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QUIÉN PROTEGE A LAS COMUNIDADES MAYAS

Ramón Vera Herrera

 

Esa es la gran pregunta. La lucha jurídica que están dando las comunidades mayas de Quintana Roo en contra de la soya transgénica no es sólo una lucha contra la siembra y comercialización de la soya (convencional o transgénica). Es una lucha frontal contra el despojo generalizado que han ido activando los poderes fácticos de la Península de Yucatán para erradicar a las comunidades campesinas mayas, arrancándoles selva (así a lo cabrón, con cadenas enormes arrastradas por tractores que desmontan de cuajo). Quieren acapararles tierras de cultivo, desmantelar derechos ejidales, desaparecer lengua, tradición, modos y saberes de trabajo, justicia, educación y semillas nativas e identidad con tal de implantar un espacio para predar obteniendo rápidas ganancias.

El caso jurídico lo han logrado llevar tan bien las comunidades agrupadas en el Consejo Regional Maya de Bacalar y el Colectivo de Semillas Nativas Much Kanan L’inaj junto con sus asesores legales, que ya lograron escalar sus argumentos hasta la Suprema Corte de Justicia, instancia que sigue sin definirse sobre el fondo del asunto planteado por los demandantes: la cancelación de los permisos otorgados para siembra y comercialización de soya transgénica en el espacio de Quintana Roo.

Su caso es paradigmático porque se diferencia de los procesos jurídicos del resto de la península: en Campeche y Yucatán lograron una suspensión de la siembra mientras se opera una consulta que ya impugnan, por sus irregularidades, las comunidades mayas de ambas entidades. En Quintana Roo los demandantes insistieron que no quieren consulta sino la suspensión y cancelación de los permisos, motivo y causa de la demanda, siendo obvio que ésta implica un rechazo a la soya, al otorgamiento de tales permisos.

Desde fuera, la misma sociedad civil ha sido omisa en pronunciarse al respecto. La moda de la consulta como fin, cuando es sólo un instrumento para recabar el consentimiento o rechazo previamente informados, ha implicado que ciertas ONG pregonen y promuevan la consulta como manera fácil de lograr una cierta “victoria parcial” que viste, da puntos con los financiadores y parece que rindió frutos.

El compromiso de las comunidades mayas de Quintana Roo hace que insistan en la cancelación de los permisos y en que la consulta pase a un segundo plano, pues además de la demanda, asamblea tras asamblea van recabando actas firmadas y certificadas con el rechazo evidente a tal invasión.

No sólo se trata de la soya transgénica. Las comunidades mayas extienden su rechazo al modelo de monocultivo industrial de gran escala, que implica agroquímicos, deforestación y contaminación generalizada. Rechazan las enfermedades atípicas y las mutaciones que aparecen por doquier tras años de mecanización con agroquímicos y semillas de marca.

Pero las compañías asentadas promueven a los recientes colonos menonitas a que apliquen sus paquetes tecnológicos de punta, ya que siendo defensores a ultranza de su cultura tradicional cerrada, la tecnología extrema les permite relacionarse poco con las comunidades mayas, que serían las que naturalmente podrían colaborar en las labores de una agricultura campesina de soberanía alimentaria que siempre implica tender relaciones, acercamientos, comunidad.

 

Por lo anterior, en uno de sus más recientes comunicados a la opinión pública, las comunidades mayas del poniente de Bacalar se posicionan con motivo de la pendiente sentencia de la segunda sala de la Suprema Corte de Justicia (SCJ):

Nosotros y nosotras, apicultores, apicultoras, milperos, campesinas y cuidadores de las semillas nativas, queremos compartirles un poco de lo que hacemos todos los días en nuestro caminar por estas tierras [...] cuidamos las semillas nativas como parte de nuestra propia vida ya que sin ellas no podríamos subsistir, cuidamos y convivimos con las abejas porque nos proporcionan la miel, que es la esencia de las flores y de la vida misma, cuidamos el maíz ya que es la semilla con que nuestra madre tierra nos alimenta todos los días; en nuestra lengua se dice Ixí’im, que significa seno de mujer.

Para nosotros como pueblo maya la milpa no es monocultivo, no es mecanizado, sino que es la variedad de cultivos que obtenemos de la tierra que nos proporciona una sana alimentación. Sin embargo, últimamente han llegado marcas de semillas y productos extranjeros elaborados a base de químicos sintéticos y glifosato que contaminan la tierra, el agua y por si fuera poco, la miel que es una parte fundamental de nuestra vida. Quieren acabar con nuestras semillas nativas para imponer sus semillas transgénicas, quieren contaminar nuestra miel, quieren enfermarnos para que sus ganancias sean mayores. A estos empresarios coludidos con el gobierno no les importa si vivimos o morimos, si nos enfermamos o no, lo único que les importa es ganar, ganar y ganar.

 

Hace ya casi 5 años, preocupados al enterarse que el gobierno federal otorgó un permiso por tiempo indefinido a la empresa Monsanto para “sembrar semillas transgénicas en sus territorios” la gente de las comunidades buscó la información que el gobierno les negó, y comenzó a indagar qué tipo de empresa era Monsanto.

 

Así nos enteramos de la triste situación que se vive en las comunidades de otros pueblos hermanos del sur de este continente arrasadas por la soya transgénica desde hace más de una década. Fue entonces que entendimos y nos preocupamos por el peligro y el grave riesgo de lo que enfrentaríamos en nuestras propias comunidades.

Sabemos que la siembra de esa soya transgénica autorizada requiere la aplicación de, cuando menos, dos millones de litros de glifosato al año; sabemos también que, desde el 2015, la Organización Mundial de la Salud declaró al glifosato como posible cancerígeno y que por las características de nuestros suelos, todos esos millones de litros de agrotóxico irán a parar a nuestras aguas subterráneas. Sabemos bien lo que significa la implementación de este proyecto para nuestra vida y nuestra cultura: deforestación, pérdida de nuestras especies animales y vegetales, mortandad de abejas y pérdida de la apicultura, contaminación del agua y riesgos a la salud de quienes aquí habitamos, además del despojo de nuestros recursos naturales.

[...] En Campeche también ya se ha demostrado la gran contaminación del agua subterránea, y no sólo del agua sino que se ha encontrado glifosato hasta en la leche materna.

 

Sus argumentos son directos, muy vastos en sus repercusiones. La SCJ acaba de otorgar una suspensión de siembra mientras se consulta a las comunidades, pero se quiere activar un proceso de integración de programas de gobierno [el Acuerdo de Sustentabilidad de la Península de Yucatán] que articulará políticas públicas que potencian el despojo, dividen a las comunidades y confunden a la gente, llamando “sustentabilidad” a los servicios ambientales, ofreciendo dinero por “cuidar el bosque” y capturar carbono hasta con la misma milpa, algo terrible por el trastocamiento del principio sagrado en que se basa la milpa.

Se habla de una “economía verde”, que en realidad implica especular con lo que las comunidades han hecho siempre, mientras se preparan para expulsarlos a las ciudades o esclavizarlos en los invernaderos planificados por la “intensificación de cultivos” y por las asociaciones público-privadas, tan preciadas por el secretario José Calzada Rovirosa de parte del Foro Económico Mundial (WEF), con su cauda de acaparamiento de tierras, agricultura industrial, envenenamiento generalizado y precarización de la vida en las comunidades.

La suerte está echada. Dicen las comunidades: “Los ministros de la segunda sala de la SCJ tienen la oportunidad histórica para reivindicarse como verdaderos promotores de la justicia o como defensores de las empresas. Esperamos que su compromiso con los pueblos originarios de este país los puedan acercar a la justicia con dignidad”.

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