MI CONFESIÓN / 256
DE LA CASA AL INTERNADO EN LA SIERRA MIXE
Debo confesar ahora que nunca quise salir de mi casa, pero mi mamá ya había decidido que yo estudiaría el cuarto grado de primaria en Cuatro Palos, Tamazulápam Mixe. Ella tenía dos razones irrefutables: primero, la primaria bilingüe en El Duraznal donde había estudiado primero, segundo y tercer grado era una escuela tridocente, es decir, de organización incompleta. Segundo, en Cuatro Palos había otra escuela primaria bilingüe, pero de organización completa. Además, en aquella comunidad funcionaba un internado, donde proporcionaban alimentación y hospedaje.
Recuerdo que subí caminando con mi mamá a Cuatro Palos el día de la inscripción; de regreso a El Duraznal yo venía callado y triste, porque pensaba que tal vez mi mamá no me quería y por eso me había inscrito en otra escuela. Tenía ganas de llorar en ese momento. Mi corazón anhelaba profundamente estar cerca de mi mamá, de mis hermanos y de mis perros. No me preocupaba que mi mamá me pusiera a realizar tareas domésticas como moler el nixtamal en el molinillo, hacer la fogata, barrer el patio, buscar leña seca, traer agua de los manantiales y arrimarles tierra a las milpas, sino lo más importante para mí era que seguiríamos viviendo y compartiendo el mismo techo. Además, cuando llovía y escampaba, podía ir a la parcela a cazar pájaros con mi resortera y después los asaba sobre la brasa y sabían riquísimo, mientras mis perros intentaban cazar tuzas y conejos.
Mi mamá decía que en el internado yo podría comer mejor que en nuestra casa y que también dormiría en un colchón. No sabía qué era comer bien y tampoco había dormido nunca sobre un colchón.
Mis hermanos y yo estábamos acostumbrados a dormir en el piso de tierra y en un petate. Las cobijas que teníamos no ayudaban mucho para aminorar el frío. Y creo que tampoco nos hubiese sido de gran apoyo el programa de gobierno Piso Firme, porque con el piso de concreto hubiésemos sentido más frío que el piso de tierra. Pero aunado a estas circunstancias adversas, fue una época en que sentí algo de alegría y tenía rumbo y sentido mi vida, porque estaba en mi casa y en la comunidad. También fue una época llena de aprendizajes sobre las prácticas culturales del pueblo mixe, condensadas en la lengua. Esta etapa de mi infancia fue importantísima porque fui socializado en la lengua mixe y más tarde contribuyó a que yo fuera una persona mixe. Por ello, en las ciudades siempre me he sentido extraño y he percibido y sentido como si todos los transeúntes me observaran y dijeran: “No eres de aquí y vienes de otras tierras. Tú eres otro”. Entonces aparece la nostalgia y brotan los recuerdos de mi infancia, y es cuando más quisiera regresar a mi pueblo, pero resulta que no puedo regresar atrás. Mi camino se torna oscuro. Atrapado en el túnel, viviendo en el mundo de las tinieblas.
Todo lo que mi mamá me había comentado acerca del internado era cierto y lo constaté en septiembre de 1984 cuando ingresé a cuarto de primaria. Los domingos por las tardes llegaba al internado con mi carga de leña; tal actividad no era tan pesada, podía cortarla ya casi llegando a Cuatro Palos. Lo triste eran los días hábiles cuando las cocineras del internado nos mandaban a traer leña por las mañanas y el frío era insoportable. En invierno mi tristeza acrecentaba porque solamente tenía un gabán negro que cubría una parte de mi cuerpo y quedaban descubiertos mis brazos. La peor parte de la inclemencia del frío la padecían mis cachetes.
En aquel entonces, crema Hinds o Pond’s Men hubiesen sido de muchísima ayuda para mitigar los efectos del invierno, pero eso era imposible, porque mi mamá no tenía dinero para comprar playeras ni pantalones y menos aún cremas.
Algunas personas de Cuatro Palos se dedicaban al cuidado y a la crianza del ganado vacuno. Por ende, en ciertas partes aquellas tierras ya estaban erosionadas y cuando yo iba caminando al monte a cortar leña, escuchaba el sonido de cómo rompía el hielo al pisarlos con mi par de huaraches con suela de llanta. En ocasiones me resbalaba y me caía con mi carga de leña y me levantaba como podía. Justo en esas caídas pensaba en regresar a mi casa. Más tarde volvía al internado con mi carga de leña. Al llegar, esperaba encarecidamente que me sirvieran una taza de café bien caliente, pero en el comedor sólo servían leche. Y pues en mi casa nunca había tomado leche ni me gustaba. Hubo mañanas y noches en que salí corriendo del comedor al patio para vomitar. Sin embargo, una de las cocineras insistía en que yo tenía que tomar y comer todo lo que servían en el comedor. Por esta razón, en días hábiles y por las tardes me escapaba al El Duraznal y regresaba a la mañana siguiente.
Un día el director del internado se percató que yo iba a mi casa entre semana y dijo que me expulsaría si seguía de indisciplinado. Mi mala conducta obedecía a que no me adaptaba en aquel internado, por la comida que preparaban y la lógica de la escuela: preguntas y respuestas; éstas tendrían que ser en español. Mi otro delito era extrañar a mi mamá y mi hogar. Pero dejé de escaparme porque si me expulsaban, mi mamá tampoco me recibiría como un héroe; en una ocasión, mi mamá nos dejó a la intemperie.
En nuestra casa no había luz eléctrica y nos alumbrábamos con candil. Por ello, una tarde con la neblina densa, mi mamá nos dijo que fuéramos a comprar cerca de la agencia de El Duraznal. Caminamos alrededor de quince minutos para llegar a la tienda. Después encontramos a unos amigos jugando a las canicas en la cancha. Mi hermano y yo nos integramos al juego. Nos tardamos jugando aproximadamente una hora, y cuando regresamos a la casa ya no estaba mi mamá ni mi hermano menor. Intentamos empujar la puerta, pero fue inútil porque la puerta ya tenía llave y la llave era enorme. La puerta estaba muy bien cerrada para que nadie entrara. Merodeábamos en el patio como delincuentes. Escuché un ruido dentro de la casa, pero no eran mi mamá ni mi hermano, seguramente algún ratón buscando comida. Transcurrieron cerca de treinta minutos y seguíamos en el patio. Yo pensaba que probablemente mi mamá había salido a visitar a mis tías aquella tarde y que pronto regresaría, pero estaba anocheciendo y no regresaba. Le dije a mi hermano mayor que fuéramos caminando al otro lado del cerro donde estaban mis tíos y mi abuela arrimando tierra a las milpas. Para llegar allá, teníamos que caminar cerca de dos horas, pero lo que más me generaba pánico era pasar por un lugar donde habían enterrado a un muerto. Era su tercer entierro, porque ya había estado enterrado en otros dos espacios.
No llevábamos lámpara para alumbrar nuestro camino y sentí vértigo cuando pasamos al lugar donde estaba el muerto. Pero no le dije nada a mi hermano mayor. Caminábamos en silencio. También el sol nos había abandonado, había caído la noche e íbamos muy rápido porque todavía nos faltaba cruzar dos ríos. Llegamos cerca de las nueve de la noche. Saludamos a mi abuela y a mis tíos. Mi abuela nos preguntó que por qué estábamos allá, yo le respondí que mi mamá había salido. Lo cual era cierto, pero lo que no sabíamos era a dónde. Mi abuela nos dio de cenar tortillas, guisado de frijol con epazote, café y papas. Luego nos acostamos y dormimos. Al día siguiente y sin almorzar tomamos el camino de regreso a nuestra casa. Yo pensaba que ya habría regresado mi mamá. Llegamos y no había nadie. Decidimos ir a la casa de la suegra de mi tía Teresa. La abuela Josefa vivía al otro lado del cerro y caminamos otra hora. Cuando llegamos ella había puesto a cocer chilacayota. Esperamos y luego comimos. En el transcurso de la mañana no habíamos comido nada y teníamos mucha hambre. Al atardecer nos sentamos en el patio de mi abuela Josefa. Eran como las cinco de la tarde cuando divisamos que mi mamá y mi hermano menor iban bajando rumbo a nuestra casa. Me sentí contento, pero también percibí la ira y sentí los golpes de mi mamá en mi cuerpo. Así que regresamos caminando a nuestra casa, pero antes de llegar, nos metimos entre las milpas hasta que mi mamá nos vio que andábamos por allí como los conejos. Suban, nos dijo mi mamá.
Ya sabíamos que nos esperaban golpes y más golpes. Mi mamá usaba mecapal para castigar y a veces una vara muy delgada y flexible. Ésta dejaba marcas en mi cuerpo como líneas paralelas y perpendiculares. Mi hermano mayor, con quien había quedado a la intemperie, tenía sus estrategias respecto al castigo de mi mamá. Primero, él salía corriendo y escapaba. Ya de noche regresaba. Segundo, para aminorar los golpes, bajaba las cobijas del tendedero al interior de nuestra casa mientras mi mamá descargaba toda su furia.
Años después nos enteramos que mi mamá y mi hermano menor les habían avisado que tenían que trasladarse de inmediato a Tamazulápam, porque otro de mis hermanos mayores estaba en la cárcel por haber robado pantalones. Y cada vez que se enojaba mi mamá, no se cansaba de repetir que nosotros también seríamos unos delincuentes.
Volviendo al internado en Cuatro Palos, allá carecíamos de servicios, no había luz eléctrica, agua potable ni drenaje. Para bañarme tenía que ir en las tardes a algún manantial. El agua era heladísima, así que me daba un chapuzón. Nuevamente una de las cocineras se percató de que yo no me bañaba bien, cuando jugaba, sudaba y el cuello de mi playera se manchaba y quedaba negro. Además tenía piojos y liendres. Pero lo más triste, o más sucio, era que yo siempre mojaba las sábanas y el colchón en el internado. Para entrar al comedor, el director del internado nos formaba en el patio principal en dos filas: niñas y niños. Lo más vergonzoso para mí era que salía una de las cocineras y decía delante de todos mis compañeros: “Juve, antes de que entres a almorzar, primero saca el colchón y las sábanas donde te orinaste”. Todos se reían de mí y en ese instante quería morir. Previo a mi ingreso al internado, mi mamá me dejaba dormir sobre un pedazo de plástico para no mojar el petate ni las cobijas en mi casa. De todas maneras mojaba mi pantalón. Así que tempranito mi mamá me obligaba a lavar mi pantalón al manantial. Iba desnudo. Al terminar emprendía mi regreso, pero antes de llegar a mi casa, me ponía “a cantar entre labios una canción no aprendida”, como los Amorosos de Jaime Sabines.
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Juventino Santiago Jiménez, originario de Tamazulápam Mixe, Oaxaca, es profesor en la Universidad Intercultural del Estado de Puebla, con una maestría en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS).