ÉXODO DE NUNCA ACABAR / 262 — ojarasca Ojarasca
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ÉXODO DE NUNCA ACABAR / 262

CARLA ZAMORA LOMELÍ

El drama de los desplazados en los altos de Chiapas

Chenalhó, Chiapas

Cuesta abajo de la ladera en donde están los cafetales se escuchan balazos, es casi el final de la cosecha y las familias salen a cortar las cerezas que venden al coyote entre 15 y 27 pesos por kilo, o 33 si es orgánico y va a la cooperativa. Ha sido una temporada difícil para el 70 por ciento de los productores de la zona, no sólo por los bajos precios sino por el riesgo para cosecharlo. Tras una serie de detonaciones los cafetaleros se comunican por radios de banda corta para identificar lo que ocurre. “El Pukuj (demonio o ente maligno en lengua tsotsil) anda suelto”, dicen para aludir a la situación de violencia que ha venido sucediendo desde hace tiempo.

En los últimos dos años, ha ocurrido el desplazamiento forzado de más de ocho mil personas en distintas localidades de Los Altos a consecuencia de la violencia por el control territorial de actores con distintos niveles de poder en la región. Lo mismo caciques locales aliados con partidos políticos, que grupos paramilitares cada vez más cercanos a las células de cárteles de droga dedicados a la siembra y tráfico de enervantes, todos vinculados y cobijados durante años por el paso de distintos funcionarios del gobierno estatal e incluso federal, cuya complicidad por acción y omisión ha sido evidente desde la masacre de Acteal en 1997, precisamente en un contexto como el que se ha venido presentando y que cada fin de año proyecta el fantasma de Acteal.

Chalchihuitán, Aldama, El Bosque y Chenalhó son los municipios de Chiapas en donde el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de Las Casas ha documentado las magnitudes de los desplazamientos En algunos casos, los detonantes parecieran ser conflictos agrarios y de linderos irresueltos durante décadas; sin embargo, la emergencia de los actores descritos complica la problemática conjugando procesos de apropiación político-territorial que incrementan la violencia, tales como el aumento de tráfico de armas y su posesión en manos de grupos paramilitares jamás desarticulados, la presión sobre la propiedad de la tierra y el debilitamiento del tejido comunitario.

En los límites entre Chalchihuitán y Chenalhó ocurrió, a finales del 2017, el desplazamiento forzado de más de cinco mil personas de once comunidades. El 14 de diciembre de ese año, tuvo lugar el fallo del Tribunal Agrario por la disputa de 364-91-33 hectáreas que favoreció al municipio de Chenalhó y promovió el pago de 15 millones de pesos como reparación del daño para los afectados en Chalchihuitán, dinero que un año después, en diciembre pasado, el Comité Chalchihuitle denunció que se encuentra “desaparecido”, y pareciera ser el origen de otro brote de violencia en la zona con el incendio de los campamentos donde permanecían desplazadas más de mil personas, ordenado por el síndico municipal de Chalchihuitán, Hermelindo García, según expuso dicho Comité. Entre tanto, las familias desplazadas toman turnos para comer, un día cada persona, porque la ayuda humanitaria dejó de llegar hace tiempo y no hay manera de que vuelvan a trabajar a sus parcelas.

En otra parte de Chenalhó, ocurre el conflicto entre Santa Martha, Manuel Utrilla, y el municipio de Aldama, donde desde 2016 la violencia ha alcanzado a los productores que acuden a la cosecha de café en sus parcelas. Ha costado la vida a más de quince personas en los últimos años. El pasado 22 de enero hubo un asesinado y dos heridos. Como consecuencia de la violencia, provocada por la disputa de 60 hectáreas en un conflicto cada vez más complicado, han sido desplazadas más de dos mil personas de las comunidades de Xuxch’en, Coco, Tabak y San Pedro Cotzilnam en Aldama, quienes viven en condiciones más precarias a las que de por sí se padecen en uno de los municipios más pobres del país: sobreviven a la intemperie entre plásticos y ramas en la montaña.

“Ya sabemos a qué hora empiezan los balazos, por eso salimos antes para poder venir a vender un poco de café”, dice un productor que logra salir de vez en cuando cargando algunas bolsas de su producto para sobrevivir. “Aquí vamos a seguir mientras no nos maten”, afirma con resignación otro cafetalero. ¿Es la violencia en Los Altos de Chiapas un fenómeno con el que se aprende a vivir la cotidianidad? Escuchar disparos se ha vuelto cosa de todos los días. Pareciera que la larga noche continúa a pesar del anuncio del actual gobierno federal que llamó a emprender acciones para distender los conflictos. Sin embargo, las escasas mesas de diálogo siguen con oídos sordos mientras la llegada de elementos del Ejército federal a las inmediaciones de Aldama, lejos de abonar a la pacificación, incrementa la incertidumbre y el temor que prevalecen en la región. Se ve distante la desarticulación y desarme de los grupos paramilitares y la atención a la profunda crisis humanitaria y de inseguridad que se vive en Los Altos.

Mientras tanto, a poco más de una hora de distancia, en San Cristóbal de Las Casas los turistas pasean por los andadores con una mirada indulgente hacia los indígenas que venden sus productos, ignorantes de lo que ocurre. Endulzan su café para disimular el sabor amargo de los productores que en esta temporada arriesgan su vida para cortar el aromático y huyen por veredas para salir a venderlo en una de las peores épocas para el precio de este producto. La crisis apenas asoma. Falta el balance de las pérdidas por no haber podido cosechar, y conocer en detalle la red de complicidades que sostienen esta escalada de violencia en Los Altos.

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Carla Zamora Lomelí es investigadora de El Colegio de la Frontera Sur, Chiapas.

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