal como se ha realizado, viola estos principios.
La justificación del proyecto es desconcertante. En un encuentro con los gobernadores que estarían involucrados, López Obrador, declaró que “la gente quiere esto (el tren) para el sureste, porque si vemos el mapa, podemos resumir que en los últimos 30 años el desarrollo se ha centrado en la Riviera Maya, en la punta, en Cancún; el resto del sureste quedó en el abandono”. ¿Entonces el problema de la situación actual del sureste mexicano es que el desarrollo destructor del turismo no se ha expandido a toda la región? Más bien, la propuesta del tren expresa lo poco que cambiaría el modelo de imposición de decisiones sobre los usos del territorio entre el nuevo gobierno y sus antecesores.
El proyecto, tal como se plantea, profundizará la crisis ambiental y social del país. Los académicos, científicos, artistas y demás ciudadanos que exhortaron a detener la construcción del tren no están rechazando dicho proyecto a ciegas. Lo hacen fundamentados en las luchas sociales previas contra los megaproyectos y en la relación histórica entre el gobierno y los pueblos indígenas. Es obligación del gobierno entrante proveer de la información suficiente y necesaria para la discusión, así como escuchar a los académicos y a las comunidades que tienen información, inquietudes y razones legítimas y razonables para luchar por detener el proyecto. ¿Acaso no son parte del pueblo de México para el que el nuevo presidente dice trabajar?
Es momento de desechar el argumento vulgar sobre el “desarrollo” y el “dinamismo económico” y hacer un análisis crítico de los megaproyectos que se realizan en el país y de las tecnologías e inversiones que estas implican. Es inadmisible la declaración del próximo titular de Fonatur: “el problema del país es que se tiene que desarrollar y eso implica cambios”. Rechazamos el modo condescendiente en el que la clase política se dirige a la ciudadanía como si sus argumentos ambiguos y abstractos dieran por concluida una discusión que requiere especificidad, rigor, precisión, claridad, honestidad y, sobre todo, la participación activa de las comunidades mayas, campesinas y peninsulares.