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EL COLOR DEL DESEO

ELISA RAMÍREZ CASTAÑEDA

Rojo Deseo, Irma Pineda, Ilustraciones de Alec Dempster, Incluye un CD, Premio Caballo Verde

 

Rojo es el deseo, roja la pasión

roja es la sangre, rojo el huipil

roja la rabia, la revolución

roja es la rosa tatuada que su amante roza

rojo este libro de sal y de miel.


Rojo es también el sonrojo del pudor que provocan sus palabras y recalcan las distancias: en mi tierra y en mis tiempos, estas cosas que no se decían nunca. El silencio reposaba en una división tajante entre el amor y el deseo, la respetabilidad y la lujuria, la perdición y la redención que persistía aún entre las más descreídas: era el silencio de una falsa moral que no permitían convivencia y calificaba de lascivia toda cercanía —y el calor o la proximidad del mar, bien decía mi abuela, prohíjan ayuntamientos ilícitos.

Este libro resulta inusitado para quienes no han subido al guayabo desde una hamaca, o para quien no ha maullado de placer a cielo abierto.

El arquetipo de las mujeres juchitecas liberadas y cabronas, autónomas y fotogénicas es muy peligroso. Se ha vuelto el modelo de feminismo: ahora eso es lo esperado, la máscara, la imagen folclórica modernizada. En este libro, sin embargo, hombre y mujer conviven, cada cual en su sitio. Narrado en voz femenina, claro, pero sin esa variante de feminismo “ni dios ni amo, ni marido ni partido” de las europeas más radicales que inventaron, un poco, el matriarcado juchiteco. No se trata aquí de empoderarse, ni de eliminar al otro; la mujer, aquí, se define en términos de libertad, no de poder. Aquel feminismo de moda y de cuotas, por otra parte, resulta a veces incómodamente estrecho.

Sólo tras hacer estos deslindes cabe la complicidad con el taganero cuando entra al sueño y, detrás de sus dedos, encontrar un amor exactamente a la medida del deseo. Porque acercarse a otro cuerpo —para una parte mayoritaria del erotizado universo— es la única forma de adquirir el cuerpo propio.

Uno de los relatos famosos de Andrés Henestrosa era la historia de cuando quiso ser taganero: esa extraña forma de perversión sólo era posible en aquel Juchitán ya inexistente, donde no había cercas ni luz eléctrica que protegieran a quienes dormían en los corredores, lejos del calor encerrado, hasta que el sereno del amanecer refrescaba y obligaba a los adormilados a entrar.

El taganero salía de noche a buscar a aquellas mujeres que dormían a la intemperie, untado de cebo y ceniza para ennegrecerse y volverse invisible y resbaloso. No lastimaba ni violentaba a las elegidas, solamente las tocaba y olía después sus dedos, impregnados por el aroma de aquella a quien le era dado manosear, puesto que no la miraba casi. Andrés no pudo continuar su aprendizaje porque nunca pudo concertar las indispensables negociaciones con los perros, que siguen cuidando en todos los patios, metiendo bulla a quienes pasan de noche: fantasma, persona o animal —buenos o malos.

Algunos taganeros —de taga’na, mapache, por su forma de oler su comida— se topaban con el obstáculo de algún hombre despierto a deshoras, quien a pedradas y con insultos ahuyentaba al intruso; o con el pudor de alguna mujer que a gritos lo denunciaba. Pero muchas otras veces no despertaban, o se hacían las dormidas. El verdadero reto del taganero, sin embargo, era entrar al sueño erótico de la dormida —no físicamente, como los íncubos— y convertirse en parte de algo inexistente, que lo incluía sin conocerle, con un deleite irrepetible.

Ya bien despierta, Irma reta a su amado para que haga como taganero: “Un segundo para que toques mi sueño”. Y con eso basta, allí el amor se vuelve para siempre, puesto que la eternidad no se refiere a un lapso de tiempo, sino a una manera de estar con: “con todo, por nada”.

A lo largo de las páginas de este libro, la autora azuza, celebra, traza nítidamente las fronteras de su piel, e incita a algún otro a traspasarlas. Con su anuencia, por su exigencia, con su colaboración arranca, penetra, horada, hunde, muerde, siembra: verbos de trabajo, de faena, de naturaleza bronca y sin desbrozar. Este amor animaliza: los amantes son gatos, peces, colibríes, libélulas; cosifica: el amor es atadura, lazo; el cuerpo femenino es camino, país, bache, río; el falo es daga, árbol, cíclope, clavo, vara, molinillo.

Preguntaba y se contestaba el poeta Ricardo Castillo: “De qué estamos hechos que nos gusta tanto tocarnos/ de polvo/ceniza de un fuego que todavía arde”. Espejos, recipientes, los cuerpos no aparecen sino cuando se frotan, como lámparas mágicas, contra otra piel —y sólo florecen bajo ese roce. El deseo usa, para brotar a la superficie y para saciarse, los cinco sentidos: ver cómo el otro, o uno mismo, se transfigura ante la mirada; el sexo —masculino y femenino— bajo la lengua que saborea sal o miel; su olor de mar y flor; la piel que va renaciendo conforme avanza el tacto y al fin el oído, que apunta lo que sucede al otro, a través del gemido y el suspiro.

El deseo es como un agujero: mientras más se le saca, más grande se hace. Deja de ser deseo tras la consumación y viene entonces la caída y el retorno: desear más, desear de otro modo. Como el mar, el deseo es necio, repetido y a la vez constante en su movimiento pero impredecible e incontenible en sus variaciones. Una de las metáforas más socorridas en este libro, además del fuego, es el mar; porque el agua busca, escurre por cualquier ranura —como bien pueden decir quienes reparan humedades en las casas o en las almas.

La complicidad es el adverbio que rige todos los verbos que se dan en la brama pura que mueve a los cuerpos animales.

¿Quién es el amado? Engendro formado de fragmentos, imposibilidad. El otro no es personaje aquí, sino simple interlocutor, espejo del propio cuerpo. “De noche todos los gatos son pardos”. Nunca se dibuja al amado sino en la ambigüedad: el roce del taganero pierde su eficacia al despertar la beneficiaria. En la vigilia, a diferencia del sueño, el control perdido sólo se recupera o interpreta después, a través de las palabras.

Baja la marea, se aquietará el mar embravecido y luminoso; este amante, sereno y rojo, apenas será el hermosísimo paisaje del atardecer. El cuerpo del otro definió los bordes de la propia carne, pero la intensidad misma anuncia el carácter efímero del amor —apenas el roce de un taganero entre las piernas— que huye en cuanto tiene el olor en las manos. La libélula busca su reflejo bajo el agua y traza círculos concéntricos dónde apresarlo; igual hace Irma con sus líneas.

Para detener el jubiloso zarandeo de la hamaca o el chirrido de la cama de penca, son necesarias las palabras: nombrar, plasmar, guardar. Bien pronto —entre los poemas más tórridos— se anuncia que el otro tendrá que marcharse, hay que desearle buen viaje, saber que se irá. Y guardarlo, como si fuera un tulipán rojo entre las páginas de un libro —los versos quedarán marcadas por el amarillo de los estambres y el jugo como de óxido del estigma, largo y erecto. Lo que sucedía ante el otro, solamente, se guarda ahora en poemas, imágenes, fotos, sueños y recuerdos.

La poesía sirve —a quienes la escriben y a quienes la leen— cuando se intenta detener un instante, como si se atravesara la aguja en la tela del bordado para dejar una puntada que se convertirá en una flor: el chispazo de la felicidad o el amor, los momentos de un dolor tal —cuando las palabras de uso diario no bastan. La poesía sirve para guardar las cosas más queridas, las más terribles, las más hondas: nombrándolas se les conserva cerca, o se les pierde el miedo, o se les convierte en amuletos que nos permiten encontrar —con la claridad de un relámpago— trechos de la vereda ya caminada.

Aquí, Irma Pineda se aparta del quebranto y nos habla desde un patio fresco; escribe desde versos saciados de aquello que no puede, nunca, repetirse. Tras cerrar este libro, nos queda la certeza “de que hubo un tiempo / que en mi corazón fue primavera / y yo te amaba”

Así, y sin punto final —nunca los usa— termina el libro, pero no la poesía.

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