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EL PRECIO DEL FUTURO: TESTIMONIOS MIGRANTES / 246

Hermann Bellinghausen

La Patrona, Veracruz, septiembre de 2017

Cada migrante que pernocta en el albergue de Las Patronas en este poblado carga una historia, un drama terrible y único, sin embargo parecido a tantos más. “El barrio donde yo vivía cerca de San Pedro Sula era tranquilo hasta que llegó el ‘impuesto de guerra’ de la Mara y no pudimos hacer nada, la policía está con ellos y no nos protege, al contrario”, narra Silvestre, hondureño como tantos. Solos, o separados de sus compañeros originales de viaje, los muchachos procedentes de Honduras acaban por formar grupos con los paisanos que comparten con ellos los lugares de aire y miedo en los techos y góndolas del ferrocarril que llaman La Bestia.

Los hay que es su segundo o tercer viaje, ya tienen historias y vida en la frontera norte o Estados Unidos. Los hay primerizos, jóvenes, azorados de los peligros y horrores que los aguardan aquí. Clemente viene de “Tegus” (Tegucigalpa), aunque es originario de un pequeño pueblo de Honduras. Cruzó nuestra frontera por el lado de Tapachula, Chiapas, con su joven esposa embarazada. “Cogimos un coyote que nos dejó botados. Se miraba tan confiable. Cobró siete mil dólares por los dos. Acudimos a la Comar pero nos la pusieron muy difícil. Buscamos trabajo, había muy poco”. Siguieron hacia Arriaga, y antes de llegar, en La Arrocera sufrieron un asalto. Cree que el líder de los asaltantes los venía siguiendo, y fue el único que no se cubrió el rostro. Eran chiapanecos.

“Veníamos un grupo de siete personas que le dimos la vuelta al retén de la Migra. Hay un caminito. Nos salieron ocho, con machetes y armas hechizas. Nos quitaron todo, nos desnudaron. A mi esposa y otra mujer las iban a violar. La otra decía, ‘llévenme a mí, ella está embarazada’. No les importó pero cuando las agarraron vieron que la muchacha tenía un amuleto de la Santa Muerte en el cuello y cambiaron, nos dejaron ir”.

Clemente deduce que el paso es conocido, pues esa banda opera a unos metros del puesto del Instituto Nacional de Migración. Todo le parece conectado. Lograron llegar a Los Corazones, ya en Oaxaca. Su mujer regresó a Honduras. “Ya llegó. Hablé con ella”, dice aliviado. “Acá también me asaltaron. Son bien golpistas en Veracruz”.

Quiere trabajar. “Lo hice en Chiapas, sembrando árboles por 150 pesos al día. En Ixtepec pagan en caliente, 250, pero muchos no aguantan la presión. Parece que en Veracruz hay un poco más de oportunidad”. Clemente no llegó en “La Bestia”, sino por la carretera. Venía de Amatlán con un paisano en un microbús. Les recomendaron buscar a Las Patronas y acá venían, el chofer les aseguró que les avisaría cuando llegaran pero no lo hizo y se pasaron. Al tomar otro transporte de regreso coincidieron con dos mujeres. Resultaron ser doña Leonila y su nieta, o sea Las Patronas, y los acompañaron hasta aquí.

“Llevo dos motivos, mi mamá y mi hija que va a nacer. Tengo familiares en Estados Unidos en varias partes, tienen papeles. Me la rifé porque mi mujer es de más escasos recursos que yo. Pero ya no la voy a poner en peligro”, concluye.

Salvadoreño empapado

Llueve torrencialmente. Es de noche. Saliendo de la oscuridad, Mauro alcanza el cobertizo del comedor Esperanza del Migrante, hecho una sopa. 42 años. Aparenta más. Tirita. Enseguida Las Patronas le ofrecen café, un baño y ropa seca. Más tarde, cuando se sienta a cenar simple pero abundante y caliente, dice: “Crucé en Apaztzingán, un caserío, lo primero de México, es Tabasco. Allí una señora que es muy mala nos cobró dos mil dólares. Consiguió un pollero que pidió y pidió, le di hasta 8 mil dólares. De Tenosique nos llevó a 15 hasta Villahermosa, a un lugar de nombre Villa del Cielo. Nos encerró dos semanas, nos llevaba él mismo comida. Una noche bajé a tirar la basura y vi pasar unos hombres armados que subieron al departamento y bajaron con todos los demás, los subieron a una Ford 250, a mí también, y nos llevaron. Mire, todavía tiemblo de acordarme”, y sí, le tiemblan las manos.

“Me esposaron. Me pusieron una bolsa de plástico en la cabeza, con la pistola aquí. Me quitaron todo. Creí que me asfixiaba. Me oriné. No sé por qué me bajaron en un Oxxo. Entré y al poquito llegaron unos y me asaltaron. Ya no traía nada. Me secuestraron. Pedí dinero a mi mamá en Estados Unidos y los transfirió a la tienda. Entonces me dejaron ir. En taxi llegué a Cárdenas. En Coatzacoalcos subí al tren hasta Tierra Blanca. Y así vine aquí a Las Patronas”.

Otros comensales, hondureños, llegaron a pie en la tarde, luego de caminar tres días desde Tierra Blanca. Saltaron del tren cuando lo detuvo la Migra. Los corretearon los agentes mucho rato. Comentan que los dientes les duelen de tanto comer caña escondidos en los cañaverales, todos cortados de las manos y la cara por la hoja de caña. Ríen. Mauro no. Está demasiado ofendido con todo lo que le han hecho desde que ingresó a México.

 

El hondureño de la cicatriz

Cuenta José, de tan buena lengua que tiene su rap: “Vicente Camalote es un pueblo de Veracruz. Allí a los migrantes nos odian. Tres pueblitos seguidos son así. A unos los mataron a pedradas. A nosotros nos corrió el cura de la iglesia porque nos iban a linchar si nos quedábamos”. Ésta es su tercera vez. Trepó en Palenque, Chiapas. Conoce la ruta hasta el río Bravo. Lo aguardan hijo y mujer mexicana en Reynosa. De ese lado cruza el Bravo. “No voy por Caborca porque no me gusta ser mula y ahí no hay de otra, tienes que pasar 50 kilos de droga”.

Está orgulloso de su “técnica” para abordar los vagones en marcha: “No me la complico. El tren no es de juego, tienes que pensarlo bien. Me le igualo corriendo y lo miro como si estuviera parado. Necesitas calcular el espacio adelante, que no haya obstáculos para terminar la carrera completa. Debes ver los espacios entre vagones, ¡fium, fium, fium! Fijo la mirada hasta verlos quietos. No pupileo. En mi primera vez lo vi claro. Cuando me siento listo, estiro el brazo y me agarro. El puro jalón te jala el otro brazo y te agarras bien. Y para bajar hay que correr en el aire, como la vez que vi un molote de gente en Celaya con los soldados, disparaban balas de goma en el crucero. Saltamos los compañeros, yo empiezo a correr rapidísimo en el aire y caigo corriendo, lo que amortigua cuando ruedo sobre mi mochila. Otros se lastimaron. Yo nomás me raspé de la grava”.

Lo han asaltado no sabe cuántas veces. Ya se la sabe. “He tenido suerte”. Presume una cicatriz de machetazo en el antebrazo. No le faltan tatuajes, como a muchos de sus paisanos. El habla caribeña es lo que hace a los hondureños tan reconocibles. No suenan como guatemaltecos o salvadoreños, gente de las montañas. José lleva dos días con Las Patronas. Hoy se va. Se adelanta a la procesión de patronas y voluntarios, llega a la grava y toma posición lo más lejos posible. Corre al lado de “La Bestia”. Suelta la mano al tubo y en un segundo desaparece en el aire, limpiamente. Segundos después cuelga alegremente del barandal agitando la mano del adiós.

 

 

 

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