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LOS OTROS RECUERDOS DEL PORVENIR

HERMANN BELLINGHAUSEN

La experiencia editorial de Ojarasca, iniciada hace treinta años, ha sido en primer lugar un proceso de continuo aprendizaje, en una esfera de la vida mexicana contemporánea que resulta fascinante y aleccionadora. No recurro a palabras como iluminación, transfiguración o misterio, pero a veces pueden aplicarse. Admito de entrada carecer de credenciales académicas en la materia, absolutamente. En cambio he tenido la suerte, el privilegio, de conocer y muchas veces convivir con comunidades de los pueblos originarios del país —incluso algunos en los países de nuestro sur— dentro de las diversas regiones que ocupan en casi todas las entidades federativas. Muchas veces sin un motivo específico, aunque también muchas por “razones de trabajo”. Esta experiencia empírica es compartida por quienes editamos Ojarasca (Ramón Vera-Herrera y Gloria Muñoz Ramírez, y más atrás Eugenio Bermejillo, quien aunque fue antropólogo, funcionaba como periodista, igual que nosotros: Ojarasca es ante todo un proyecto periodístico). Allá por 1989 empezamos por “repartirnos” estados y temas, pero el tiempo y las agitaciones de la historia nos movieron los compartimentos y eso nos ha dado una suma y una densidad del panorama que no imaginábamos en los años 90.

Quizás estoy buscando pretextos para argumentar cierta autoridad o credibilidad ante ustedes, pero en cierto sentido y sin querer hemos logrado algunos récords. Hemos hablado de, o visitado, comunidades y campos de prácticamente todos los pueblos originarios del país, ora sí que de Mérida a Ensenada. Eso nos hace especialistas en nada, pero testigos de realidades notables fuera del radar de la opinión pública, las políticas y los (perdón) enfoques académicos. Cuando Fernando Benítez realizó su histórica serie de reportajes en los cinco tomos de Los indios de México hace medio siglo, plasmó periodística y literariamente un momento de la visión indigenista, así como de la circunstancia concreta de los pueblos que visitó con sus guías, sus fotógrafos, y a veces sus amigas:

“El domingo llegué con Alida Valli (famosa actriz del cine italiano) a Magdalena Peñasco y desde luego nos instalamos en una amplia sala apreciable de la escuela. Magdalena Peñasco, a dos horas de Tlaxiaco, es uno de los pueblos más pobres y más laboriosos de la Mixteca Alta, lo cual demuestra que los indios, se estén sentados mano sobre mano en la puerta de su casa o trabajen hasta el agotamiento, nunca ganarán lo bastante para mejorar de un modo apreciable las condiciones de su vida”.

Este pasaje del primer tomo de Los indios de México dice todo del método y la perspectiva de Benítez. Constantemente encuentra una bella desolación, pueblos de mujeres enlutadas y hombres inconscientes de borrachos, muy a tono con la literatura indigenista de la cual él mismo fue uno de los últimos exponentes. Aunque no parezca tan lejano, el mundo indígena que recorrió el gran escritor y periodista, casi al tiempo que terminaba su serie, experimentaría cambios profundos que no previeron ni él, ni el indigenismo, ni el Estado, ni nadie. El Congreso Indígena de San Andrés Larráinzar, Chiapas, en 1974, convocado por el obispo de San Cristóbal de Las Casas, Samuel Ruiz García, es una buena mojonera para señalar el inicio de una época nueva que en pocos lustros llevaría a los pueblos originarios a ser dueños de su propio destino. Para don Fernando y sus contemporáneos, los indios era luminosos pero lastimeros, y estaban condenados a desaparecer; su mejor escenario sería “integrarse a la Nación”, viejo sueño de las élites que reventó para siempre hacia 1992, o bien 1994. De hecho, Benítez vivió para verlo.

Concluyo esta explicación no pedida apuntando que, a diferencia de Benítez, en Ojarasca evitamos la primera persona del periodista (observador, acompañante), que rara vez necesita ser parte de la historia. Lo importante son las voces de los pueblos. Evitamos casi por sistema las versiones e interpretaciones del Estado, que sirven sólo como fuente, referencia y no pocas veces antagonista. Nunca usamos la palabra “etnia”. La experiencia con los pueblos, sus luchas, sus organizaciones, sus figuras visibles, sus documentos, y sobre todo lo que han construido socialmente, nos orienta más hacia la dignidad, la fuerza y la capacidad de futuro de estos pueblos. Resulta inaceptable priorizar la idea, hoy peligrosamente en boga, de que son ante todo pobres, que sus características son el atraso, el aislamiento y la miseria (hay quienes se ostentan como “pobretólogos”). En vez de consultarles (en vez de mandar obedeciendo) los gobernantes deciden “salvarlos” integrándolos (presuntamente) a las industrias turística, extractivista, agroindustrial, o poniéndolos a vender Coca Cola; esto es, modernizan las esclavitudes.

En las antípodas de la concepción estatista, paternalista, asistencial y desintegradora encontramos lo que los pueblos realmente demandan y en los hechos van conquistando: ser reconocidos como entidades específicas, sujetos de derecho en posesión legítima de territorios autogobernados, productores del mejor alimento agrícola que se cultiva en el país, creadores de cultura y arte moderno (y no sólo folclor y artesanías), dueños de lenguas no inferiores al castellano, de territorios (ricos, pobres, o las dos cosas) y mitologías maravillosas.

Ancestrales e intensamente modernos, como Octavio Paz quería para “el mexicano” (aquel pobrecito “hijo de la chingada” perdido en su laberinto solitario), los pueblos originarios son ya contemporáneos de todos los hombres.

El despertar

Desde la cultura dominante en México hay algo que no podemos decir, mientras que los pueblos originarios sí pueden: en su pasado también está el futuro. Y si bien el futuro es de todos, no todos tenemos los mismos recursos para llegar a él. ¿Qué nos hace superiores, o más avanzados, o más civilizados que los indígenas y campesinos mexicanos? ¿La ciencia? ¿Los instrumentos tecnológicos? Ya ni siquiera eso. La primera vez que vi pantallas de computadoras en las casas rústicas de un pueblo nahua, San Miguel Tzinacapan (Puebla) en 1989, quedé apantallado y, no sin indulgencia, pensé que era un buen síntoma. Yo mismo tardaría otros diez años en acceder a las computadoras. (Bueno, supongo que tampoco en eso sirvo de buen ejemplo).

Hoy es una obviedad que hombres y mujeres de las comunidades, lo mismo si son maestros, abogados o escritores que si estudian, lavan ajeno (todas las Yalitzas del mundo) o bien hacen alfarería o bordan en telares interestelares, son Abejas, bases zapatistas, defensores de Wirikuta y la Tarahumara y la península maya y las bahías del Istmo y el subsuelo zoque y la autodeterminación en Milpa Alta, Xochimilco y la Meseta Purépecha, o cultivan la tierra o pican piedra… ya cargan celular, frecuentan cibercafés, usan el e-mail, diseñan páginas electrónicas y manejan cuenta de Facebook, con todo lo que eso significa. La mecánica, la electrónica y la escritura en sus lenguas no tienen secretos para nuevas generaciones indígenas, sean o no aves migratorias.

A Guillermo Bonfil lo etiquetaron (Gonzalo Aguirre Beltrán lo escribió en las páginas de Ojarasca, en la época que éramos México Indígena) como utópico, por no decir idealista, fantasioso, exagerado. Su México profundo sirve hoy como guía de forasteros, y para Bonfil, quien apenas pudo presenciar el despertar de los pueblos, sería un sueño cumplido. La “civilización negada” se afirmó y confirmó contra viento, Estado y marea. Hay idealismos que aciertan.

Disculpen que regrese a la primera persona, que es informal pero ayuda. Cuando en enero de 1994 conocí en carreteras y caminos de extravío chiapanecos a los insurgentes y milicianos del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), descubrí un inusitado modo de poner los pies sobre la tierra. Con los años he visto florecer esa actitud de solidez y seguridad en sí mismos entre wixaritari, totonacas, zapotecas, policías comunitarios de la Montaña de Guerrero, defensores de Atenco y el río Yaqui. También en el dolor de la fugaz autonomía triqui en San Juan Copala, en los ñomdaá de Xochistlahuaca, los otomíes de Xochicuautla. Nunca completamente derrotados, como no sean el mitológico suicidio de los chiapa en el Cañón del Sumidero o los últimos lacandones originales pidiendo limosna en la ciudad de Guatemala a fines del XVIII (ambos episodios documentados por Jan de Vos), los pueblos de eso que hoy llamamos México no se han interrumpido.

En diciembre de 2016 ocurrió una desgracia en San Juan Chamula, pueblo tsotsil de Chiapas. El presidente municipal y alguno colaboradores fueron asesinados públicamente a machetazos, luego de él disparar contra una multitud desafecta que protestaba al pie de su balcón municipal. Cubría yo el episodio cuando un joven chamula me hizo conversación. Se definió como producto de la educación autónoma zapatista de Oventic, citó a Nietzche, a Marx y a La Jornada de ese día, y dijo: “Este mundo ya valió, y ustedes no están preparados para lo que viene. No saben trabajar la tierra, no saben sobrevivir. En cambio nosotros sí”. Estaba diciendo: somos menos destructibles que ustedes, hemos resistido peores Apocalipsis y aquí seguiremos cuando ustedes se haya ido.

Cuando el 12 de octubre de 1992 los pueblos del continente protestaban sin celebrar el famoso “quinto centenario del encuentro” que traía encantados a los gobiernos de América (Carlos Salinas en primera fila) y los reyes de España, vimos amanecer una nueva era en Ecuador y Chiapas, en la Isla Tortuga (Estados Unidos), la Amazonia, la Araucanía, los altos de Bolivia y el ártico inuit en Ontario, Canadá. Todos dijeron no. Habían despertado.

Discordancias

En las páginas de Ojarasca se ha insistido (y creemos que demostrado) que la expresión literaria es un hito de la modernidad indígena en México. No se insistirá aquí en el tema, del cual queda aún casi todo por decir (y por ser creado).

En el seguimiento-acompañamiento, así como en el estudio de los pueblos originarios y sus ramificaciones aéreas y raigambres subterráneas, no se trata de idealizarlos ni exaltar sus presuntas virtudes sin ignorar los desafíos, las debilidades estructurales de muchas comunidades y regiones, la pérdida de identidad y conocimientos vitales para sus culturas. Tampoco los efectos destructivos del devenir nacional: la corrupción-cooptación como método del Estado, el lento genocidio del desarrollo incontrolado del capitalismo salvaje sobre los territorios, el racismo que sigue siendo la regla en la sociedad mexicana y en las estructuras del gobierno.

El escritor zapoteco de la sierra Javier Castellanos Martínez, quien en pocos años ha levantado la proeza de cinco novelas bilingües de su lengua en variante xhon, así como notables ensayos, también en los dos idiomas, es al mismo tiempo uno de los críticos más severos y escépticos de lo que llamamos “nueva literatura indígena”. Esto, sin llegar al extremo del crítico Heriberto Yépez, quien en un ensayo reciente concluye que la “literatura indígena” (específicamente mexica) fue un invento de los misioneros, y luego de Ángel María Garibay y Miguel León-Portilla.

Castellanos está más acá de esas preocupaciones. No sin humor, en el breve prólogo de su reciente libro de ensayos Literatura y lengua. Semillas fértiles para los pueblos originarios de México (PUIC, UNAM, México, 2018), advierte que durante su trabajo de redacción no encontró “nada dicho por nosotros mismos”, es decir “textos en mi idioma” que hablaran al respecto. Y emprende un libro de crítica literaria a partir de la lista de términos que no existen en su lengua, y tuvo que aventurar equivalentes del zapoteco para términos como arqueólogo, biblioteca, bilingüe, contemporáneo, crítico, crónica, ensayo, escritor, escritor indígena, género, historia, indígena, investigador, lagarto, lingüista, literatura, literatura oral, narrativa, novela, obra dramática, poesía, poeta, temática, verbo.

Todos, conceptos y herramientas para un análisis que él inaugura en su lengua (sin olvidar que hay autores clave en el área binnizá o zapoteca del Istmo, como Víctor de la Cruz). Palabras que no existen en el léxico de los posibles lectores (crear lectores resulta otra asignatura pendiente de la literatura y la educación en lenguas mexicanas). Esto es fundacional. El puñado de precursores de tales “literaturas” se encuentran en el inicio de algo muy amplio que demanda esfuerzo, trabajo determinación. Lo mismo que las defensas territoriales de esos mismos pueblos, sus autonomías tan arduamente sostenidas, sus organizaciones de migrantes y jornaleros que viven en desventaja permanente en el mundo cashlán, condenados a una relación clientelar, cuando no asistencial, con el Estado, pero que también resisten.

El mundo entero enfrenta encrucijadas históricas que parecen determinantes: virajes políticos brutales, imperialismos asesinos, cambio climático por acción humana, alimentación basura (información basura, educación basura), peligro nuclear, guerras civiles o criminales en los países más inesperados, masacres a la carta, asesinatos seriales de mujeres, de líderes campesinos, de defensores de los bosques.

Nuestro país tiene su propia miríada de encrucijadas. En tal escenario, los pueblos originarios, en su versión siglo XXI, desde contradicciones y límites que no ignoran ellos mismos, pueden poseer la clave de cómo se adapta uno, cómo sobrevive, cómo se le da la vuelta a la hecatombe, ellos que han perdurado pese a la condena de muerte que pesa sobre sus culturas desde hace cinco siglos. Bien haríamos todos en respetarlos, escucharlos, acompañarlos. En fin, en hacerles deveras caso.

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Una versión más amplia fue leída en febrero de 2019 durante el seminario “Pueblos originarios en tiempos contemporáneos. Retos, desafíos, resistencias y alternativas”, organizado por la Asociación Mexicana de Estudios Rurales (AMER) en la UNAM.

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