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FISURA DONDE HUNDO EL SILENCIO

HUBERT MATIÚWÀA

Tsína rí nàyaxà’/Cicatriz que te mira, Pluralia, México, 2018

Frente a las pertinaces políticas de exclusión y exterminio los pueblos originarios ansiamos destapar los pozos donde se pudren el silencio, el miedo y nuestros muertos. Ansiamos escupirle al muro de la indiferencia y tender puentes entre todos los habitantes de este país sangriento y sangrante, herido e hiriente, para visibilizar la ausencia de derechos humanos. Así, a nadie debe extrañar que, sin tapujos, la poesía en lenguas originarias asuma su dolor e intente transfigurarlo en “cicatriz que te mira” y te cuestiona:

De cicatriz se hacen las nubes que juntan tus huesos en el rebozo de las semillas.

Si bien una cicatriz es el signo visible de una herida, es la marca que deja a su paso el filo del dolor. Cicatriz que te mira es la voz de un pueblo que no quiere callar más. No puede ni debe permanecer con labios mudos, con ojos cerrados. El segundo libro de Hubert Matiúwàa (Malinaltepec, Guerrero, 1986) explora las fisuras, los huecos, los vacíos (en todos los sentidos) que se han originado al interior de una comunidad mè’phàà, en años de lucha y defensa del territorio y la identidad. Recordemos que, como en otras comunidades indígenas del país, la Organización del Pueblo Indígena Mè’phàà resiste al extractivismo natural, humano y epistemológico. El poemario se divide en dos apartados: “Cicatriz que te mira” y “Las rayadoras de Marutsìì”. La primera parte consta de once poemas concatenados por medio de la repetición de un motivo urgente de visibilidad: la desaparición forzada de un ser querido. La segunda parte comprende trece poemas con títulos y motivos propios que sin embargo forman también una unidad: narran el problema del narcotráfico, la condición económica de exclusión, el desplazamiento de las comunidades, el desamparo de las mujeres y de los niños.

En “Cicatriz que te mira”, la comunidad es un coro en el cual apenas se distingue su cara múltiple. Aquí, no puede hablarse de voces individuales, sino de voces anónimas que claman por un tú ausente, inasible, desaparecido. Sin embargo, ese tú se halla demasiado cerca (“hermano/traigo el gabán”), se halla en los objetos más cotidianos, en el pensamiento y en los sueños: con él se sueña, se habla, se llora.

En “Las rayadoras de Marutsìì”, los poemas se construyen con voces marcadamente individuales, a partir de experiencias mínimas que, no obstante, al final, se integran en una misma voz, la voz de la comunidad. Hay pues un contraste entre ambas partes y también un equilibrio: el yo diluido en el dolor del otro y los dolores individuales sumados en un todo que urge su articulación. Todo el poemario está atravesado por elementos que aluden al vacío, al hueco, a las fisuras. Véase cómo inicia el libro:

Cuando llegaron me escondí en el hueco de la guayaba que dejaron los gusanos al huir de sus gritos.

Nótese que además del “hueco” está ahí un ruido violento, una voz de terror, dolor o retirada, la cual permanece en toda la obra. En el poema ii la madre, aturdida, se queda a esperar a su hijo bajo las láminas y “la gotera/que no terminaste de arreglar”, se queda con “las cazuelas vacías” y el corazón abatido.

En el poema iii, en uno de los pasajes más bellos y terribles, se conjugan el hueco y el silencio: “Al juntarse tus huesos,/se abrió la fisura donde hundo el silencio”. El vacío esta vez se traga las palabras, nos hunde en el silencio, en el dolor más profundo. Y el poema iv termina así:

Hermano, en nuestro hombro pesa el silencio del pueblo la llaga de piel que quebrantó tus huesos.

Cuánto dolor en ese silencio. Cuánto dolor rezuma esas heridas. Y pese al dolor, el pasmo, estos hombres y mujeres tienen que sobreponerse, volver a sus quehaceres cotidianos. De ahí quizá esa transfiguración violenta de los elementos, de cada cosa que se ve o se escucha, en el poema v:

En la casa vi arder de rabia los comales, hincharse de sol las tortillas y en el remolino del hijo que no conociste se incineró de presagios la madera.

La rabia de las cosas vuelve al corazón del hombre en el poema viii, otra vez unos versos que no pueden dejarnos indiferentes:

traigo esta lengua de arranca muertos, este colibrí para encontrar tu hueso, para medir los gusanos de la rabia y esparcir el polvo de tu carne.

Si no fuera porque estas palabras quieren ser una invitación a mirar la cicatriz hecha poesía, podría seguir enumerando los versos más pulidos. Es un poemario tan trabajado que no hay poema que sobre, todo sirve para referir, señalar el aquí “y ahora, en esta loma que se mece el dolor”.

Uno de los poemas que más conmueven (y más aterran por su sublime y temible belleza) es “El niño”. Narra una experiencia aparentemente individual pero que resulta la experiencia repetida, dolorosa de un pueblo que siente muy adentro el boquete que, desde fuera, abre la ambición y el mal en sus hijos, en sus mismos corazones. Un niño deja sus canicas y el “columpio donde se mece la miseria”, porque se lo llevan a formarlo en la escuela de la “carnicería”. Vinieron por él y, desde entonces, “no dejan de venir para llevarse a los niños/y sembrarles la muerte en las manos”. Y en el colmo de la desesperanza, el poeta se pregunta, nos pregunta, “¿Quién recreará el rompecabezas que han hecho?”

Cicatriz que te mira resulta una de las expresiones poéticas mexicanas más logradas en los últimos años, ya que está confeccionado con plena consciencia ética y con sumo cuidado formal. Como el autor señala, en su lengua, la poesía se nombra de diversas maneras. A esta obra le sientan bien, al menos, dos de esas formas: tanto anjgáa xawíí/palabra que despierta, como anjgáa tsi’yaa/palabra bella. Además, el poeta articula sus versos en dos lenguas. Cada poema es, entonces, dos poemas. A muchos lectores (indígenas o no) nos ha movido su excelente factura en español. Por contradictorio que parezca, esto no es signo de mera colonización (que, por supuesto, pesa), sino una búsqueda de diálogo con los otros. Ya en Xtámbaa/ Piel de tierra, Matiúwàa señalaba que en su cultura es importante “asumir que no estamos solos y que nosotros somos responsables de los ‘otros’ que [también] somos ‘nosotros’” (Pluralia, 2016), una manera de sondear desde otra lógica (¿la hegemónica?) la identidad y el territorio propios.

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