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LA SOLEDAD DE LOS NAVAJO

Hermann Bellinghausen

DESIERTO DE NEVADA

El paisaje es de otro planeta. El más bien muerto de los mundos muertos. ¿Marte? Yo creo que ni la luna está tan desnudamente muerta. Distancias que no terminan.

Tras las montañas de pura arcilla, inmensas, hay barrancas y más, más montañas secas. En algún momento ganan gran altura y se cubren de nieve. Nieve muerta.

Y aun así, en condiciones tan extremas, la vegetación se las arregla para asomar a ras de suelo.

 

ROCA COLORADA

Cadenas de cerros que son murallas, más inexpugnables e indescriptibles que la de China. Proliferan en mis ojos como debieron hacerlo en las edades primordiales. La terracota sangrante, arriba, adentro, esconde inscripciones rupestres, humanas pero sin edad. El punto clave es Mescalito, un pico en forma de cono, hito que superpone edades geológicas entre rocas de colores y formas caprichosas. Paraíso para escaladores, y fotógrafos de naturalezas muertas como yo. Desde aquí se ve la ciudad fantástica de Las Vegas.

 

MITOS EN CAMERON, ARIZONA

La reservación Navajo, tan vasta como yerma. La bordea al norte el increíble río Colorado, que al sur, ya en México, no tiene agua. Se la robaron las represas de Nevada. En este desierto fluye verde y profundo entre riberas de piedra. La rezz india rebasa los límites en cruz de las cuatro esquinas: Arizona, Nuevo México, Colorado y Utah.

El parque nacional del Gran Cañón es un decir que pertenece a los navajo. Lo ocupan miles de visitantes día tras día. Las comunidades navajo, áridas y breves, son lo que son gracias a sus mustios pozos de agua, ese líquido mezquino. A orillas de las carreteras venden atrapasueños, dijes, mocasines de cuero, piedras brillantes, banderas absurdas, vestigios de una identidad atropellada por los dueños de la Historia.

En la gasolinera de Cameron la tienda turística añade postales, joyas, comida y diversos objetos tradicionales. Una mesa exhibe placas de aluminio estampadas con los asesinos míticos de indios: John Wayne con su rifle humeante, Clint Eastwood el del puñado de dólares y su puro humeante. Como la única realidad aquí son los automóviles que pasan, todo souvenir remite a la mítica Ruta 66, que pasa por encima de las tierra y de cualquier mito.

En la vasta reservación lo único que sus aburridos habitantes pueden ofertar es el paisaje que administra el gobierno, además de cuentas y semillas engarzadas y plumas pintadas.

 

SOBRE EL GRAN CAÑÓN DEL COLORADO

En pocos lugares de la Tierra el cielo es tan grande y la tierra tan ajena. Un monumental vacío azul, y nubes, sobre el escenario del nacimiento de la tierra bajo los océanos que aquí chocaron hace dos mil millones de años, alzaron un continente y poco a poco el río Colorado lo socavó, se le hundió con fuerza antes que hubiera dinosaurios e insectos.

El plano oficial para visitantes del inmenso hueco pétreo propone una peculiar línea de tiempo que ubica a “la gente del Cañón” doce a nueve mil años antes de la cristiandad y los llama “paleoindios”. Siguen los “arcaicos”, de 9000 a 2500 años a.C. Los “tejedores de cestas” anduvieron aquí de 2500 a 1200 aC. Luego los “pueblos ancestrales” entre 800 y 1300 de nuestra era. Los “últimos prehistóricos” vivieron entre 1200 y 1500, cuando Colón ya rondaba en el remoto Caribe. Y por fin, en el colmo del eurocentrismo, “la edad de la Historia”, cuando los guías hopi mostraron el borde sur del Cañón a los primeros españoles hacia 1540. En 1869 el explorador John Wesley Powell incorpora el sitio a la corona de Washington, en 1901 llega el tren y en 1908 Teddy Roosevelt lo declara Monumento. El Congreso lo eleva a Parque Nacional en 1919 y los indios... Y los indios.

El pueblo hualapai habita al norte. La reservación, o Nación Navajo, con una “autonomía” relativa a cargo del Departamento del Interior, es el territorio indio más grande en Estados Unidos: 71 mil 200 kilómetros cuadrados de pura nada.

Cuando empiezas a ver piñonales y arbustos de más de un metro de alto es que estás dejando la tierra india donde no crece ningún producto comestible y el río es inaccesible. Lo cruzas por un elevado puente. Termina la Nación Navajo y aparece la realidad del hombre blanco que te sale gritando sin hospitalidad alguna.

 

FREDONIA, ARIZONA

Casas tipo white trash, garages mecánicos, patios pinches, un almacén que proclama con grandes letras: “Armas, municiones y cerveza”. Sólo cerveza industrial estadunidense. A diferencia de cualquier ciudad yanqui, no hay ni una marca mexicana, europea, asiática, ni siquiera artesanal. Ningún producto importado en toda la tienda, algo rarísimo. Un pizarrón, detrás de la caja registradora donde una güera gorda mira con hostilidad a los extraños, con toda seriedad enumera “10 razones por las que las armas (guns) son mejores que las mujeres”.

Municiones, revólveres, rifles de caza y de asalto, cartucheras, cuchillos de caza. Y una variedad de placas ornamentales de aluminio plagadas de injurias racistas, chistes abyectos y la cara brillosa de Donald Trump, su pulgar hacia arriba y la boca ladrando. Una placa llama la atención: es la famosa fotografía del jefe apache Gerónimo y su estado mayor empuñando modestas escopetas. Los enmarcan las leyendas: “¡Entreguen sus armas!” y “El gobierno se hará cargo de ustedes”.

A pocos kilómetros de la Nación Navajo, hostiles hombres blancos que circulan ociosos en grandes camionetas ostensible e inútilmente armados, siguen considerando “hostiles” a los vecinos indígenas, entidades “prehistóricas” que ni se acercan; saben que podrían matarlos sin que pase nada, amparados en la Segunda Enmienda. Aquí celebran con calcomanías a modo el aforismo de su presidente favorito: “Yo podría dispararle a alguien en la Quinta Avenida sin perder un solo voto”. Imagínense en Fredonia.

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