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LA LLUVIA Y EL FUEGO

JUVENTINO SANTIAGO

Un día mi mamá me dijo que yo fuera a cargar una calabaza de cáscara dura a casa de mi tía Teresa, quien vivía al otro lado del cerro en El Duraznal. Aquella tarde cuando salí de mi casa había llovido desde la mañana y el camino estaba mojado. Mis pies se habían resbalado dentro del huarache en algunos tramos de la vereda donde había bajadas. Aquel día, el sol había salido desde temprano como de costumbre, pero había estado escondido por la neblina densa y la tarde estaba muriendo, y pronto caería la noche. Así que apuré mis pasos entre la espesura de la vegetación. Una hora después ya había llegado a casa de mi tía y mi par de huarache estaba completamente mojado. Lo bueno fue que mi tía ya había hecho fogata, aunque todavía seguían arrimándole tierra a sus milpas con mi abuela abajo de su casa. Pero la puerta estaba abierta y entré. Luego, puse mi huarache a lado de una leña para que se secara; mientras bajé descalzo donde ellas estaban trabajando. Cuando regresé, mi huarache se había tostado y las correas ya eran cenizas. Únicamente las suelas se habían salvado de no convertirse en polvo y en la nada. Minutos después subieron mi tía con mi abuela. Cenamos tortilla de elote y tomamos café. Enseguida, fui al baño a un lado del patio y justo donde había un árbol de aguacate. Finalmente me acosté sobre el suelo frío en un petate. Comencé a recordar que unos instantes antes aún tenía huarache y ahora solamente quedaban las suelas, ¿qué iba a hacer? No sabía, pero era “un problema relevante, merecedor de una atención enorme. Lo resolví apagando la luz y echándome a dormir”, diría John Fante en Pregúntale al polvo. Bueno, yo no apagué la luz sino el candil y mis ojos quedaron viendo la oscuridad. Vanamente, mis ojos buscaban algo en la penumbra y tal vez esperando que apareciera mi huarache, pero no había nada; excepto la noche fría y las voces de la lluvia.

Desperté muy temprano al día siguiente y me puse a pensar en cómo regresaría a mi casa porque tenía que caminar una hora. Me concentré en dos ideas: primero, podría ir caminando descalzo, pero en el trayecto del camino había piedras, espinas, hormigas y probablemente víboras. Segundo, cortaría dos tiras de ropa vieja que había en un cajón en casa de mi tía. Así que le puse tiras de ropa a la suela. Aquel día había algo de claridad en el cielo y podía ver cómo los pájaros volaban, posaban sobre las ramas y copas de los árboles. Luego, cantaban para alegrar el paisaje mixe. Sin embargo, yo iba triste en la vereda. Mis pasos eran lentos por mi carga y porque también tenía miedo que se rompieran las correas de ropa vieja.

 

Después de haber caminado media hora llegué a un río en El Duraznal y dejé mi carga sobre un tronco viejo y descansé. Mientras estaba sentado comencé a aventar piedritas al agua como para alejar la tristeza e imaginar que yo vivía en un mundo feliz. Pero sabía que nuevamente mi mamá iba a descargar toda su furia en mí por haber quemado mi huarache. Ella no entendería que había sido un descuido y que los verdaderos culpables de este hecho tan triste y lamentable habían sido la lluvia y el fuego. Más tarde llegué a mi casa y cuando dejé mi carga vi a mi hermano mayor que estaba muriendo porque tenía dolor de estómago. Mi mamá estaba preocupada en cómo curarlo y así fue como me salvé de los golpes. Pensé que mi hermano había comido algo descompuesto y por eso tenía dolor estomacal. Después, vi que él se movía por todo el rinconcito de nuestra casa por tanto dolor hasta meterse debajo de una banca y de allí no salía. Lloraba muchísimo.

Mis perros estaban echados en el patio y creo que también se asustaron porque comenzaron a ladrar o tal vez ellos habían visto a algún nagual que andaba merodeando cerca de nuestra casa y pudo haber sido la causa de que mi hermano estuviera enfermo. Pasados la media noche, mi mamá salió en busca de la abuela Nicolasa quien curaría a mi hermano, pero en el camino ella encontró al demonio. Él iba caminando con botas porque cada vez que daba un paso hacía que se cayeran pequeñas piedras en la orilla de la vereda. Mi mamá sintió mucho miedo y decidió regresar a casa. Pero antes de que llegara, yo también había escuchado que alguien había empujado la puerta de madera. Me tapé con mi cobija delgada con el cual espantaba el frío y no vi si alguien había entrado.

A la mañana siguiente mi mamá me dijo que tenía que acompañar a la abuela Albina al lugar sagrado Los Colibríes. Yo no sabía exactamente qué iba a hacer la abuela en aquel lugar. Pero sí había escuchado en la conversación que tuvo con mi mamá que la abuela iba a gritarle, a llorarle y a implorarle a la boca del cerro y a la boca de la montaña para que sanara mi hermano mayor. Eran cerca de las siete de la mañana cuando salimos caminando de nuestra casa hacia Los Colibríes y todo el trayecto era subida. Habíamos caminado más de una hora y a medida que avanzábamos hacia la cima del cerro, la neblina nos fue cubriendo y me sentía pequeñísimo ante la inmensidad de la naturaleza. Comencé a sentir frío porque mi sudor se había mezclado con la llovizna.

Llevaba puesto un gabán y mi par de huaraches con correas de ropa vieja. Cuando llegamos al lugar sagrado había una piedra grande y alrededor muchos árboles de robles, de encinos y de ocotes. Luego, la abuela Albina colocó tamales envueltos en hierba santa en el suelo, encendió varias velas y cigarros. Regó varias gotas de mezcal hacia donde sale el sol. Por un instante me distraje viendo a los colibríes que andaban volando allí, mientras la abuela oraba en mixe. De pronto escuché varios gritos fortísimos de la abuela y justamente era lo que llamaban llorarle y gritarle a la boca del cerro. Pero me espantó muchísimo porque era la primera vez que oía unos gritos así. Más que gritos era llorarle a los dueños de los cerros y a la madre Tierra para que liberaran a mi hermano. En El Duraznal era común que los naguales de las personas fueran atrapados por el de otros, y una vez que eran capturados los escondían en los manantiales, en los arroyos y entre las rocas para que sufrieran y se enfermaran. Para que no se murieran las personas, era necesario realizar uno o varios rituales en diferentes lugares sagrados en la zona mixe alta de Oaxaca. Por esta razón estábamos en Los Colibríes.

Al dejar la cima podía ver la neblina hacia abajo como un montón de algodones y cada vez que bajábamos más, quería aventarme y quedarme dormido sobre la neblina. Sin embargo, seguía escuchando en mis oídos los gritos de la abuela. Su grito había sido ensordecedor y estoy seguro que se escuchó hasta el cerro de las veinte divinidades.

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