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EL CURANDERO

JUVENTINO SANTIAGO

Después de que crucé el último río del camino que  llevaba a El Duraznal me senté sobre una piedra  grande para descansar unos minutos porque ya  había caminado más de tres horas y mi par de huaraches  también me lastimaban muchísimo. Desde donde estaba  sentado podía ver el fluir del agua cristalina del río cuando  de pronto escuché a mi espalda que alguien había gritado  con todas sus fuerzas e hizo que mi corazón comenzara a latir  demasiado rápido. Luego, giré lentamente y cuando miré  hacia arriba del camino un zorro negro estaba viéndome.  Justamente, él había aullado y al encontrar su mirada con la  mía volvió a aullar, y me dejó helado. Después, quise buscar  algún palo seco o una piedra para intentar ahuyentarlo, pero  no logré mover mis brazos y tampoco mis pies. Un frío extraño  recorría todo mi cuerpo y traté de gritar, pero fue en vano.

Sin embargo, en la mirada del zorro negro reflejaba muchísima  tristeza y yo había sentido que tenía ganas de inundarme  de lágrimas. El hecho de haber aullado en dos ocasiones  era como si el zorro hubiese pronunciado una de las  palabras más difíciles: “te quiero”. Y yo también percibí que  los aullidos del zorro negro significaban amor a los vivos y  de esta manera él olvidaba por un instante su soledad interminable  en el camposanto de Tamazulápam. Finalmente, el  zorro se alejó en silencio, lleno de melancolía y de nostalgia  por no estar con sus hijos ni con sus mujeres. El zorro se perdió  entre los ocotales y trató de esparcir su tristeza entre las  nubes a través del viento.

Mientras tanto, yo seguí mi camino y subiendo varios  cerros. Después, apareció entre las ramas de los ocotes un  pájaro parecido al zanate. El pájaro comenzó a perseguirme  y cantaba enojado y muy cerca de mí. Generalmente,  cuando las personas mixes de El Duraznal encuentran este  tipo de pájaro en el camino es para recibir regaños. Pero yo  continué caminando con pasos cada vez más rápidos, porque  tenía más temor de encontrar una manada de coyotes  que un zorro o un pájaro regañón. Claro que estos animales  también me habían espantado muchísimo porque son  mensajeros de los muertos.

Al atardecer, yo ya había llegado a El Duraznal y mientras  descansaba sentado en una banca pegado a la  pared de nuestra casa. Les conté a mi abuela y a mi mamá  que había encontrado en el camino a un zorro y a un pájaro  regañón. Mi mamá respondió que era mi papá. Luego sentí  que en mi cuello caían unas gotas de agua, pero al mirar en  una de las esquinas de la casa, vi a una víbora, que me había  escupido. Después, mi mamá tomó un pedazo de leña y la  mató. Horas más tarde, mi mamá se enfermó. Pero no había  sido por haber matado a la víbora.

Recuerdo aquella noche fría en El Duraznal. Mis hermanos  y yo estábamos acostados en el petate y afuera no dejaba  de cantar un tecolote. Luego, de pronto cayó un pedazo  de piedra del muro de nuestra casa y le tocó a mi mamá justo  en su boca y muy cerca de la muela que le había estado doliendo  semanas anteriores. Realmente ella se veía muy mal  y parecía como si estuviera agonizando de una enfermedad  extraña. Extraña porque sentía muchísimo dolor en todo su  cuerpo y dolor de cabeza. Mi mamá trataba de vomitar, pero  no salía nada. Aquella noche no sabíamos qué hacer, porque  en aquellos tiempos no había médicos que pudieran curar a  mi mamá. Varias personas de El Duraznal ya habían padecido  esta enfermedad y los curanderos decían que esto sucedía  porque la madre tierra las había atrapado en su regazo y entonces tenían que realizar ofrendas a la noche, al viento, a la  lluvia y al trueno.

Entonces, mi abuela salió muy temprano en busca de  un curandero. En El Duraznal había dos tipos de curanderos:  unos que tienen vínculo con la naturaleza y que sanan  a los enfermos; otros matan a los enfermos. Mientras mi  abuela se dirigía a la casa de Enrique, en el camino encontró  a Constantino y los dos eran curanderos. Después, mi  abuela le dijo a Constantino que fuera a curar a mi mamá  y él aceptó. Sin embargo, se sabía en el pueblo que Constantino  agravaba las enfermedades de las personas. Cuando  él llegó a nuestra casa, le pidió a mi abuela dos velas,  cinco tamales envueltos en yerba santa, una cajetilla de cigarros  y mezcal. Justamente, estas cosas servirían de ofrenda  para implorar a la noche, al viento y a la tierra para que  mi mamá sanara.

Finalmente, el curandero nos dijo que saliéramos de la  casa y que fuéramos a esperar cerca de unos aguacatales.  Mientras él invocaba a los elementos de la naturaleza y le  hablaba a la madre Tierra para que dejara libre a mi mamá.  Pero en ocasiones, yo escuchaba las oraciones del curandero  desde donde nos encontrábamos sentados: “Tú viento, tú oscuridad,  tú boca del cerro, boca de la montaña. Hoy te ofrendamos.  Hoy te damos tu guajolote. Es tu ofrenda. Aquí está  tu agua bendita y tu tepache. Hoy nosotros también encontramos,  también regamos. Hoy también nosotros brindamos  y gracias’”.

Cansado de esperar, decidí asomarme a la puerta de mi  casa y vi a Constantino encima de mi mamá. Ambos se quejaban,  pero yo no sabía si era de alegría o de sufrimiento. Regresé  corriendo y en silencio…

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Juventino Santiago , escritor mixe.

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