CAMINOS
Para Miguel,
porque cuidas mi corazón
cuando está temeroso.
Descubrió el mundo la noche que cumplió nueve años. Esa noche se cansó de buscar puerto. Miraba por la única ventana al cielo, un agujero fortuito, parte de una covacha de madera, oscura y estrecha por los utensilios de limpieza. La luna ocupaba la mayor parte de la rendija. Estaba sentada en el suelo de tierra, en donde podía escuchar los murmullos de las gallinas que se acomodaban en los corrales y, por supuesto, a los grillos trasnochados.
Llegó el día pintado por un verde plano extendido que rivalizaba con el horizonte, y por una capa de sol seco que cubría la carretera. Iba sentada en la parte trasera de una camioneta gris Ford, no había más trabajadores, pero en ocasiones le parecía ver en la lejanía, las borrosas cabezas de los campesinos y los guardaba en sus silencios.
Al entrar a la casa, vio a la familia que estaba comiendo, a su vez, ellos la miraron de pies a cabeza y el hombre más viejo y gordo masculló que le dieran de comer, la vieja esposa presta se levantó ante la nueva visión que le cambió el rostro a una alegría resaltada, la tomó del hombro y se la llevó a la cocina mientras el conductor de la camioneta tomaba asiento a lado de su padre. La señora no era tan larga como su voz aguda, ni tampoco su desprendimiento; le dio de comer un huevo estrellado y le enseñó cuáles serían sus obligaciones. Tenía prohibido entrar a la casa bajo cualquier pretexto, al menos que se lo ordenaran y, si se portaba bien, habría más comida.
La granja estaba cercada por una malla que cascabeleaba alegre en cuanto unas manos la tocaban; por dentro, las divisiones marcaban los paseos por el gallinero, la casa grande, el patio de juegos, la bodega, el estacionamiento, los tendederos y los dormitorios de los trabajadores. Era una isla en medio de la tierra.
Las actividades diarias poco la alejaban de sus pensamientos, alimentaba a las gallinas, limpiaba los corrales, barría el patio, en fin, atendía las necesidades de la familia bajo un sol que se empeñaba en hacerle cada vez más largo el día, pero no así la noche, en la covacha. A veces se distraía con los gritos de los niños al otro lado de la malla, chiquillos pálidos que jugaban ufanos mientras recogía la ropa del tendedero o guardaba los animales en el corral, y quienes sentían un placer inicuo al hacerla dar mis vueltas para cumplir sus caprichos —“unos tontos”, se decía.
Una mañana la vieja la llevó al mar para limpiarla de los demonios que, como india sin bautizo cristiano, debía tener. Temblaba incontrolable sin poner atención a las oraciones, asentía cada vez que le preguntaban algo. “¿Por qué sus dioses son más que los nuestros?”, pensaba, “¿por qué hay dioses?” El baile de un ave blanquecina la embrujó, tenía un movimiento acompasado por las olas que le acompañaban en un susurro musical, pero el jaloneo de la vieja lo rompió; buscó en el cielo a un dios desconocido y se encontró con las batientes que la empujaban, una y otra vez, pretendiendo llevarla más allá de las orillas, sólo que, nuevamente, las garras de la vieja interrumpieron el movimiento.
Esa noche entró a la casa para atender la puerta principal y recibir a los invitados de la fiesta. Pasaban a su lado las personas más altas y blancas que hubiera visto, algunas hablando lenguas incomprensibles. Estuvo ahí, siempre cortés, extendiendo el brazo, recibiendo abrigos, hasta que la luna se ocultó entre las nubes, entonces la cocinera la llamó para darle un gran pedazo de gelatina.
Después de terminar de lavar los trastes se quedó sentada mirando la puerta de la alacena, la cual guardaba un espacio dividido por entrepaños que sostenían decenas de frascos y cajas, de varios tamaños y medidas; en una de sus esquinas, un banco de madera con cabeza redonda, la invitaba a quedarse sentada por horas, escondida de las visitas. Ahí permaneció, en el espacio roto por las fronteras, en el mundo de los hombres quebrado por los límites imaginarios, semejantes a las mallas de la granja: “¡si las personas supieran que pueden moverse sin miedo!”, suspiró. El tiempo también era de los hombres. Ella había conocido un tiempo sin tiempo en la tierra de la madre olvidada, pero eso había sido un sueño ilícito.
La puerta se abrió de golpe, de la oscuridad salió una mano velluda que la raptó, un estremecimiento cruzó su delgado cuerpo, pero se tranquilizó, ¿por qué tendría que temer? El tintineo de la llovizna apaciguaba el roce de la vellosidad, una dureza extraña se introdujo en su cuerpo, sólo la respiración entrecortada del viejo sobre el cuello le molestaba. El raptor la sacó hacia la cocina, y pudo ver por la ventana cómo su rostro se difuminaba en la luna nueva que luchaba por escapar de las nubes. Fue colocada en seco sobre la mesa y sintió cómo se quebraba atroz y suavemente, como una gota de lluvia que se posa, inocentemente, sobre una planta para ser traicionada, chocar contra la tierra húmeda y, finalmente, ser devorada por la sed insaciable del suelo.
–Todo el tiempo y el espacio de los hombres no lo quiero, quiero estar más allá de los deseos de los hombres ―fue lo que dijo, y salió en dirección a su covacha, mientras el viejo gordo se limpiaba el sudor y acomodaba sus ropas.
Las rogativas se hacían imperiosas para que siguiera los caminos fuera de la cerca. La luna la vigilaba con su carácter indeleble y, marcada por las hazañas de otros viajeros, la empujaba por la tierra descascarada por su propio tiempo y de pigmentos mezclados.
Abrió la puerta de la covacha y corrió libre por los campos de trabajo hacia el mundo acuarela, el mismo que a ratos parecía secuestrado por los hombres, así, como patriota enamorada, cual comprador en un mercado de tierras, dejó una huella tras otra. Ante sus ojos, el espacio roto volvió a cobrar unidad. Sus zapatos carcomidos pisaron, cariñosamente, la tierra que la llevaría al encuentro de su destino. Criada por los caminos ¿a dónde más podría ir?.
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Ana Matías Rendón, escritora de origen ayuuk (mixe), dirige la revista electrónica Sinfín. Fue editora de 43 poetas por Ayotzinapa y ha colaborado anteriormente en Ojarasca.