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PROCESO ELECTORAL SIN LOS PUEBLOS / 254

Del orgullo nace el valor. Transcurren tiempos de cambio entre signos contradictorios. Así como los abusos contra las mujeres son ya públicamente despreciables, tampoco están a discusión los derechos territoriales, culturales y políticos de los pueblos originarios. Falta, sí, que los reconozcan con claridad la ley y las prácticas oficiales, sin importar de qué partido o iglesia sean los poderes nacionales. Lo que llaman democracia, con todo lo discutible que resulta en más de un sentido, para nada considera a los pueblos indígenas, esa gran porción del México real. Los partidos en pugna estos días no han sido capaces de contraer el menor compromiso serio, como no sea en cuotas, iconografía, promesas débiles o evasivas ante los emplazamientos y demandas de fondo.

En una sociedad con marcadas diferencias de clase –abismos más bien–,  la discriminación adopta caras múltiples en la cultura, el acceso a la escolaridad, el derecho de decisión, la vida política y el “lugar” en la sociedad. El wey con la cubeta y la señora que limpia las ventanas serán siempre los de piel oscura. Esta sociedad se resiste a que los pueblos sigan sus propias lógica y poética, que su pensamiento se exprese con hechos sin la interferencia de quienes nada entienden. Del orgullo nace el valor. La dignidad conciente a escala revolucionaria en millones de indígenas mexicanos contemporáneos que han perdido el miedo y vencen la sempiterna tentación de creerles otra vez a los gobiernos y dejarse engañar. Hoy piden todo, menos permiso.

Los intereses del gran capital apátrida o bien los anacrónicos sueños desarrollistas totalmente pervertidos por el Fondo Monetario Internacional y la jungla del mercado libre, unos y otros representados por los candidatos, no pueden escuchar las razones de los pueblos ni comprometerse con ellos, pues su sola existencia estorba a los planes de inversión de los mega-ricos y los cálculos de los políticos profesionales (más aún en temporada de pesca abierta). Los poderes no aceptan nada que impida la extracción, la “inversión” y la privatización en espiral. Su justicia “no puede” considerar la justicia comunitaria de los pueblos, porque de hacerlo se verían en riesgo las complicidades entre actores del poder dominante, así que legisladores y jueces sencillamente obedecen. Si este sistema de Estado no se abre a los derechos y la legitimidad de los pueblos originarios, perderá la poca representatividad ante ellos que le queda. Tiene años que el gobierno les echó a las Fuerzas Armadas y no se las ha quitado de encima, al contrario.

Los pueblos ya no piden permiso. Eso quedó atrás. Deciden, en colectivo: Si los gobiernos no nos hace caso, si no nos representan, aquí entre nosotros elegimos, damos cargo, nos gobernamos, alimentamos y cuidamos. El Estado está obligado a respetarnos, a someter a discusión  sus propuestas nunca por encima de nuestros derechos primeros.

Un racismo galopante está en la médula de la vida cotidiana, los partidos y sus sucursales, los medios de comunicación, los “mercados” educativo, laboral y de salud, en lo actos reflejos de convivencia entre mexicanos. Gane quien gane el primero de julio, llegó la hora de que el sistema político se enseñe a respetar a los pueblos mexicanos.

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