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SALINEROS DE ZAPOTITLÁN

BLAS ROMÁN CASTELLÓN HUERTA

BENDITA SAL, HECHA CON EL AGUA DE LOS POZOS Y EL SUDOR DE MUCHAS GENERACIONES

Poseer una salina es motivo de orgullo y también de celo y cuidados. Pablo había dedicado su infancia y primera juventud al trabajo del campo, pastoreando chivos, raspando magueyes y trabajando eventualmente en las canteras de ónix que entonces abundaban. El trabajo era difícil pero ofrecía la posibilidad de moverse entre distintas poblaciones y conocer un poco de las actividades que se hacían aquí y allá, lo cual era muy estimulante y siempre se conocía a muchas gentes. Estos tratos comerciales, sociales y afectivos entre poblaciones, personas y productos se intensificaban con las fiestas patronales y los festivales como la matanza del chivo en Tehuacán, en los meses de octubre y noviembre, que antes tenía una gran concentración de gentes en días previos, principalmente en las poblaciones cercanas de la Mixteca, como Cuyotepeji, Camotlán y Miltepec. Como la sal era necesaria para la alimentación de los chivos, junto con el pastoreo, muchos rebaños llegaban a las cercanías de las salinas en Zapotitlán para conseguir la sal, pero también para intercambiar cordelería, alfarería, pieles, sebo y tejidos de palma.

En la primera mitad del siglo XX, el sur de Puebla abundaba el ganado y todos los parajes de salinas tenían mucha actividad, pues había que reparar los cuaxiustlis1 o muros de las terrazas, producir cal de tepetate, y muchos se empleaban como cienteros, personas que bajaban a los pozos de agua salada con ollas de barro de veinte litros, a veces protegidas con una cubierta de cuerdas para evitar que se quebraran, y cobraban por cada cien viajes al fondo del pozo y de otras tantas ollas vertidas en los cajetes de mampostería, que luego la distribuían por todas las salinas mediante un ingenioso e intrincado sistema de canales. Había más de quince parajes de salinas desde Alpozonga hasta las Salinas del Rincón, pasando por Las Grandes, Tochiga, Mihuatepec y San Gabriel.

Los pozos, con su brocal de piedras y escaleras, eran viejos, de muchos no había memoria de cuándo los hicieron. Recibían nombres como El Chato, El Hondo, El Chillón, Las Ánimas o El Matón, pues a veces la gente resbalaba y se ahogaba en ellos. Esto pasaba porque a veces no ponían ofrenda para evitar los malos aires y conjurar la presencia de fantasmas como La Llorona, que ha sido vista por mucha gente. Pablo la recuerda como una mujer que viste ropa blanca hasta abajo y va rápido por los caminos. No se le ven los pies, va como flotando y tiene una cabellera larga y abundante. Dice Pablo que va gritando y llorando y no se le ve el rostro, pero que es una calavera. El susto de verla enferma a la gente y hasta pueden morirse.

Pablo comenzó a trabajar en las salinas desde pequeño porque su papá sabía cómo hacer la sal. Sus abuelos también habían tenido algunas salinas muchos años antes de que él naciera. Además, estar cerca de las salinas permitía conocer a las gentes que ahí llegaban con muchas cosas que hacían falta en Zapotitlán. En aquellos años de su niñez, apenas habían comenzado a hacer la actual carretera que cruza rumbo a Huajuapan, era de tierra, así que sólo pasaba un vehículo o camión de vez en cuando y el transporte seguía haciéndose con mulas y burritos por los antiguos caminos de arriería que venían desde Tehuacán, atravesaban toda la parte de Zapotitlán, y salían con rumbo a Acatepec y Chazumba, con rutas hacia Chilac y San Francisco Xochiltepec, y también para San Juan Ixcaquixtla.

Pablo disfrutaba mucho de los viajes cuando era posible ir a San Pedro Atzumba y otros lugares cercanos a pasar la noche en los antiguos mesones que había en los lugares de descanso, y donde muchos arrieros y comerciantes con sus mercaderías paraban a pernoctar en compañía de sus hijos mayores, a los que llevaban para que fueran aprendiendo el oficio y las habilidades de un buen tratante de sal. Así conoció los otros parajes de salinas cercanos, a donde a veces iba con su papá a conseguir cal o madera. El viaje se hacía por las barrancas y subiendo y bajando veredas. Poco a poco, Pablo fue dominando las habilidades para componer las salinas, nivelarlas, echarles cal cuando era necesario, y hasta hacer algunas nuevas, poniendo el tepezil2 y el orillado. A veces, ellos mismos llegaban a poner un horno para cal, que era un trabajo muy difícil, desde conseguir las tareas de leña necesarias, hasta las gentes requeridas para estar varios días atizando el horno y moviendo las brasas. Su papá sabía hacer la campana, una bóveda hecha con piedras de cal para que el horno prendiera con fuerza. Recuerda Pablo que siendo aún niño, los demás salineros no les ayudaron a prender y vigilar el horno, pues decían que no se iban a quemar bien las piedras porque era época mala. Entre él y su papá pusieron la lumbre y casi no durmieron dos noches seguidas, trabajando en el horno que se fue quemando parejito hasta la última piedra, y así consiguieron más de dos toneladas de una cal muy bonita. Esto fue un triunfo importante, pues luego los salineros les quisieron comprar la cal, que era la mejor para reparar las salinas, reconociendo su habilidad.

El mismo Pablo, ya un joven de 18 años, preparaba la cal con agua y la echaba en la salina nueva que él mismo construyó, distribuyéndola con la piedra plana, hasta que todo quedó bien liso e impermeable. Como la mayoría de los salineros, al terminar de hacer el piso, grabó sobre éste algún verso con la fecha de terminación. A veces ponía algo gracioso como:

“De las mulas que tenía Ninguna me falta ya Porque la que me faltaba, Leyendo el letrero está”

Y otras veces, colocaba algún bonito verso de su preferencia como éste: “Y de su seno hechicero Ser el collar deseara, Y por suspiros mecido, Reposar adormecido, Tan en calma, tan ligero, Que al dormir... me conservara” 3 Para mover el agua donde está la sal, ya un joven adulto, Pablo era muy experimentado y sabía el momento de lavar las salinas para quitar los asientos, pasando el agua de la calentadora a la salinera. Más de una vez se cayó durante esta tarea, dando una vuelta en el aire, pues el sedimento fino es muy resbaloso, pero al final el agua quedaba muy limpia y a poco se comenzaba a formar la tela, o sea los cristales de sal, y él la bajaba echando agua desde la orilla. Cuando ya estaba lista la sal de espejuela, o sal tierna, la amontonaba en el centro con el aflojador4, para lo cual era muy hábil, haciendo el copete al centro. Ya más adelante, se hacía cargo de la sal de arrobas, que es para el ganado, la cual iba rallando con el aflojador y luego el quiote, y después la hacía polvo con los pies, según el gusto del cliente. Él mismo conseguía y reparaba las herramientas necesarias para el trabajo como el aflojador, los canastos, las escobillas de sotolín, la maquila y las ollas traídas desde Los Reyes Metzontla, para sacar y repartir el agua. Luego recogía y tajaba las piedras para arreglar el pozo, mejoraba la bodega de la sal hecha en la pared del cerro como una cueva, y por si fuera poco, le ponía una cerradura especial diseñada por él mismo, que consistía de varias trancas atravesadas algunas en sentido vertical y otras horizontalmente, unidas con tornillos, pero sólo él sabía cómo debían ponerse y quitarse para que nadie la pudiera abrir. A veces sacaban tres o más cosechas al año, y en esa época trabajaba desde muy temprano hasta que se acababa la luz del día, sacando la sal o guardándola en la bodega. En otra ocasión, él y su papá decidieron hacer una torre para pasar el agua desde la parte más baja, cerca del pozo, hasta las salinas que estaban en terrazas arriba de la pendiente, para no caminar y cargar tanto. Esta torre tenía casi ocho metros de altura y les tomó más de dos meses conseguir las piedras, levantarlas, y hacer el cajete en la parte alta. Cuando estuvo lista, colocaron los quiotes que, a manera de tubos, atravesaban un espacio de más de diez metros, y comenzaron a subir y bajar las escaleras con el agua en ollas para que llegara hasta las salinas que estaban en la parte alta de la finca. Un verdadero reto a la fuerza de su cuerpo, que ayudó a curtirlo en el oficio y le dio unas piernas fuertes que siempre fueron importantes para sus futuras andanzas. Muchos años después, esta construcción ya no fue necesaria, pues luego hubo manera de comprar una bomba de gasolina y usar mangueras de plástico. Entonces la torre quedó ahí sin uso, como un monumento a la imaginación y al recuerdo de otras épocas cuando las salinas exigían mucho esfuerzo y ocupaban mucha gente indispensable para el arduo trabajo de sacar el agua, moverla y transportar la sal.

En la época de calores, cuando más gente trabajaba y se conseguían más cosechas de sal, las bodegas lucían llenas hasta el techo, y entonces comenzaban a llegar gentes de muchos otros lugares a hacer tratos para comprar y vender. Venían mucho las señoras de San Gabriel Chilac, caminando desde su pueblo entre las barrancas, hasta aparecer de pronto en los parajes de las salinas. Vendían maíz, frijol, aguardiente, sombreros de palma, y sabían regatear para no regresar a su pueblo con la carga. Lo mismo con la gente de Atzingo que además de emplearse como salineros, vendían bolsas y cuerdas que sabían hacer. Pero cuando más gente se veía aquí era en la época de junio y julio, porque buscaban la sal para los rebaños de chivos que iban a llegar más adelante desde las lejanas tierras de la Mixteca de Oaxaca. A los chivos se les daba sal de vez en cuando y luego se alimentaban con los pastos y hierbas de las zonas cercanas a Huajuapan, con lo cual se criaban y engordaban bonitos para la época de la matanza en octubre y noviembre en Tehuacán, donde participaban gentes de muchos pueblos. Para esto, la sal de Zapotitlán era muy apreciada y se vendía por cargas, sobre todo en el paraje de Las Grandes, donde estaba la Capilla Enterrada, ahora por allá se llama Las Ventas, porque ahí se vendía la sal. Hoy los tratos se hacen desde mucho tiempo antes, con los ganaderos de Veracruz y otras partes del país. Cada año, el tres de mayo, iba Pablo con toda su familia y amigos a adornar los pozos con listones y muchas flores, para que se diera bonita la sal. Hacían barbacoa y tronaban cuetes para que todo mundo estuviera contento y se alejara la mala suerte en forma de lluvias ocasionales que arruinaban el agua, pues con la lluvia el agua salada se hacía “cruda”, o sea, delgada, perdía fuerza y ya no servía para cocerse y hacer sal.

Una parte de la sal se guardaba en las bodegas para comerciarla en la época de mayor escasez cuando valía mucho más, pues la gente buscaba esta sal para cocinar por su sabor, mejoraba la digestión, y no cambiaba el color ni el gusto de las verduras como pasa con la sal de mar, que dicen que es muy fuerte. Toda la gente en Zapotitlán usaba esta sal para comer, y la compraba por maquila, aunque a veces Pablo la vendía por media, por tercio y por carga. Ahora se vende más por latas y costales o bultos. En ocasiones Pablo iba los sábados al mercado de Tehuacán a vender su sal en pequeñas bolsas, pero antes se usaban los cachaches o canastos de palma donde cabían hasta 45 kilos, y dicen que también se usaron en la antigüedad. En ocasiones venían gentes desde Atlixco a comprar sal para revenderla, y también venían de Izúcar, de Moralillo, y de Ajalpan para venderla en sus mercados.

Pero lo más emocionante para Pablo, lo que definió su vocación de salinero y distribuidor de su producto, fue iniciar esos largos viajes de venta de la sal hacia otras poblaciones. Este era el punto culminante de los esfuerzos en las salinas, y es algo que continúa siendo orgullo para algunos salineros de Zapotitlán: llevar uno mismo la sal a otros pueblos y mercados. Ya para la segunda mitad del siglo XX, la carretera estaba pavimentada y se podía llegar más fácil hacia otros pueblos de la Mixteca, así que Pablo acompañó a su papá en los viajes, con su camioncito Ford, donde había que cargar todo lo necesario para una semana o más de andanzas. Llevaban su sanitario, agua, cazuelas, platos y tenates. Nunca comían en restaurantes. También cargaban su propia cerveza, su aguardiente y su colchón. Llevaban unas 80 medias, o sea, unas 20 cargas de sal que vendían a veces por maquila, por litro, o la media misma para revender. Llegando a los pueblos rentaban las bocinas locales para anunciar la sal, y si no había, pues a puro grito: “¡¡la saaal!!, ¡¿quiere saaal?! Entonces la gente salía y se juntaba alrededor, y así se iban de un lugar a otro.

 

Las ventas eran directas, pero a veces en los pueblos hacían trueque de sal por otras cosas necesarias. Una maquila de sal, o sea, cinco litros, valía ocho litros de maíz de temporal, o 32 piezas de pan, o dos maquilas de cacahuate, y así con muchas otras frutas. Las rutas casi siempre iban para la Mixteca, empezando por San Juan Raya, y siguiendo hacia cerca de San Pedro y San Pablo Tequixtepec, ya dentro de Oaxaca, para continuar por Petlalcingo, Santo Domingo Tonalá, San Agustín Atenango, y hasta Santiago Juxtlahuaca y Putla. Pero entraban por muchos pueblos de uno y otro lado de la carretera. Entonces se cruzaban con lugares que también consumían sal de otras salinas que eran la competencia, como las de Santa María y San Ildefonso. Este era el caso en San Jorge Nuchita, a pocos kilómetros al sur de esas salinas. Por eso era necesario conocer los nombres de algunos salineros de aquellos rumbos. La gente ahí no compraba sal de Zapotitlán y preguntaba si eran de San Ildefonso, entonces se les decía que sí, que conocían a fulano y zutano. Se le ponía por encima un poco de sal de aquellos rumbos a la traída de Zapotitlán, entonces los compradores veían y olían la sal, y hasta la probaban, y ya convencidos, se les podía vender la propia. Cosas de la experiencia y la necesidad.

Muchos años han pasado y Don Pablo, ahora hombre de edad, continúa trabajando en sus salinas. Sabe que las cosas cambiaron mucho, ya no es igual que antes. Ahora los jóvenes tratan de sacar más sal con menos esfuerzo y mayor ganancia, mediante el uso de nuevas técnicas, pero al costo de perder formas de convivencia que de alguna manera unían a las gentes y a los pueblos a través de sus distintas actividades. También sabe que esa sabiduría para entender cómo y cuándo hacer la sal les venía de muchos siglos antes, como se adivina por los cacharros y sepulturas antiguos que se encuentran en las salinas. Sabe que mucho tiempo más atrás fue el trabajo de la sal lo que hizo grandes y poderosos a los señores de Cuthá, el Cerro de la Máscara, que dominaron toda la región de Zapotitlán y más allá, antes de que llegaran los españoles. Y después de eso, siguió siendo la sal la que mantuvo la riqueza de sus descendientes, los caciques de Zapotitlán.

Hoy en día las salinas son de comuneros y particulares, y hay muchos salineros viejos y jóvenes en los antiguos parajes, pero ya no es el mismo ambiente. Ahora la sal también se hace para atraer al turismo y a la televisión, y para conseguir apoyos del gobierno. Ahora Zapotitlán es más conocido en el país, y han cambiado mucho sus calles donde se sienten los dólares que mandan los paisanos que se fueron al norte. Pero el recuerdo de las épocas cuando había mucho trato entre las gentes que desde muy lejos iban y venían a pie entre los parajes, las barrancas y los caminos de arriería actualmente abandonados y llenos de cactus, se convierte en una presencia nostálgica en su memoria, y a la vez en una esperanza de que los habitantes de estas regiones sigan buscando esta bendita sal, hecha con el agua de los pozos y el sudor de muchas generaciones.

Son muchos los salineros y amigos de Zapotitlán Salinas que compartieron experiencias, anécdotas y conocimientos. Agradezco en especial a Zenaido Castillo, Pascual Carrillo, Raúl Carrillo, Vicente Rivera y Pedro Miranda.

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Blas Román Castellón Huerta pertenece a la Dirección de Estudios Arqueológicos, Instituto Nacional de Antropología e Historia.

Notas:

1. Posiblemente del náhuatl quaxochtli: “término o lindero de tierras o de ciudades”, según el vocabulario de Alonso de Molina. Aquí se usa ampliamente para cualquier muro o construcción de piedras.

2. Del náhuatl tepicilli: “ripio, piedrezuelas pequeñas”, según el vocabulario de Molina. Se trata de guijarros o pequeñas piedras boludas que se colocan firmemente como piso de los patios salineros antes de echar la cal sobre ellos.

3. Verso de “La hija del molinero” de Lord Alfred Tennyson (1809-1892). Se encuentra grabado en una salina del paraje de Las Grandes.

4. Pala larga de 1.50 metros, con una hoja de hierro plana en el extremo para mover y juntar la sal. Cuando se forma la segunda sal, o sal de arrobas, y se seca, los terrones duros se “aflojan” con esta herramienta.

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