LOS HOMBRES QUE HACEN REÍR. POR QUÉ ESCRIBIR POESÍA EN IDIOMA MÈ’PHÀÀ — ojarasca Ojarasca
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LOS HOMBRES QUE HACEN REÍR. POR QUÉ ESCRIBIR POESÍA EN IDIOMA MÈ’PHÀÀ

Hubert Matiúwàa


LOS DISCURSOS MODERNIZADORES DEL GOBIERNO, LA LÓGICA LIBERADORA, EL MULTICULTURALISMO, INTERCULTURALISMO Y EL PLURICULTURALISMO SON MENTIRAS TRIVIALES DE UNA NUEVA IDEOLOGÍA SUPUESTAMENTE “PROGRESISTA”

PARA LOS PUEBLOS INDÍGENAS, LA ESENCIA DEL PODER NO HA CAMBIADO, SÓLO HA CAMBIADO SU ESTRUCTURA COLONIZANTE

En el idioma mè’phàà, la poesía se nombra de muchas maneras, las definiciones dependen del contexto de la palabra y de quien la hace suya; por ejemplo, ajngáa xka’tsá/palabra que alegra, ajngáa dxáwua/palabra que aconseja o palabra de las estrellas, anjgáa xawíí/palabra que despierta, anjgáa tsi’yaa/palabra bella, ajngáa yáá/palabra miel, ajngáa tsíama/palabra que vino del tiempo. No existe el concepto que englobe todo, cada palabra en su diferencia hace el todo y cada una tiene su propia estructura poética de acuerdo a su uso.

En la memoria oral están presentes las diversas formas de la creación literaria. La transición a la escritura es reciente, por lo tanto, la poesía de los pueblos indígenas es milenaria, el hecho de que la diversidad idiomática que existe en México sea invisibilizada obedece a un proyecto de nación y una lógica de canon.

Hay una tendencia a convertir los idiomas en moda, folclorizarlas justo para no tomarlas en cuenta. A pesar de los procesos históricos de cambio en los derechos lingüísticos de los pueblos indígenas en México, los discursos modernizadores que se ostentan desde las instituciones de gobierno, la lógica liberadora, el multiculturalismo, interculturalismo y el pluriculturalismo son mentiras triviales en la formación de una nueva ideología supuestamente “progresista”; para los pueblos indígenas, la esencia del poder no ha cambiado, sólo ha cambiado su estructura colonizante.


El racismo y la discriminación se ven reflejados en todos los aspectos, más aun, se han exacerbado sobre todo en las zonas conurbanas a los pueblos indígenas: se marcan diferencias de clase en la lengua, la economía, la política; en el campo de la creación literaria se marcan fronteras entre poetas indígenas y no indígenas, en donde la categoría indígena sirve para referir toda la diversidad idiomática que existe, sin importar su diferencia sustancial.

La abuela decía que nuestros ancestros eran caminantes, que en el camino es donde conocemos a la carne que habla y en ese camino uno encuentra su nombre, no ese nombre común, sino ése que nos da identidad; en ese camino encontré a la poesía.

Recuerdo una tarde, después de la misa de San Miguel, al ver a tantos borrachos tirados en las calles, la abuela me dijo:

–Hace mucho tiempo los mè’phàà no conocían la alegría; el tlacuache al darse cuenta de esa situación fue y robó el pulque a su hermana la Señora del Cerro para dárselo a los mè’phàà, por esa razón el pulque es baboso, por la baba y la fuerza que puso el tlacuache en él. Los mè’phàà la bebieron y se emborracharon; al poco rato se alegraron pero más tarde empezaron a pelear; el tlacuache al darse cuenta se puso triste, porque en vez de traer la alegría trajo la tristeza; fue cuando el gusano oreja de olla le contó que allá, en la otra loma, hay hombres que saben hacer reír. El tlacuache fue a buscarlos, tardó varios días hasta regresar con ellos y trajeron la palabra que cuenta, la que unió los corazones de los mè’phàà.

Quince años después, su palabra sigue sonando en mi cabeza. Para mí, los escritores son aquellas personas que cuentan, hacen reír, enojar, y a través de su palabra dejan testimonio del tiempo que les tocó vivir. La palabra es una herramienta que siempre debe construir y reflejar el sentimiento de un territorio.


Cuando la abuela cumplió 85 años, le pedí que me contara las historias de los viajeros: en esas historias me dijo que xàbò/persona quiere decir carne que habla, aquello que te zumba en la oreja y te hace ix ix cuando estás solo en los caminos. En este sentido, xàbò es todo aquello que te interpela desde tu propio lenguaje y lo reconoces por esa manera de hablarte; lingüísticamente xàbò significa gente, persona o humano, referimos que es carne que habla a partir de la significación que la gente le da desde la memoria oral.

Para nosotros los mè’phàà, todos los seres que viven y vivieron sobre la tierra tienen palabra, pero su palabra es diferente a la palabra de los xàbò; esto no quiere decir que no se dialogue con ellos, sino al contrario, es la base de una ética en donde confluyen varios mundos.

La palabra de la carne es la palabra de este tiempo, es la palabra que se puede poner de acuerdo, sin importar la diferencia entre su hablar: na savi, náhuatl, tsotsil, español. Lo que importa es que sea carne que habla (xàbò).


La palabra de la carne está encargada de cuidar a las demás palabras, por tanto, es la responsable de la tierra, los cerros, los ríos y de sí misma. Según la memoria oral habrá un tiempo en donde nos encontraremos a todos los seres del mundo, ná mufuíín/pueblo de los muertos; ahí todos podremos comunicarnos en una sola palabra y en ese tiempo la palabra de la carne será juzgada por las demás, por eso hay que vivir con respeto, saber dar y recibir lo justo.

En nuestro tiempo, la importancia de la palabra que cuenta se torna fundamental; es necesario contar a las generaciones venideras la historia que nos dio identidad; sobre todo, contar de las palabras del río contaminado por los agroquímicos, el de la tierra arrasada por las mineras a cielo abierto, el del tigrillo curtido para adornar las mesas, el de la memoria oral desplazada por el canon literario.

La carne que habla debe crear comunidad ante las políticas violentas que alteran su vida. Los mè´phàà decimos, Murigú Ajngáa ló’/poner la palabra, la palabra se pone en la mesa para que todos aporten y ella vaya creciendo, es como una comida que se comparte; igual que la poesía, es colectiva.


Para seguir mis estudios, como la mayoría de mis paisanos, tuve que abandonar mi pueblo. Esa tarde la abuela dijo:

–Hijo, regresa antes de que la lluvia llegue a mis ojos.

En ese camino, me enteré que los mè’phàà somos la cultura más antigua de Guerrero y fuimos la más extensa territorialmente; en la actualidad nuestro territorio quedó reducido a la Región de la Montaña, único lugar en donde se habla nuestro idioma. En la época prehispánica, la lengua mè’phàà era conocida como yopi y sus hablantes eran llamados yopes o tlapanecas según el cacicazgo en que tenían asentamiento, siendo la denominación tlapaneca la de mayor relevancia para la historia oficial debido a que “yopes” se asoció al apelativo de rebeldes. Este cacicazgo nunca fue sometido por los aztecas y se mantuvo como señorío independiente durante el dominio mexica.

En la universidad leí al filósofo Walter Benjamin, y en una de sus tesis sobre el ángel de la Historia reconocí a mi pueblo en la mirada inevitable del pasado para entender el presente. Pienso que mis ancestros dieron todo para que nuestra lengua viviera, para que yo pudiera nombrar el mundo como lo nombro. Pienso que en esa mirada del ángel que habla Benjamin se confabula la esperanza para dar paso al futuro en donde nuestro idioma se fortalece ante el olvido.

Me enteré que el maestro de Benjamin, Walter Leman, estuvo en Centroamérica. Lo demuestra su obra magistral Las lenguas de América Central, y se doctoró con una tesis sobre el pueblo indígena de Sutiaba. Mi sorpresa fue mayor cuando supe que la lengua mè’phàà está emparentada con este idioma, con una distancia de apenas 800 años, por eso nuestra lengua queda clasificada en el tronco lingüístico otomangue y en la subfamilia tlapaneca-sutiaba; nuestros ancestros emigraron a Nicaragua en donde fueron conocidos como maribios, sutiabas o negradanos, de los cuales sobrevive el nombre Sutiaba, pueblo que se encuentra asentado en el actual departamento de León, en la región del Pacífico. También se encontró evidencia de asentamientos en Costa Rica, donde fue conocida como Sebteba o Seteba.


Esa mirada del ángel de la Historia trastocó mis tiempos. Llegué a Centroamérica en busca de las huellas de mis antepasados. En Sutiaba encontré gente que ya no hablaba la lengua; conocí al poeta Enrique de la Concepción Fonseca, quien recordaba varias palabras, pero no podía articular ideas en la lengua mè’phàà; de él conocí Diccionario e interpretación del habla de Sutiaba, escrito por Adolfo Isaac Sánchez, y la Cartilla bilingüe de Sutiaba-Español, escrito por el poeta.

En una reunión con las mujeres de la cooperativa Adiact (nombre del último cacique de Sutiaba que murió aperreado en la plaza de León) me pidieron que pronunciara palabras en mi idioma, dije: ixè/árbol, rè’è/flor, gu’wá/casa, jambàa/camino, xàbò/persona, nandó jayáa/te quiero, nda’yáa xuajiu’/extraño mi pueblo; algunas de ellas intentaron repetir mis palabras; miré mi pueblo en ese sentimiento de impotencia al no poder articular palabra alguna; el futuro me angustió y me generó la necesidad de escribir más sobre mi idioma.

La mayoría de los sutiabeños preocupados por recuperar su idioma son poetas, quizá tenga que ver con el oficio, el de ser cuidadores de la palabra, los sutiabas y los mè’phàà somos de la misma raíz cultural, hijos de la de palabra que trajeron los hombres que saben hacer reír: queda en nuestras manos unir nuestra historia.

Una semana después de mi regreso a México, recibí la noticia de la muerte del poeta Enrique de la Concepción, conocido como el hijo predilecto de los indios sutiabas, mote que se ganó según me contaron. Cuando fue el levantamiento zapatista, la noticia llegó a Sutiaba, decían: si son indios los levantados en armas, tienen que ser nuestros ancestros. En una reunión, decidieron que el poeta era el indicado para emprender ese viaje al origen; llegó buscando a los yopes en Chiapas, ahí le dijeron que en Oaxaca podía tener información; en Oaxaca un académico le dijo que los yopes se extinguieron. Regresó a dar la mala nueva a su pueblo. Pensaron que eran los últimos descendientes de aquella cultura milenaria, se organizaron para defender sus tierras que estaban siendo expropiadas por los ingenios extranjeros y llamaron a la cooperativa que derivó de eso “la raza rebelde”, en honor a los antiguos yopes.

Cuando el poeta vino a México, buscó a su pueblo con el nombre equivocado; si hubiera buscado con el nombre de tlapanecos o mè’phàà quizá hubiera tenido otro resultado. La historia de nuestra cultura se ha contado siempre desde afuera, por eso tenemos tantos nombres. Igual que la historia del venado, siempre la cuenta el cazador.


Dicen los abuelos que cuando llega la noche las ánimas despiertan, buscan nuestros cuerpos para habitar sus deseos y desesperanzas; entonces ocurre el sueño en nuestros ojos, germinan las palabras que se van enredando en nuestra memoria, la llamamos poesía y en ella confluye la expresión de nuestro estar, hacer y sentir.

Es necesario escribir para relatar los fundamentos de nuestra cultura; si escucháramos la poesía de una niña, de un joven o un abuelo, esa poesía sería diferente, aunque fueran todos mè’phàà, cada una en su perspectiva enriquecería nuestro mundo.

A quienes escribimos en nuestro idioma, nos llaman poetas en lenguas indígenas. Para mí la poesía indígena no existe, porque lo indígena es una categoría racial que sirve para diferenciar las clases sociales; donde viva una lengua siempre va a existir la poesía. Escribir en idioma mè’phàà es un acto de reivindicación política para decir que, a pesar de todas las políticas hegemónicas de exclusión y de exterminio, nuestra cultura sigue viva.

La noche guarda secretos, en ella nuestro pueblo configura la esperanza de un mundo mejor, se enseña a los niños las historias que han venido de otros tiempos, como la del tlacuache y hombres que saben hacer reír para unir el corazón de los mè’phàà; en la noche también arden las vidas que hacen posible que nuestra idioma siga viva, hay otras noches en las que nuestro pueblo dialoga sobre esa posibilidad que se asoma entre silencios y metáforas, como la construcción de ese amor que es esperanza y a la vez ilusión que se pretende eterna.

La poesía ha reforzado mi identidad como hablante de un idioma que han llamado indígena, me ha permitido caminar en otros pueblos sin olvidar lo que soy, poner oído a las historias de los abuelos para aprender. La poesía me ha dado palabra en mi comunidad, me gusta escribir poesía porque para mí es la voz de la memoria, la voz de un pueblo que da el último aleteo para sobrevivir.

 

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| Hubert Martínez Calleja (1986), quien publica como Hubert Matiúwàa y Hubert Malina, pertenece a la cultura mè´phàà, conformada por pueblos asentados en La Montaña de Guerrero. Autor de Xtámbaa/Piel de tierra y Tsína rí nàyaxaa’/Cicatriz que te mira. Publica con frecuencia en Ojarasca.

 

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