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DEFENSA DEL TERRITORIO EN LA MONTAÑA DE GUERRERO

Giovanna Gasparello

Nosotros somos originarios, mè’phàà, desde el ombligo de la madre aquí estamos, y aquí nos van a enterrar para reunirnos con ella”, afirma Silvino, ex comisariado de Bienes Comunales de Colombia de Guadalupe, comunidad mè’phàà enclavada en la Montaña. En las entrañas de la tierra está la raíz de la vida y la muerte de las mujeres y hombres de la Montaña. La poderosa imagen evocada por Silvino explica el arraigo al territorio y la radicalidad de la lucha contra la explotación minera que los mè’phàà de la región sostienen desde hace años.

Es una lucha de gran envergadura. Los pueblos enfrentan a compañías transnacionales y al Estado mexicano que, en la Montaña y Costa Chica, ha otorgado 44 concesiones mineras en 200 mil hectáreas de territorio ocupado por comunidades indígenas y campesinas, que en ningún caso han sido informadas ni consultadas sobre los proyectos extractivos en sus tierras y territorios.

Tres grandes concesiones afectan a la Montaña: La Diana-San Javier y Toro Rojo en la parte oriental, y Corazón de Tinieblas en la parte occidental. En el primer caso, es activo un proyecto de explotación minera impulsado por la canadiense CamSim sobre una concesión de 15 mil hectáreas, mientras Toro Rojo incluye nueve mil concesionadas hasta 2059. La concesión de 50 mil hectáreas llamada Corazón de Tinieblas cubre los núcleos agrarios de Totomixtlahuaca, Acatepec, Tenamazapa, Pascala del Oro, Iliatenco, Tierra Colorada, Tilapa, Colombia Guadalupe y San Miguel El Progreso. Esta concesión fue otorgada a la inglesa Hochschild Mining, que abandonó el proyecto en 2016 tras enfrentar un juicio promovido por la comunidad de San Miguel El Progreso, cuyo territorio se encontraba por el 80 por ciento comprendido en la concesión. Sin embargo, los comuneros aún no habían terminado de festejar la cancelación de la concesión, que ésta ya había sido solicitada a la Secretaría de Economía por otra empresa.

 

A finales de junio de 2017 se registró una nueva victoria jurídica de la comunidad de San Miguel, pues el Juzgado de Distrito de Chilpancingo ordenó que la Declaratoria de libertad de terreno se declare insubsistente ya que es “ilegal” y “viola su derecho colectivo a la propiedad territorial indígena […] al quedar visto que no se trata de ningún terreno libre”, y vincula eventuales nuevas concesiones mineras al respeto de los derechos indígenas, entre ellos la consulta libre, previa e informada (sentencia relativa al juicio de amparo 429/2016, 28 de junio 2017).

El caso de San Miguel El Progreso es emblemático de un proceso de defensa territorial que abarca toda la región de la Montaña y data de 2010, año en que los pueblos se enteraron de las concesiones mineras vigentes en sus territorios. En principio, la resistencia fue encabezada por la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias-Policía Comunitaria.

La lucha de defensa territorial surge de una concepción multifacética del territorio, que descansa en una racionalidad para la cual no hay separación entre los seres humanos y no humanos: la relación de interdependencia y colaboración entre los fenómenos naturales, los seres vivientes y los bienes comunes naturales permite la reproducción de la vida misma. Esta concepción se opone a la racionalidad económica de gobierno y empresas que considera los territorios indígenas como espacios vacíos para explotar de diferentes maneras. Mientras el territorio sea un espacio de producción y reproducción natural, económica, cultural y organizativa, quienes lo habitan no permitirán que sea transformado en una zona de sacrificio, esto es, un espacio vaciado y funcional a los intereses privados mediante la eliminación de la población y de sus formas y modos de vida previos.

La estrategia jurídica adoptada por los abogados del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan, que apoyaron la comunidad de San Miguel El Progreso, hace particular énfasis en la significación simbólica del territorio, y en la relación mutuamente constitutiva entre territorio y cultura, un enfoque ya utilizado por el pueblo wixárika en una análoga lucha en contra de los proyectos mineros en el santuario de Wirikuta.

El territorio de la Montaña es un mapa simbólico marcado por múltiples sitios sagrados, en los cuales se celebran los rituales dedicados a las potencias y espacios naturales que intervienen y regulan la vida de mujeres y hombres: Agu (el Fuego), Akha (el Sol) y Go (la Luna), Mbaa (la Tierra), Juba (la Tierra), Begó (el Rayo), Iduú na’ma (el Manantial). El buen funcionamiento de la vida ritual es consustancial a la sobrevivencia del pueblo mismo. Según Silvino, “hay pueblos donde no hay la costumbre de rezar, y por eso se inundan. Si los rezanderos no suben al cerro el 24 de abril, el rayo es muy diferente aquí, quema cables, focos, aparatos. Cuando ellos rezan cae el agua normal, sin ciclones ni huracanes”. Y siendo la vida espiritual conectada al territorio por medio de los lugares sagrados, pues según los principales de San Miguel El Progreso “la iglesia está por todos lados”, la amenaza de transformación territorial alertó a los habitantes sobre su vida entera.

 

La relación “personal” entre habitantes y elementos naturales a través de los lugares sagrados que conforman el etnoterritorio simbólico, y que se expresa en las ofrendas y las peregrinaciones, es elemento de arraigo, explica por qué vivir allí y no en cualquier otro lado, y es lo que confiere radicalidad a la defensa comunitaria contra los megaproyectos extractivos. Los habitantes de la región han movilizado el espacio ritual para la defensa territorial. “Todos los años se pide a Tata Bégó que nos proteja de la mina. Vamos a la iglesia, a la punta del cerro, al río a pedirle a Dios que nos ayude a ganar el asunto”, afirma el comisario de San Miguel.

Para los mè’phàà la celebración a Tata Bègò, el Señor del Rayo o San Marcos, los días 24 y 25 de abril, que separa la estación seca de la estación de lluvias, es la más importante etapa del ciclo ritual que continúa con la Santa Cruz, que coincide con la siembra del maíz, en los primeros días de mayo, la fiesta de San Miguel (29 de septiembre) en la que se reciben los primeros jilotes (pequeños elotes), y la ceremonia al Fuego en enero, cuando toman posesión las autoridades comunitarias y se agradece la cosecha. El ciclo ritual acompaña al ciclo agrícola, y muestra cómo la producción material y la reproducción social y simbólica están estrechamente ligadas y ancladas al territorio y a los elementos naturales.

Otra importante faceta de la territorialidad en la Montaña se liga a la tierra como medio de producción en el cual se desarrolla el trabajo agrícola, tanto para la subsistencia como la comercialización. El territorio es tierra que produce; por metonimia, se concreta en los frutos de la tierra y finalmente significa territorio como alimento. “Nosotros tenemos tres climas: más alto, frío; en medio, clima templado; más abajo, caliente. En el clima caliente sembramos todo tipo de mango, nuez, naranjas, papayas. En el templado, café. Arriba es bosque. Tenemos animales. Por eso no queremos minas. Cuando entra la minera mata el agua, después a los animales y nosotros”, afirma un principal de San Miguel. Aquí, la concesión minera afectaba casi la totalidad de las tierras templadas y bajas, esto es, la fuente de subsistencia de la comunidad.

En la Montaña, región marcada por altos índices de marginación y pobreza, la agricultura sigue jugando un papel fundamental entre la extrema diversificación de actividades que incluyen las “estrategias de vida” de los indígenas, aunque es evidente que el sólo trabajo en el campo no es suficiente para la reproducción material de una familia. La producción agrícola se ha diversificado en años recientes, con la siembra de árboles frutales y el impulso a la producción de miel “que de Colombia de Guadalupe se llevan a Houston”, explica Rutilio, joven apicultor. El otro y principal cultivo comercial de la región es el café, cuya introducción a principios de los años ochenta significó su incorporación al mercado nacional.

El trabajo en el campo sigue siendo una fundamental opción de vida digna. “Nos ayuda bastante el café, porque estamos en la huerta, no dejamos la tierra para ir a Sinaloa, a Estados Unidos, sino que los hijos los estamos creciendo aquí”, afirma Silvino.

En un contexto estatal y nacional marcado por la elevada migración y de la creciente cooptación en las redes criminales de aquellos a quienes el sistema económico dominante no ofrece ninguna oportunidad de vida y trabajo honesto, la forma de organización social y de vida en el territorio propio de los indígenas guerrerense representa un ejemplo de dignidad que es necesario defender. Salvar la sociedad mexicana de la crisis ambiental y de la espiral de violencia y corrupción en la cual el país está envuelto desde hace demasiado tiempo pasa también por defender los procesos que, como en las comunidades indígenas de la Montaña de Guerrero en la defensa del territorio, construyen alternativas de vida y convivencia.

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