EL BURRO DEL MEZCALILLERO / 257 — ojarasca Ojarasca
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EL BURRO DEL MEZCALILLERO / 257

Lamberto Roque Hernández

Para las creencias de la alta sociedad de esos tiempos, el oler a mezcal era aliento de pobres. Olor a indio. Y ser indio estaba cabrón. Aroma de cargadores. Olor de la gente más jodida. Perfume de indios borrachos buenos para nada. En esos tiempos sólo los pobres tomaban mezcal.

Había una vez un pueblo, lejos de todos los lugares que hay y cerca de todos los lugares que están, dependiendo de dónde uno esté. Y ahí, desde hace mucho pasaban cosas que marcaban el comportamiento de la gente que en él vivían. Así como pasa pues en muchos lugares. Ahí todos se conocían. Todos se hablaban. Todos se ayudaban. Todos sentían algo atorado en el cuello cuando tenían que salir de los límites de la comunidad. Se ponían nerviosos. Sentían que los iban a tratar mal. Sabían que los iban a juzgar. Sabían que se iban a aprovechar de ellos. Se chiveaban con los otros que encontraban y que no eran como ellos. Ponían atención a cómo hablaban. A cómo caminaban. A qué ropa se tenían que poner para ir a la ciudad. Limpiaban sus guaraches. Evitaban meterse en algún conflicto fuera del pueblo. Hasta se agachaban. Tenían cuidado de no tener tufo a mezcal.

Para las creencias de la alta sociedad de esos tiempos, el oler a mezcal era aliento de pobres. Olor a indio. Y ser indio estaba cabrón. Aroma de cargadores. Olor de la gente más jodida. Perfume de indios borrachos buenos para nada. En esos tiempos sólo los pobres tomaban mezcal.

Sólo los indios en sus celebraciones, que eran muchas, pasaban la copita o el jomatito de boca en boca, comulgando y besándose entre ellos al posar sus labios en la orilla del vidrio o en el círculo unificador de la jícara. El mezcal en aquellos tiempos era discriminado. Igual que sus creadores. Igual que sus cocineras emborrachadas a la hora de hacer sus guisos. Igual que los peones que llegaban a los pueblos a cortar los magueyes larguchos que abundaban en los carriles a la orilla de los caminos y que despuesito serían horneados para sacarle la roncha. Las gentes de ese pueblo con gusto se los vendían. Y el grupo de cortadores con sus afilados machetes hacían la gran fiesta llena de música que sonaba al son de cada machetazo descargado en los troncos macizos de los espadines. Pelaban el maguey y dejaban las pencas a la orilla del camino para que los niños llegaran con sus cordeles a atar tercios de ellas, cargarlas hasta sus casas, y ponerlas a secar para después las mujeres usarlas como leña. No se desperdiciaba nada. Ese pueblo, sus campos, sus gentes y hasta sus animales, por temporadas olían a maguey. Sus hombres y mujeres, transpiraban aromas fermentados. Hasta eran tiempos de procrear.

Por ese pueblo también cruzaban recuas de burros cargados con cántaros de la bebida de pobres. Era llevada hasta un caserío cercano a la capital. Y de ahí, se distribuía a las cantinas de la ciudad más cercana. Ahí ya entraban los regatones del líquido. Los mestizos. Y en la capital se distribuía en, también, hoyos de pobres, rincones de peones y cargadores, en el callejón de las putas. Agua santa de ladrones y vagabundos.

Por ese pueblo cada mes llegaba también un hombrón montado en un caballo moro, traía un jorongo viejo, su machete, y aunque no se le veía todos sabían que traía un pistolón debajo de su cobija. Contrario a los otros arreadores que pasaban por el pueblo, él solamente arreaba un burro cargado de cántaros. La bestia se inquietaba al entrar al pueblo y dicen que casi siempre traía el miembro duro y que rebuznaba cuando olía a las hembras en celo. Animal impresionante. Macho. Semental, con una verga portentosa que mientras su dueño descansaba o desayunaba en la casa de alguna familia del lugar, ya sin carga el animal era prestado o intercambiado por la comida para que se cogiera a una burra que estaba lista para ser preñada. Cuentan que en ocasiones los del pueblo se turnaban para tenerle el desayuno listo el mezcalillero y un par de hembras al animal. Los niños siempre atentos detrás de las cercas de carrizo.

Dicen que el tipo medio hablaba español. A sus animales les hablaba en su lengua. En más de una ocasión predijo que algún día los mezcalilleros dejarían de pasar por esos pueblos olvidados por Dios, ya que los ricos irían hasta los palenques a comprarles su producto. En carros. Y que los burros con aparejos y cargas encima serian cosa del pasado. Aunque se sentía orgulloso de su macho. Sabía que con el paso del tiempo serían sólo historias que nadie querría escuchar. Y él se transformaría en un recuerdo en la mente de pocos y se esfumaría con el paso de las cuaresmas. En Oakland y en Coyoacán, en la ciudad de Oaxaca y en Manhattan, en San Francisco y en muchas partes hay mezcalerías… palabra de moda… en donde la copa de mezcal cuesta un dineral comparado con lo que se paga en la tienda de ese pueblo lejano que ahí sigue. Las paredes de las mezcalerías están decoradas con fotos de campesinos oaxaqueños cortando magueyes. No en los carriles de los terrenos sino en plantíos. Porque hoy la planta se cultiva en parcelas. Hay historias del mezcal escritas en panfletos muy fufurufos esperando a los bebedores en las mesitas. En inglés para que se entienda mejor. Para que se venda. Los meseros, bellos como todos los meseros de los lugares catrines, son expertos en el líquido –según ellos- y cuentan historias que venden. Impresionan. Huelen a perfumes de marca. El lugar huele a mezcal.

Las bebedoras color del oro traen el aliento cargado al olor de los pobres de antes. La mirada vidriosa. Se tambalean. Pero aun así no pierden la seguridad que les da el sentirse bellas y dueñas de todo. Sacan palabras de más. Los hombres se ponen rojos como si fueran a reventar y piensan que el mezcal los hace interesantes. Exóticos y mejores amantes. Se sienten como el burro del mezcalillero antiguo de ese pueblo lejano. Se creen dioses ocultos y en sus visiones compradas imaginan que Mayahuetl se les desnuda enfrente.

La bebida discriminada salió de los cántaros. Se bajó del jumento y viajó por el aire hasta el fin del mundo. Se volvió una moda. Fue raptada por los sicarios de la globalización. Apareció en canciones y una cantante trasnochada dictó que es mágico tomar mezcales. Se puso de novedad. Al mismo tiempo a muchos productores masivos de la bebida por órdenes del mercado se les dijo que se sintieran indígenas. Que estaba bien ser étnico. El capitalismo los graduó. Se etiquetaron, se embotellaron junto con el líquido y se vendieron. Porque eso reditúa. Las ilusiones. Las alucinaciones que la humanidad necesita para aguantar el trajín de estos tiempos duros y peligrosos.

En una parte del mundo aún está ese pueblo lejano y cercano, dependiendo de donde uno esté, en el que siguen pasando situaciones de todo y demás. Y al que irónicamente lo que hoy pasa alrededor del mundo le afecta. Si hay una crisis financiera en Asia, a sus gentes de ese pueblo les afecta porque ya su economía depende más de afuera que de adentro. En este lugar aún siguen llegando los mezcalilleros. Ya sin recuas, pero sí grandes camionetas. En vez de cántaros traen ánforas de plástico y ofrecen su producto de casa en casa. Dan la prueba chupándole a una manguerita. Y en copitas de plástico que después tiran en el arroyo. El mezcal a veces es bueno y a veces es malo. Hablan entre ellos en la lengua de los que arreaban manadas de burros y negocian en castellano. Aunque ninguno de ellos tiene la magia del mezcalillero del caballo moro y el burro chingón, ni traen sus machetones para despencar las piñas, mantienen en vilo el uso y consumo del mezcal que ahora sigue siendo bebida de todos. Pobres y ricos. A veces es sabroso y otras veces no. No es exótico.

Allá lejos hay unos lugares, mezcalerías les dicen, ahí la gente se está haciendo bolas con tanta moda.

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