ZAPATA SIEMPRE MUERDE / 264 — ojarasca Ojarasca
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ZAPATA SIEMPRE MUERDE / 264

¿Pedirá algún día perdón el Estado Mexicano por el asesinato del general Emiliano Zapata en la ha­cienda de Chinameca, producto de un complot presidencial y del Ejército federalista? La Revolución, que tuvo su alta dignidad en la persona de los millo­nes de gente pueblo que la combatieron, padecieron, y los afortunados sobrevivieron, terminó traicionada más que simbólicamente en los balazos al sombrero y el cuerpo del general de hombres libres que fue Za­pata. Venía a pactar con un doble agente, en realidad enviado por Venustiano Carranza. Y con eso de que a caballo regalado no se le mira el diente, el general del Ejército Libertador del Sur cayó en la trampa mon­tado sobre el As de Oros que le regalara la víspera el funesto Guajardo.

Recordemos que cuando cierto gobierno posrevo­lucionario quiso trasladar los restos de Zapata al Mo­numento de la Revolución en la capital, los pueblos de Morelos se opusieron a instalar al general junto a su asesino intelectual, el barbado Carranza a qua también tuvo su Chinameca en la barranca de Tlaxca­lantongo. Como bien rimara Liborio Crespo:

Cuando vayas a Tlaxcalaltongo

procura ponerte chango

porque ahí al Barbastenango

le sacaron el mondongo.

Siempre es hora de atender la Historia para no repe­tirla en sus tragedias, en sus traiciones, en sus ver­güenzas. Ni siquiera como parodia. Para honrarla en sus horas de luz colectiva. Mas no hay poder político que resista la tentación de hacer de la Historia un ins­trumento de propaganda, llenarla de mitificaciones y olvidos, revisiones y borraduras. De Alaska a la Pata­gonia, así como de Mérida a Ensenada, la historia de nuestros pueblos suma una cadena de invenciones, tergiversaciones, tachones y mentiras. Cuentos que se cuentan las Naciones americanas para dormir tran­quilas sin cargar la culpa del genocidio de los pueblos originarios, sus esclavitudes, el despojo de tierras, cuerpo y alma a manos de los padres y abuelos de los hoy dueños de todas las ciudades y todas las ha­ciendas y todas las fábricas y todas las plantaciones y todos los pozos y todas las minas que lacran y han lacrado los suelos de nuestra América.

Entre la ciencia y la creencia, la Historia no se repite, dicen unos. Otros, que regresa como comedia. O bien, que toda Historia es presente y continua según nos la vamos contando. Siempre hay "otra": a la usual relación de los vencedores, en nuestro caso a partir de Cortés, Bernal Díaz del Castillo y López de Gomara (quien se dedicó a narrar desde Sevilla la conquista de México 500 años antes de Internet, pobre), la sub­yace una “visión de los vencidos” que ni las masacres ni las demoliciones acallaron. La Historia de abajo. Si los territorios físicos de México son y han sido objeto de ambición y conquista, también son objeto de una permanente disputa por el pasado y su multitud de pequeñas historias colectivas allí donde los pueblos.

Tuvimos a Bernardino de Sahagún reporteando sobre los escombros (de lo perdido lo que aparez­ca). En la península de Yucatán la cosa fue peor con la cruz y la espada en plan nazi quemando los códices, los documentos y las palabras mayas por la gracia de Dios y con la venia del rey. Es la fecha que en España hablan los imbéciles convencidos de que las acusaciones de abuso colonial proceden de la “leyenda negra” inventada por los malditos ingleses, pues los indios se mataron solitos entre sí y ni Cholula, ni Tenochtitlán, y para el caso ninguna población indígena, fueron arrasadas y ocupadas por los civilizadores papistas. Colonialismo y racis­mo europeo con el sello de la casa, invención de los Reyes Católicos y sus matones. Siguieron Autos de Fe, quema de brujas y judíos en España, de herejes y chamanes en ultramar, pues en su delirante pu­rificación los hispanos consideraron “salvajes” a los amerindios.

Pasados el diluvio del encontronazo y los ríos de sangre indígena que bañaron el siglo XVI, siguieron las colonias borbónicas hasta que su anacronismo y corrupción, el hartazgo de sus testaferros al otro lado del Atlántico y las tropas de Napoleón, acaba­ron con el imperio. El virreinato en Nueva España fue más o menos apacible, y la corona lo creyó consustancial a España (igual que los ingleses y sus tres siglos en India). En dicho periodo la población originaria se recuperó demográficamente, obtuvo títulos y cierta autonomía, férreamente apañada por la Iglesia y las Leyes de Indias.

Al irrumpir los independentistas, pronto autode­nominados mexicanos (más bien neomexicanos) la guerra contra los pueblos originarios recomenzó y sumó las peores atrocidades y abusos en tres siglos. Liberales y conservadores por igual consideraban que los indios vivían en el atraso, eran los “pobres” (em­pobrecidos por la Nación, más que la Colonia), y se dieron a la brutal tarea de someterlos de nueva cuen­ta, despojarlos, amestizarlos o arrinconarlos en las que mucho después Gonzalo Aguirre Beltrán llamaría “regiones de refugio”. Se impone una ideología, que persiste hasta hoy, la cual desdeña los “dialectos” de los indios, los avergüenza y condena a la extinción en aras de un “mestizaje” ilusorio, racista y depredador.

Los que hoy resisten a las ambiciones del Estado y sus asociados son los mismos pueblos que ca­balgó Emiliano Zapata, de donde salieron las tropas revolucionarias, las soldaderas, los frijoles y las tos­tadas para cambiar a México y cambiarse ellos mis­mos. Es la fecha que Zapata inspira cada respuesta digna a los invasores en el país de adentro y abajo. Sucede en las propias tierras sureñas de Zapata has­ta las orillas del Anáhuac. Nunca se fueron su aliento libertario ni su palabra legítima, alimentando leyen­das, movimientos y leyes. Ésas que el neoliberalismo quiso destruir y, en su nueva fase capitalista, el Esta­do no restaurará por las buenas. Cuánta falsificación hicieron los gobiernos posrevolucionarios. El “siglo PRI” no termina todavía por más que se reforme y transforme. El Estado es el mismo que fundaron los asesinos de Emiliano Zapata.

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