ESTADO Y PUEBLOS ORIGINARIOS: ¿UNA ECUACIÓN IMPOSIBLE? / 261
La experiencia continental americana enseña, con esporádicas excepciones, que la relación de los pueblos originarios con los Estados plantea una ecuación irresoluble. Desde que hay Estados nacionales (dejemos para luego los cruentos siglos coloniales), su trato a los indígenas ha ido desde la guerra abierta (o embozada), el desplazamiento por despojo, la reducción obligatoria y el ninguneo legal, hasta los intentos pacificadores (sinónimo de rendición), integracionistas y corporativistas (vía religión, partidos políticos, programas sociales clientelares que hagan llevadera la pobreza) para que los indios puedan seguir votando.
Con mayor o menor descaro, siempre hubo Trumps, Bolsonaros, Piñeras. El genocidio es opción abierta. En temporadas, la mano estatal ha prodigado benevolencia ante “hechos consumados”, o sea caridad como la entienden los cristianos y el Banco Mundial. Con escasa frecuencia, gobiernos nacionalistas progresistas mejor dispuestos quizá, también fracasaron.
En México tuvimos esa excepción histórica que fue el cardenismo, cuando se consolida el indigenismo de pensamiento y aparato. Para la época significó un avance en términos humanistas, alimentado por la lucha agraria revolucionaria, y retratado por una lastimera literatura indigenista. Pese a sus buenas intenciones, cimentó un aparato clientelar que más adelante, con el desarrollo estabilizador de la posguerra, volvería invisibles los pueblos, o fuente inagotable de folclor.
Las experiencias de gobierno del llamado “ciclo progresista” en América Latina al alba del siglo XXI, con sus luces y sus sombras, tuvieron en común su fracaso para relacionarse con los movimientos indígenas nacionales y las resistencias puntuales a la expansión extractivista. Por ejemplo, Ecuador con Correa nomás no despejó la ecuación y acabó chocando con los indígenas, acusándolos de reaccionarios, aliados de la derecha, etcétera, aun cuando sin ellos jamás hubiera llegado al poder. También les fallaron Lula, Bachelet, Chávez, Ortega y la señora Kirchner. Más complejo es el caso de Bolivia, ciertamente.*
¿Qué haría distinta la “cuarta transformación” mexicana, que invoca al añejo cardenismo y evoca a un corporativismo indigenista que los indígenas organizados contemporáneos no aceptarán? No sólo los zapatistas y el Congreso Nacional Indígena. Ya se va viendo que donde el extractivismo “buena onda” y el renovado combate a la pobreza levantan una piedra, les salta un pueblo que no se piensa dejar. Ya empiezan a llamarlos enemigos del progreso, siempre mal aconsejados por “los profetas del no”, si no de plano aliados de Salinas y la derecha. Nada que no se haya visto en el sur. Sobre todo si los pueblos originarios demandan autonomías reales en Estados que no están dispuestos a cambiar para hacerlas posibles.
Si algo es cierto es que los gobiernos pasan, y los pueblos no.
* Sobre Bolivia, véase Ojarasca 260:
http://ojarasca.jornada.com.mx/2018/12/07/paradojas-de-la-autonomia-indigena-8241.html
http://ojarasca.jornada.com.mx/2018/12/07/por-debajo-del-radar-oficial-4789.html
http://ojarasca.jornada.com.mx/2018/12/07/hacia-una-utopia-indianista-6438.html