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DISCRIMINACIÓN Y RACISMO EN PERÚ

Luis Hallazi

La muerte de diez personas por una intoxicación masiva en el centro poblado de San José de Ushua, Ayacucho, despierta muchas interrogantes, pero si vamos un poco más allá, representa una larga historia de tragedias que se resume en la inmensa grieta de desigualdad cultural, social y económica entre el mundo rural y urbano, producido en gran medida por la discriminación y racismo institucional contra los pueblos indígenas y originarios.

La pregunta menos pertinente para este caso, es saber si el centro poblado de San José de Ushua, ubicado a más de tres mil metros de altura y con 177 habitantes, es un pueblo indígena y originario. La respuesta legal dependería de quien la enuncie, probablemente para el gobierno central no lo sea, puesto que no es una comunidad campesina reconocida formalmente y, si lo fuera, tampoco eso aseguraría que sea un pueblo indígena originario. El Estado a través del ente rector en materia de pueblos indígenas acaba de aprobar el Decreto Legislativo 1360, que otorga la competencia exclusiva a dicho sector para decidir quién es un pueblo indígena, lo que profundiza el problema de discriminación e identidad étnica.

Por otro lado, el centro poblado es la forma de organización del Estado para brindar servicios mínimos que ha ido superponiéndose a la esfera institucional de las comunidades campesinas reconocidas constitucionalmente con autonomía organizativa. Hoy muchas comunidades campesinas son también municipalidades de centros poblados, con alcalde y regidores, generando tensiones y confusión entre los pobladores que también son comuneros, en relación a sus autoridades. El Estado ha condicionado a las comunidades campesinas y nativas a constituir un centro poblado o distrito para brindar servicios mínimos, y en ese camino el Estado se convierte en el principal impulsor del debilitamiento de la institución propia de las comunidades campesinas y nativas.

La verdadera tragedia tras los hechos de Ushua radica en que, ante la intoxicación de medio centenar de personas, el centro poblado sólo contaba con una posta médica donde no hay médicos ni medicamentos para atender una emergencia como ésta. Si esa situación hubiera ocurrido en cualquier ciudad, probablemente se hubieran salvado todas las vidas. A los pobladores de Ushua también los mató la falta de atención médica inmediata, un derecho a la salud pública que lamentablemente el Estado no puede proporcionar en vísperas del bicentenario de la fundación de la República.

Los pueblos indígenas y originarios en el Perú viven en una constante discriminación en el acceso a sus derechos básicos como salud, educación, vivienda o agua potable. A pesar de los pequeños avances de los últimos años, son muchos los retos por alcanzar. Cualquiera del abanico de derechos fundamentales que queramos analizar desde el enfoque intercultural, se encuentra quebrado por la discriminación y el racismo de la estructura estatal. Presa en su lógica de intervención, no permite que por encima de todo esté la dignidad de las personas y el respeto de los derechos humanos de los pueblos indígenas.

La evidencia radica en la manera como el Estado atiende las demandas de estos derechos básicos. Ni qué decir de derechos colectivos como la tierra y territorio o la consulta previa; la reacción primero es dudar de esas demandas, y ante el reclamo persistente y sostenido, algunos casos, los más urgentes, son atendidos, pero para responder y resarcir el daño, el trámite burocrático será tan largo que algunos años después recién se pueda lograr instalar tanques de agua potable o atender la salud pública de pobladores, como es el caso de las comunidades nativas de las Cuatro Cuencas, cuyo territorio y cuerpos de agua fueron contaminados por petróleo durante 40 años.

La defensa de los derechos de los pueblos indígenas a veces hace que nos extraviemos en debates normativos o trámites administrativos, perdiendo la perspectiva del sentido común en la existencia del Estado: buscar el bienestar de sus ciudadanos sin distinción de ninguna índole. Es necesario tomar conciencia de los límites de nuestras instituciones para poder transformarlas; reconocer que muchos de sus mecanismos están diseñados para discriminar al ciudadano rural, campesino e indígena, en comparación del ciudadano urbano. El gran reto y deuda que tenemos es la democratización de nuestros vínculos étnicos, sociales, económicos y culturales, y con ello el cumplimiento de los derechos básicos para las poblaciones indígenas estará en camino a ser garantizado.

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