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México como Torre de Babel / 259

Polet Andrade

Hay muchas razones para querer hablar una nueva lengua; para dejar de hablarla inmediatamente, sólo una: la discriminación

En un estado como Michoacán, donde la lectura es un hábito ajeno para más de la mitad de la población, no es común que se hable de poetas, y mucho menos de mujeres indígenas poetas. Cuando escuché que vendría la lingüista Yásnaya Elena Aguilar Gil como parte del programa “Gira originaria”, con diferentes ponentes hablantes de lenguas como zoque, purépecha, tu’un savi, a exponer sobre la problemática de la traducción y la inclusión de comunidades indígenas dentro del país, tuve especial interés por ver lo que diría ella, originaria de Oaxaca y hablante de mixe, al encontrar en su opinión posibles soluciones respecto al problema de la escritura en general dentro de una sociedad que la desconoce casi tanto como desconoce las lenguas originarias.

México, a pesar de ser un país de muchas lenguas, no merece el término multicultural, ya que es algo que todavía no se asume en una identidad colectiva. Yásnaya mencionó: “Un francés podría no ser multilingüe, pero sabe identificar un marroquí, un español o un estadunidense en cuanto lo escucha”. Aquí no es así. El mismo término lenguas indígenas se convierte en una vaguedad cuando la mayoría no sabe reconocer la diferencia entre el mixe y el purépecha, incluso siendo originarios de los estados donde se hablan.

Consideremos a la ciudad de México, que tiene la mayor diversidad de lenguas. Coexisten en un mismo territorio, pero no se hablan fuera de su esfera de hablantes; en cambio, los hablantes de estas lenguas se ven obligados a aprender el español. He aquí otro problema importante: ciudades multilingües con ciudadanos monolingües.

Para un habitante de comunidades indígenas, la identidad va de la mano con su lengua, y aun así, la mayoría de los pueblos autóctonos son bilingües. Por diversas razones, trabajo, educación —como en la misma Yásnaya— los habitantes indígenas emigran hacia las grandes ciudades y aquí es donde sucede el choque cultural: en el momento en que llegan a una ciudad con una lengua dominante, ésta los despoja de parte de su identidad. No hay una intersección multicultural ni un intercambio saludable, sólo una hegemonía hispanohablante que termina por engullirlos.

El problema no termina ahí. Aún cuando un indígena aprenda la lengua hegemónica, siempre va a sentirse diferente. El contraste intensifica la identidad autóctona, para bien o para mal. Un indígena solamente se va a sentir verdaderamente diferente cuando decide aventurarse fuera de los confines de su pueblo originario, asumiendo el riesgo que esto significa casi como una eventualidad sistemática. El proceso se repite numerosas veces, parece que hay un puente de ida, pero todavía no ideamos uno de retorno. ¿Nuestra lengua, nuestras raíces están desapareciendo en este proceso? ¿Qué hacer cuando se enfrenta el riesgo de desaparecer de la identidad colectiva?

Hay muchas razones para querer hablar una nueva lengua; para dejar de hablarla inmediatamente, sólo una: la discriminación. En cuanto escuchamos a un hablante “distinto”, hacemos inferencias. Todo prejuicio lingüístico parte de un “nosotros” contra un “ellos”; una hegemonía “presente” contra una lengua “pasada”, y este concepto tan arraigado fomenta la desaparición de las lenguas originarias como parte de una “minoría”. Consciente e inconsciente, esta idea es parte de un largo, violento y sistemático proceso de intolerancia.

Generalizar nos ciega a ver que la lengua como convención nos limita a ser raíces en lugar de asumirnos totalmente como semillas. Frente a la inclusión de todas las lenguas que conviven en el territorio nacional, hay una fina línea entre la inclusión y la homogeneización impuesta. Recordemos, el lenguaje puede ser usado como muro o como ventanas. Para muchos, hablar lenguas autóctonas es un acto de resistencia, pero también es un acto de enajenación, de nuevo, es inferir un “nosotros” y un “ellos”. El mixe, así como el náhuatl, purépecha u otomí, son diferentes; cada uno tiene estrategias distintas porque su estructura obedece a construcciones distintas. Algo que para los hablantes monolingües exige estudio, respeto y disciplina para aproximarse a ellas; pero sobre todo, reconocerlas sin prejuicios.

Si de verdad nos interesa preservar nuestro legado lingüístico, cualquier lengua autóctona exige de nosotros el escucharlos en sus propias palabras. Todas son lenguas con belleza y conocimiento milenario que, al igual que un libro, nos hablan de realidades alternas a la nuestra, de las cuales podemos y debemos aprender.

El escucharlos en sus propias palabras es darles el derecho de comunicar libres de intermediarios en lenguas hegemónicas; de ser posible, éste sería un paso muy importante en el camino hacia la interculturalización sin violencia. Un proceso en el que no neguemos la individualidad ni la identidad de sus hablantes. Todos deberíamos aprender una lengua autóctona, o en su defecto, exigir formas de aproximarse a ella.

No todas las personas estarán de acuerdo en aprender un nuevo idioma. Implica absorber una nueva construcción de la realidad. En un país con índices de lectores tan bajos, no todos van a aceptarlo. De la misma forma que hay libros que no son para todos, la lengua exige un mínimo de interés y sensibilidad que discrimina de cierta forma, aun cuando existe una recompensa intelectual y enriquecedora de por medio.

Podríamos encerrarnos en una esfera donde la lengua dominante reine por encima de las demás, pero cualquier nacionalismo es peligroso. Así como los hablantes de lenguas autóctonas pueden pasar toda la vida dentro de su esfera cultural, nos encerramos y construimos barreras en la lengua; enajenarse impide vernos más allá de un retrato idealizado y construir una identidad compleja con fragmentos de presente y pasado.

Para llamarnos un país multicultural falta mucho. Todo empieza con ampliar nuestros horizontes lingüísticos e ideológicos. Usar la lengua como una forma de aproximación es lo único que nos previene de desaparecer como un ente complejo. Al olvidar nuestras lenguas perdemos una parte de nosotros, y como en todos los pueblos que olvidan, de su historia sólo queda el eco de sus errores.

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