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PEREGRINACIÓN A TEPEYAC / 267

La arrogancia mostrada por el presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO) al incursionar en la selva Lacandona precedido por tropas federales e irrumpir en Guadalupe Tepeyac para visitar el siempre propagandístico hospital del Seguro Social en dicha comunidad tojolabal del municipio autónomo rebelde San Pedro de Michoacán (oficial de Las Margaritas, Chiapas), disfrazó como un acto de buena voluntad lo que fue una agresión, una provocación y una falta de respeto.

¿Qué quería probar el mandatario? Lo mismo que Ernesto Zedillo, quien sin embargo nunca se atrevió a meterse tanto en la verdadera “zona de conflicto”, que una cosa es que la opinión pública la olvide y otra que no exista tras 25 años de hostilidad castrense y asistencial, que se ha encontrado con una resistencia que se adapta y evoluciona sin ceder.

Gracias a AMLO, la clase política chiapaneca, con el hacendado y gobernador Rutilo Escandón a la cabeza, pudo pisar por fin en una gira fotogénica el territorio rebelde. Era el sueño de Roberto Albores Guillén, quien montaba shows exclusivos para Televisa y Televisión Azteca en el balneario del Jataté en la ciudad de Ocosingo para fingir que iba a la selva y se encontraba con “rebeldes”.

A juzgar por las imágenes del evento el pasado 6 de julio (acarreo y escenificación rutinaria del poder), esta experiencia presidencial no resulta tan distinta de las que tuvieron en su momento el presidente Carlos Salinas de Gortari al inaugurar el hospital o el malogrado candidato priísta Luis Donaldo Colosio, quien tras un desangelado acto de campaña confió después a periodistas haber sentido “agresiva y hostil” a la gente. Luego vendrían las irresponsables correrías de Luis H. Álvarez, el adelantado contrainsurgente de los gobiernos panistas.

Entre funcionarios estatales y federales, así como sus comitivas de relleno en la que algunos visitantes tsotsiles con su indumentaria tradicional de Los Altos resultaron más visibles que los tojolabales de la región, AMLO no pudo estar más alejado de los verdaderos pobladores. Se plantó sin aviso, ni la cortesía que presumió en su discurso, en un territorio en disputa pero organizado de manera compleja por las comunidades rebeldes, sus tropas y su gobierno autónomo, con la población no zapatista (afiliada a cualquier partido político), en lo que representa un buen esfuerzo, poco reconocido, de lo que son los alcances de un gobierno (¿cogobierno?) comunitario, cuando no interviene de más el Estado.

El discurso fácil, dirigido a su público en el país, de mano tendida, fraternidad y reconciliación retórica, no tiene aún traducción a la realidad vigente en las montañas de Chiapas, le guste o no al gobierno.

Guadalupe Tepeyac fue escenario de la traición zedillista en febrero de 1995, con dos bases militares y un pueblo fantasma convertido en burdel y letrina de las mismas tropas que hoy siguen en la zona. Pero sobre todo fue el lugar donde se manifestó el zapatismo de manera contundente, desde la histórica entrega del exgobernador y general genocida Absalón Castellanos Domínguez al comisionado salinista Manuel Camacho Solís, en el juicio popular más duro y ejemplar que se recuerde en México, y la Convención Nacional Democrática en agosto (ambos eventos en 1994), hasta el impactante despliegue de tropas y milicianos del EZLN para conmemorar los 25 años el levantamiento indígena apenas hace seis meses.

Los alrededores de la selva Lacandona fueron escenario de algunas farsas presidenciales. Enrique Peña Nieto se arrimó hasta la cabecera de Las Margaritas acompañándose de gobernadores, gabinete, senadores, diputados, la Corte en pleno y hasta embajadores, para lanzar con bombo y platillo la pompa de jabón y comida chatarra llamada Cruzada contra el Hambre. Pura intrascendencia, a tono con la vicentada de Fox en 2001 que prometía “arreglar Chiapas en 15 minutos”. Los sucesivos presidentes panistas y los dos impresentables gobernadores postulados por el partido que presidía AMLO se arrimaban a “territorios zapatistas” cada que podían, pero hasta ahí.

No nos engañemos. La “casual” gira presidencial por Guadalupe Tepeyac podrá ser leída en el futuro como un acto más de guerra, esperemos que menor. Una guerra que como enseñaba Carlos Montemayor, no se acaba mientras no se acaba, y ésta no ha terminado. No basta una declaración unilateral de “paz” por parte del Ejecutivo. Si ahora son Guardia Nacional las tropas desplegadas en el territorio ocupado por el Ejército federal, es sólo un asunto de membrete. El despliegue bélico, intacto desde tiempos de Zedillo, no cambia. Y por lo visto, el gobierno no aprende. Es hora de preocuparse.

 

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