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CUANDO LA MUERTE SUBIÓ A SENKATA. LAS MASACRES EN EL ALTO EN LAS VOCES AYMARA

JUAN TRUJILLO LIMONES

El Alto, Bolivia. A lo largo de la calle se aprecian los innumerables edificios de ladrillo rojo de esta ciudad indígena en el corazón del altiplano. El 11 de noviembre, un premeditado operativo policíaco y militar se aplicó contra la población un día después de la renuncia del ex presidente Evo Morales, para disuadir cualquier bloqueo o protesta popular en esta ciudad durante el contexto de la convulsión social nacional que provocó la instalación del gobierno de facto.

Cerca de la zona de la Ceja, colindante al principal acceso a la ciudad de La Paz, los militares y policías seguían disparando ese 11 de noviembre durante la mañana. Daniela Vargas Vargas, de 17 años, estudiante de bachillerato y de belleza íntegra, vive en el distrito 5 del barrio de Senkata. Por la escasez anunciada, había salido de casa a conseguir verduras con su madre y hermano. Cuando caminaron hacia uno de los puentes, vio gente que corría. Después de desplazarse unos metros sintió la pierna completamente adormecida. “Me llegó un disparo, fuimos caminando con la ayuda de mi hermano. Caminamos y pedimos auxilio. Me saqué la chalina y (me) amarraron el pie, fuimos al hospital de la sangre pero estaba cerrado”, explica mientras se llenan sus ojos de lágrimas fuera de la Iglesia de San Francisco en Senkata. Aquí, su madre aymara de pollera sostiene una de las fotografías impresas en papel bond que muestra cómo lucía el pantalón ensangrentado de Daniela momentos previos a recibir atención médica.

A las 11:40 de la mañana llegó al Hospital Holandés donde la intervinieron directamente en un quirófano. Unos minutos más de demora y podría haber perdido la pierna. “Lo que está dañado es mi vena, arteria y muslo. La bala no se encontró porque entró y salió. Tengo una costura por delante grande”. Y es que esta joven indígena acudirá próximamente a realizarse otros estudios que muestren cómo circula la sangre por su pierna. De ahí vendría el análisis para una cabal recuperación.

En otro punto de la ciudad se encuentra ese hospital, mediano, popular. Félix Calle de 19 años está en una larga habitación de cinco camas donde algunos heridos indígenas siguen recuperándose después de los ataques con arma de fuego el pasado 19 de noviembre en esta inmensa ciudad de concreto y asfalto. En la primera cama este joven se recupera de una profunda lesión en su pierna izquierda a causa de una bala que se le incrustó aquella mañana. Él es un limpiador de zapatos en la zona de la Ceja. Ese día no trabajaba, simplemente había salido de su casa para conseguir chuño (tubérculo) y luego cocinarlo. Pero lo insospechado sucedió cuando en esa zona se habían apostado unidades de la policía nacional y pelotones militares con tanquetas en las calles. “Por curiosidad me he quedado 15 minutos. (Mi mamá) se ha adelantado con mi hermanita. He querido cruzar al frente y ahí me ha llegado la bala, he visto que a un caballero le han disparado en la cabeza, no han respetado ni a niños”.

El descontento popular indígena por la imposición del gobierno de facto de la presidenta Jeanine Áñez provocó que los días posteriores se bloqueara el acceso de alimentos e hidrocarburos por los principales accesos hacia la ciudad de La Paz. Algunos de los muertos de ataques previos a la población fueron metidos a la planta de hidrocarburos de Senkata por militares. En medio del despliegue castrense, Félix cayó en la calle y, mientras agonizaba media hora después, una ambulancia llegó para trasladarlo al Hospital Corea, donde sólo permaneció dos horas ante el miedo de ser detenido. “No fue como en una película donde te sacan la bala y ya estás bien, mami (le dije) vámonos porque la policía dice que va a venir”. Este joven tuvo que solicitar el alta médica bajo su responsabilidad; “estuve dos noches en mi casa, sin atención medica, mi tío me ha dicho tienes que operarte, fuimos a un hospital privado, querían 10 mil bolivianos (unos 27 mil 800 pesos mexicanos)”.

Policías de civiles lo abordaron en los primeros cinco minutos de su llegada al centro médico y lo amenazaron en el Hospital Holandés, donde lo trasladaron para intentar operarle la pierna: “Han venido cuatro policías vestidos de civil. Me han hecho preguntas, ‘te voy a llevar a San Pedro si es que no culpas a tu presidente’ (dirigente social de su zona). ‘Tienes que darme su número, su nombre. Puedes entrar como cómplice’. Mi madre comenzó a llorar”. Los agentes lo amedrentaron con llevarlo a la prisión de máxima seguridad de San Pedro.

Con un notable síndrome de estrés post traumático por la masacre, Félix está conectado por una mano al tubo que le inyecta medicamento; trata de descansar en esa cama, con el miedo de que otros agentes policiacos regresen. Los médicos le han dicho que no podrán sacar la bala porque “está en una zona riesgosa”. “Vas a poder correr”, le explicó uno de los doctores. En realidad sí existen herramientas para extraer el cuerpo balístico, pero el hospital no las tiene. El muchacho y su madre, quien lo asiste durante los horarios de visita, por ahora aceptan el veredicto médico. El seguro médico del gobierno de El Alto ha cubierto con los gastos de hospitalización y de emergencia, no así las medicinas y la limpieza que le deben hacer diariamente.

En la Iglesia y el Hospital se devela la forma de la violencia del ataque a mansalva contra la población civil indefensa y sin partido político de ese 11 de noviembre. Testimonios de la masacre del 19 de noviembre en Senkata se abren por caminos dantescos en esa atmósfera de llanto y lágrimas de víctimas que hablan. Algunos familiares de detenidos y muertos declaran a Ojarasca que hay todavía al menos seis muertos cuyas familias han optado por el silencio ante el miedo a ser detenidos o amenazados. Aunque el gobierno de facto firmó el 5 de diciembre el decreto 4100 para indemnizar a las víctimas, algunas familias apoyadas por la Asamblea Permanente de de los Derechos Humanos de El Alto demandan el diálogo con el gobierno para satisfacer los ocho puntos que consideran fundamentales: identificación y sanción penal de “los asesinos de nuestros familiares”; renta o bono vitalicio a todas las familias de las víctimas sobre la base de un salario mínimo; facilidades para becas a los hijos de las familias víctimas, y facilidades de reprogramación de deudas bancarias o su cancelación. Mientras tanto, son diez los indígenas caídos en noviembre en El Alto y otros 106 detenidos siguen en las prisiones con tratos inhumanos, como confirmó la Defensoría del Pueblo de Bolivia.

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