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EL GRAN AFUERA UN ENSAYO SOBRE NUESTRO LUGAR EN EL MUNDO

Linda Hogan

En las historias naturales europeas, lo frecuente era que la imaginación humana se proyectara al mundo exterior. La Historia Natural de Plinio por ejemplo era un mapa errático del mundo real. Había humanos con cabeza de perro que sólo podían ladrar, hombres con la cabeza en el pecho, y gente con un solo pie pero con la habilidad de saltar poderosamente y usar su pie para darse sombra. Había sirenas, manantiales que -se creía- garantizaban la eterna juventud, e islas habitadas por ángeles y demonios. En alguna época los egipcios creyeron que la gente del otro lado del mundo caminaba al revés. Los bestiarios incluían al fénix, grifos y unicornios. Sin forma factual, ni conocimiento, ni ser siquiera observables, estos mundos fantásticos se convirtieron en el mundo que veía la mente humana.

Incluso en tiempos posteriores, la relación entre la naturaleza y la humanidad planteaba un dilema. Alguna vez se pensó que el mundo entraba por el ojo, y que sólo existía a través de nuestra mirada. Mucho se debatió sobre cómo una montaña podía caber en un ojo humano. Estas dificultades con la perspectiva empujaron a los humanos hacia otras conclusiones no menos erróneas que creer ante todo en el ojo del espectador. Euclides pensó que el ojo era el punto de origen de todas las cosas. Platón creía que el mundo emanaba del ojo, mientras otros pensaban que había algo en los objetos que nos permitía percibirlos. En cualquier caso, la mayoría de estas teorías disminuía a la naturaleza y acrecentaba al ojo humano. La visión concernía sólo al que ve, no a lo visto.

Nada más diferente de cómo ven al mundo los pueblos tribales de todos los continentes. Desde la perspectiva de aquellos que han permanecido sobre su propio terreno durante miles de años, hubo –y hay– otros puntos de vista. Para los pensadores tribales, el mundo exterior crea lo humano; estamos vivos en procesos adentro y afuera de ser. Es una manera más humilde de mirar al mundo y, por mucho, más estable. La naturaleza es la creadora, no lo creado.

También existe una geografía del espíritu que está unida a y proviene de la más grande geografía de la naturaleza. Berard Haile, un sacerdote que viajó entre los navajo en la década de 1930, estaba asombrado por la complejidad de sus conocimientos, que existían en el contexto de lo que hoy llamamos un ecosistema. La ceremonia del Camino Ascendente por ejemplo, incluye todos los aspectos del crecimiento vegetal; el movimiento hacia arriba entre más hondo crecen las raíces, los insectos arriba y bajo la tierra, las especies de aves que acuden a determinadas plantas. Cada aspecto de la ceremonia revela un vasto conocimiento del mundo. Para lograr la curación, esta vida y este mundo exteriores deben ser tomadas y “vistas” por el paciente como parte de un mismo sistema de trabajo.

Laurens van del Post, escritor, naturalista y psicólogo criado en África, escribió en el ensayo The Great Uprooter sobre cómo un sueño le anunció la enfermedad de su hijo. En el sueño, el hombre joven estaba en la playa, incapaz de moverse, viendo una creciente de la marea chocar contra él. De la espuma salió un gran elefante negro que caminó hacia él. Fue este sueño, van del Post estaba convencido, lo que anunció el cáncer de su hijo, el primer momento del cambio celular. Van del Post consideró al sueño como algo procedente del “gran afuera”: esta experiencia parecía abarcar, dijo, todos los afueras y los adentros que puede experimentar una persona.

 

La naturaleza es definida hoy con demasiada frecuencia por personas que están separadas de la tierra. Un tal mundo que carga y crea el espíritu humano. Demasiadas pocas veces es comprendido el hecho de que el alma reside en todas las intersecciones entre la conciencia humana y el resto de la naturaleza. La piel apenas es un recipiente. Nuestras fronteras no son sólidas, somos permeables, e incluso cuando somos soñadores solitarios estamos enraizados al alma de afuera. Si nos abrimos con suficiente fuerza para conectarnos con el mundo, nos convertimos en algo más grande que nosotros mismos.

Al cambio del siglo pasado la escritora lakota Zitkala Sa (Gertrude Simmons Bonnin) escribió sobre la separación entre la humanidad y el mundo natural como una gran pérdida para ella. En su autobiografía dice que la naturaleza fue lo que le ayudó a sobrevivir su internamiento forzado en un internado indios:

“Estaba dispuesta a maldecir a los hombres de pobre capacidad por ser los enanos que su Dios hizo de ellos. En mi proceso de educación perdí la conciencia del mundo natural que me rodeaba. Así, cuando una rabia oculta me llevó a la pequeña prisión de muros blanqueados que entonces llamaba mi habitación, me alejé inopinadamente de mi propia salvación. Según los papeles de los blancos había renunciado a mi fe en el Gran Espíritu. Por esos mismos papeles olvidé la curación por los árboles y los manantiales. Cual árbol esbelto, fui arrancada de mi madre, de la naturaleza y de Dios”.

Zitkala Sa pudo coincidir con Plinio en que había hombres ladrantes con cabeza de perro, y hombres con la cabeza, no el corazón, en el pecho.

La pérdida del alma es lo que ocurre cuando desaparece el mundo a nuestro rededor. En las comunidades hispánicas contemporáneas de Estados Unidos, la pérdida del alma se llama “susto”. Una condición frecuente en el mundo moderno. El susto comenzó probablemente cuando el alma fue expulsada de la naturaleza, cuando la humanidad se retiró del mundo, cuando hubo dos cosas separadas: lo humano y la naturaleza, lo animado y lo inanimado, lo que es y lo que no es sensible. Fue entonces que el alma se dispersó y desmoronó.

 

En sentido contrario y para curar la pérdida del alma, los miembros de ciertas tribus en Brasil que perdieron trágicamente su tierra y su lugar en el mundo, visitan y re-imaginan la naturaleza para curarse. El antropólogo Michel Herner estudió los métodos de sanación entre los indios reubicados en un barrio miserable en Perú. La curación se realiza de noche en un bosque, y la persona es devuelta por un momento a la tierra que conoció antes. Esta gente se cura a través de sus conexiones renovadas, sus “visiones del mundo del río y la selva, incluyendo animales, serpientes y plantas”. Desafortunadamente, estos lugares son, ellos mismos, fantasmas de lo que fueron.

La cura del susto, enfermedad del alma, no aparece en los libros. Está escrita en la corteza de un árbol, en el silencio nocturno bajo la luz de la luna, en los bancos de un río y en el movimiento del agua. La curación está fuera de nosotros.

En los años 1500, Paracelso, considerado por muchos el padre de la medicina moderna, era rechazado por sus contemporáneos. Por un tiempo, sin embargo, él casi devolvió la práctica médica a un más amplio espacio de relaciones al enfatizar la importancia de la armonía entre el hombre y la naturaleza. Su punto de vista sobre la curación residía en seguir aquel que conservaban los ancianos de las tribus, que considera al ser humano un modelo en miniatura del mundo y el universo. Vastos espacios se concentra dentro de nosotros, pensaba, un firmamento interno tan grande como el mundo de afuera.

El mundo de la mente puede ser encantador, y vasto. Gracias a su existencia una persona puede recordar el rocío matinal en una colina, el bosque de helechos, y el cielo negro que los luiseños llaman su espíritu, reconociendo que el alma del mundo es grande dentro del alma humana. Implica un sentido amplio y generoso del yo, la vida y el ser, como si el cuerpo no fuese sólo una creación de los elementos del mundo, sino el aire, la luz y el cielo nocturno hubieran creado una visión interior que algunos han considerado el mapa del cosmos. En la astronomía lakota, las estrellas son el aliento del Gran Espíritu. Es como si los antiguos lakota hubieran previsto las modernas física y astronomía, ciencias que hoy nos dicen que somos materia transformada de las estrellas, que el cuerpo humano es una especie de cosmología.

El camino hacia adentro ha sido siempre la dirección equivocada. Una persona parece tan diminuta, mientras el afuera es el río, la montaña, el bosque de helechos y árboles, el desierto con sus lagartijas, los glaciares que se derriten y se congelan, los movimientos de la vida. La cura para la pérdida del alma radica en el sereno de la mañana, el pasto que creció un poco durante la noche, el primer aliento de la luz del sol, el humano que despierta en un mundo infundido de inteligencia y espíritu.

 

(Traducción: Hermann Bellinghausen).

 

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| Linda Hogan, escritora, poeta, dramaturga y ambientalista chiksaw (Denver, Estados Unidos, 1947) es autora de las novelas El pueblo de la ballena y Tormentas solares, y los poemas de Barro rojo, Ahorros, Eclipse, Viendo a travОs del sol, Redondeando la curva humana, El libro de los remedios e Indios. Ojarasca ha publicado su poesía en varias ocasiones (ver http://www.jornada.unam.mx/2013/11/09/oja-ballenas.html). El presente ensayo apareció originalmente en la revista neoyorkina Parabola, y fue incluido por la autora en la antología The Inner Journey. Views from Native Traditions, Morning Light Press, 2009.

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