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LA PALABRA ERRANTE / 238

Arturo Dávila

La muestra reúne autores nacidos entre 1950 y 1963 que eligieron el destino poético como compromiso vital. La muestra es diversa. Se buscó incluir plumas del mayor número posible de países. Se trata de voces que escriben hoy en Estados Unidos en español, influidos/atravesados por el inglés, el spanglish, el engliñol y las lenguas nativas americanas.

La distancia acerca y la palabra trasciende. La lengua continúa. Es la Patria. O la Matria. Se carga a cuestas y se lleva pegada a la piel y a la memoria. Alfonso Reyes, versado en errancias, escribió: “La ausencia y la distancia nos enseñan a mirar la patria panorámicamente”. La experiencia migratoria, voluntaria o no, otorga una visión lejana en el espacio, cercana en el recuerdo. El tiempo vivido en otras latitudes añade sabiduría, invita a sacar cuentas del viaje.

Si la lengua fue compañera del imperio español, como quería Antonio de Nebrija, al cruzar la frontera se vuelve una lengua en lucha, subalterna, casi subversiva. El caparazón lingüístico castellano, al relacionarse con lenguas y vocablos extranjeros, se enriquece y se arraiga a un espacio atemporal, a una tradición poética que se desplaza y se sostiene, se transforma y permanece firme.

La poesía ocupa un lugar opuesto al discurso político, la publicidad y el periodismo, que a cada instante son visitados por millones de personas y que, sin embargo, están condenados a convertirse en viento, palabras efímeras, “la conversación de la tarde y al olvido”, como sentenció Borges. El poema reestablece la palabra, mutilada constantemente por su uso demagogo y mercantil. Aunque su lucha parezca inservible por invisible, sobrevive.

De 20 autores reunidos en La Tinusa, aquí se presentan tres:

Consuelo Hernández “taladra en sus adentros” y busca ese espacio donde no está ni despierta ni dormida, y el poema puede despegar. En sus recuerdos define rasgos generacionales que caracterizan la muestra: “Yo fui esa niña que escuchaba a los Beatles y a los Rolling Stones/la que iba de Elvis Presley a Frank Sinatra y a Charles Aznavour/y vivía la náusea de Jean Paul Sartre y de todos su secuaces/ateos y no ateos como Jaspers”. También se ve en el espejo de los inmigrantes, en la herida de quien perdió la ruta.

Rubén Medina es transnacional, nómada, cosmopolita, global. Contemporáneo de Roberto Bolaño y Mario Santiago Papasquiaro, la migración es un accidente que habita y al que se acomoda. Busca su inicio y recuerda a su madre saliendo de un cine barato en la ciudad de los palacios. “Parecía/que buscaba/el mar”, mientras Miles Davis y Juliette Greco entraban en el Waldorf Astoria, Julio Cortázar concebía Rayuela, Fidel y el Che se encontraban en el Café Habana, Jack Kerouac se encerraba durante 79 horas sin parar para escribir On the Road, y Nelson Mandela, desde las sombras en Johannesburgo, planeaba la insurrección. Para Medina todo es instantáneo y multilingüe: Madison, Oaxaca, el DF, Jalapa, Querétaro, Minnesota, La Habana: “I am in all the places I/want to be”. Y esa ubicuidad lo arraiga.

La llegada de Eduardo Chirinos a Estados Unidos le ofreció un paisaje diferente y se dedicó a describirlo. Un collage de sueños que registró puntualmente. Sus versos son meditativos, filosóficos. Registran vestigios y rumores de remotas lenguas nativas y el sonido dulce de los nombres: Susquehanna, Oneida, Onondaga, Tuscarora. Pasea por siglos, palabras y estaciones para detenerse ante un ocaso diacrónico: “Cuesta siglos decir atardecer naranja”. O se detiene a pensar en las visitas oníricas de su padre, en la geografía de Perú, en el último sol de la tarde.

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