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BARTOLOMÉ DE LAS CASAS, PRECURSOR DEL PRI

Daniel Montañez Pico

El PRI es un modelo de aquellas cosas que son simultáneamente descifrables e indescifrables. Aquello que todo el mundo sabe, pero nunca se termina de precisar. He preguntado a varios y varias compañeras si conocen algún libro que explique este fenómeno, pero no pasan de recomendarme pequeños textos que lo esbozan u obras generales de la historia del Partido Revolucionario Institucional (PRI) que, de forma más o menos crítica, describen sus fechas y acontecimientos claves. Pese a mi esfuerzo, sigo sin encontrar ese libro que descifre lo que todo el mundo sabe: que el PRI es mucho más que un partido político.

Cuando decimos “PRI” hablamos de una cultura política que impregna a la sociedad. Esta cultura política ha gobernado México desde hace mucho tiempo y no sólo ha estado impulsada por el PRI, la observamos en otros partidos, organizaciones y en la sociedad en general. Algunas de sus estrategias son la promoción de programas asistencialistas en las zonas pobres; la organización de eventos festivos para dar despensas, comprar votos, cooptar y manejar líderes sociales o sindicales; dejar cierta autonomía a quienes la luchen a cambio de una retribución política; generar divisiones en el seno de los pueblos y comunidades; violencia directa con mecanismos extra-estatales; un intenso trabajo sobre la memoria y los símbolos colectivos en su propio beneficio, etc. Todo ello elaborado con el gran objetivo de controlar las posibilidad de transformación social que habita en los movimientos, pueblos y comunidades de nuestro país. Por poner sólo un ejemplo, Marta Acevedo mostró en su fantástico libro El 10 de mayo (Martín Casillas Editores, 1982) cómo se instauró la festividad del día de la madre en 1922 para frenar el auge del movimiento feminista de Yucatán con el apoyo fundamental del periódico Excélsior y José Vasconcelos. En 1916 las feministas de Yucatán organizaron el Primer Congreso Feminista de México, y segundo en América Latina, y también participaron en la defensa de sus derechos en la construcción de la Constitución de 1917, algo que el poder no podía soportar. Qué mejor que crear la figura idealizada y sacralizada de la madre cuidadora frente a la de la mujer autónoma, libre, rebelde y defensora de sus derechos que reivindicaban las feministas de aquella época.

Los pueblos indígenas del país tienen un especial papel en todo esto. Son de los principales bastiones para la implementación de esta cultura política. En sus territorios se experimentan cada día diferentes y renovadas formas de control, como bien saben en los pueblos y hemos podido observar quienes hemos pasado largo tiempo en comunidades. Las principales y más importantes revueltas y movimientos de transformación social de nuestra historia provienen de estos territorios, por lo que el poder se esmera en conseguir que se mantengan a raya de diversas formas.

Recientemente Josefa Sánchez Contreras, del pueblo zoque del Istmo de Tehuantepec y colaboradora de Ojarasca, me dio una clave: para comprender el poder del PRI y su cultura política sobre las comunidades indígenas hay que acudir a los estudios mesoamericanos, investigando cómo se aprovechan de las costumbres propias y ancestrales de los pueblos indígenas para ejercer su poder. Bajo nuestro punto de vista, esta cultura política que hoy llamamos PRI, que se ensaña con los pueblos indígenas y con el país en general, tiene sus orígenes en la conquista y evangelización forzada del continente. El poder colonial castellano supo implementar desde el principio esa mezcla de estrategias violentas y “pacíficas” destinadas a despojar, controlar y someter a toda la población. Y una de sus principales técnicas era aprender los conocimientos locales de los pueblos indígenas para usarlos en su propia contra y convencerlos de la supuesta bondad de sus actos.

 

Varios frailes, sobre todo franciscanos, dominicos y jesuitas, fueron los campeones en la implementación de las estrategias “pacíficas” de conversión y dominación desde el siglo XVI. Los llamaron “defensores de los indios” y Bartolomé de las Casas, fraile dominico y obispo de Chiapas, fue el más conocido de todos ellos. Las Casas defendió frente a Sepúlveda y sus seguidores un discurso muy elaborado en defensa de la evangelización “pacífica” de los pueblos indígenas. Abrumado después de asistir en persona a la matanza indiscriminada de indígenas en México, viajó a España para rogar al rey que frenara ese genocidio y promulgara leyes que defendieran a los pueblos indígenas. Él consideraba que estos pueblos podían autogobernarse y ser evangelizados de forma pacífica y paulatina, de modo que así servirían mejor a Dios y al rey. Al hacerlo de forma violenta sólo se generaba más tensión, revueltas y muertes. Aitor Jiménez González, en su libro La colonialidad del Poder Constituyente: un estudio sobre los fundamentos racistas del poder y del gobierno en América (próximo a publicarse en la editorial Traficantes de Sueños de Madrid), ha llamado a esto “política de hechos consumados”. Es decir, primero hay una conquista y un despojo y, solamente después, se genera todo un andamiaje de discursos y prácticas de “defensa” de la población colonizada destinado a organizar su fuerza de trabajo y a darles ciertas concesiones para frenar posibles revueltas y así mantener el orden colonial.

Pero Bartolomé de Las Casas sólo se centró en el discurso. Tuvieron que ser otros los que implementaran las políticas y experiencias de esas ideas. Bernardino de Sahagún, fraile franciscano, es conocido por investigar temprana e intensamente las lenguas, historia y costumbres de los pueblos nahuas. Dirigió el Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco (en el edificio que hoy día es la iglesia de Santiago Tlatelolco en la Ciudad de México), donde se instruía a los hijos de caciques y líderes indígenas para que el día que tomaran los cargos de sus padres, manejaran con las ideas católicas a sus pueblos. El oidor y obispo de Michoacán Vasco de Quiroga fundó varios hospitales en la Ciudad de México y Michoacán. Los llamó hospitales-pueblo y eran conjuntos arquitectónicos donde alrededor de un templo católico se llevaban a cabo labores de apoyo médico, alimenticio, educativo y social a la población indígena. De forma similar, los jesuitas hicieron las famosas reducciones en la zona guaraní en el sur del continente. Las reducciones funcionaban como refugios para los indígenas que buscaban trabajo, educación y cobijo; llegaron a ser muy fructíferas económicamente, sobre todo en relación a la producción de la hierba mate. Ambas experiencias, pese a que se muestren como intentos bondadosos de crear comunidades pacíficas y utópicas, respondían a la política de hechos consumados. Los pueblos indígenas, después del despojo, genocidio y vejación que habían sufrido, acudían a estos espacios en busca de ayuda. Entonces, aprovechando esa necesidad se les evangelizaba y se les ponía a trabajar.

 

¿Qué ha cambiado hoy? Sustancialmente, nada. Las reducciones y los hospitales-pueblo ofrecían despensas y refugio a cambio de evangelización y control social. El PRI ofrece despensas y promete seguridad a cambio de votos y poder político. Los frailes aprendían las lenguas y culturas indígenas para evangelizar mejor a los pueblos. El PRI crea la Comisión Nacional de Desarrollo Indígena (CDI) para mercantilizar los saberes y productos de las comunidades. En la guerra contra los pueblos indígenas se asumen y generan estrategias para hacerla llevadera; primero se revienta todo y luego la misma gente que lo reventó ofrece la salvación. Bajo el halo de bondad, caridad y ayuda se siguen escondiendo prácticas para contener a los pueblos y sus potencias de cambio social basadas en ancestrales experiencias comunales de vida.

Es lamentable que profesores e investigadores de renombre de nuestra Universidad Nacional y de otras universidades sigan idealizando a estos supuestos “defensores de los indios” que en las comunidades reales casi ni los conocen (incluso académicos dizque críticos y militantes por la liberación de América Latina). De alguna manera, aunque no lo voten, ellos también son del PRI, de esa cultura política que usa el asistencialismo y el paternalismo para someter a los pueblos y comunidades de México y de todo el continente.

Pero los pueblos indígenas no son pasivos y conocen bien estos mecanismos. Llevan cientos de años luchando contra ellos y usándolos también en su propio beneficio. Oswald de Andrade, modernista brasileño, llamó a eso “antropofagia cultural”, basándose en la experiencia de resistencia indígena tupí-guaraní. George Lamming, Aimé Césaire y Roberto Fernández Retamar, pensadores caribeños, lo llamaron la “política de Calibán”, basándose en la experiencia de resistencia de los esclavos negros. En definitiva, se trata de la gran capacidad de los pueblos indígenas para hacer frente a esta cultura política opresora y colonizadora, de mantener lo comunal en medio de esta larga guerra contra lo comunal. De hacer cotidiano, como dijo James Scott, ese “arte de no ser gobernados”.

 

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| Daniel Montañez Pico estudia el doctorado en Estudios Latinoamericanos y es profesor en la UNAM.

 

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