Pluma de agua y fuego / 259
La luz producía la región oscura. Se movía ciego por el resplandor de los adornos. Era un ladrón entre las sombras de la catedral, un inmundo roedor rastreando las jicoteras del recinto. El olor trufado se desprendía por los pasillos, la madera de las bancas recién lustradas se le quedaba en las fosas nasales y el estornudo atrapado le hacían insostenible cualquier estancia. Las miradas sobresalientes de las paredes lo incomodaban. En medio de la angustia escuchó una voz proveniente de los sótanos. El corazón se le redujo, semejante a un animalillo que busca un escondrijo: su cuerpo quieto; sus entrañas revoloteaban. Los martillazos tras su espalda se confundían con la percusión del fondo…
El canto de los muertos, el lenguaje de jade resistiendo y los golpes que me llamaban: las gesticulaciones sagradas. El llanto lastimero de mis antepasados ascendía en espiral por la tierra del Mictlan, envolviéndome. La música del caracol rojo…
El ruido externo de los trabajos sobre la fachada de la catedral lo apuraban a salir, los destellos de la ornamentación, por el contrario, lo hicieron tropezar. A traspiés pasó entre las bancas, uno de los confesionarios se abrió, esquivó la puerta y salió asustado.
El sol lo cegó, continuó huyendo en medio de una gran nube de polvo alzada por los cinceles, todavía atrapado por las imágenes de los demonios, vagó indeciso, alejándose de aquella montaña hecha de cantera gris. Llegó a la Plaza del Volador, donde una mujer negra de mediana edad lo vigilaba. Aquella mujer de cuerpo férreo y andar decidido sostenía una canasta en su brazo, velando los pasos del indio. Él giro para dar de bruces con su presencia.
La mujer con la enagua atravesada en la cabeza lo examinó por un momento, luego comenzó a caminar; la saya de seda y la camisola adornada de collares y pulseras le daban un donaire entre la multitud de sirvientes que a esa hora coincidían. El macehual siguió a la esclava con el temor en los pies y los ojos pegados al suelo, recogiendo cuanto ella le aireaba. No se volvió a separar.
Entró presuroso por las puertas del Palacio de los Condes, dejó los productos en el almacén y terminó sus faenas, listo para aprender el pater noster. La misma mujer de la plaza le juntó las manos en un aplauso que resonó en los altos muros, lo que él no quiso decir, ni ella jamás supo, es que él conocía el rezo. Terco, como las piedras del río, como la Palabra de sus Antiguos Señores, se negaba la voz, a pronunciar correctamente, a mudarse de casa, en una frase: “a tener fe”, por ello, lo decía todo chueco, mal acentuado y con letras de más o de menos. Las risas poco disimuladas de sus vecinos eran confrontadas con el manotazo de algún señor de la casa.
En la noche, la estrella de los sueños lo llevó a esconderse al bosque, detrás de los árboles, a sentarse sobre la maleza y disuadir a la luna negra para que lo alejara de su opresión. Ahí se quedó durante un largo tiempo, oliendo el rocío de las plantas, cuando el frío lo despertó.
Quince inviernos conformaban la vida. A pesar de los años, podía recordar los rostros de sus muertos. La epidemia del fuego en el cuerpo había acabado con el poblado; los hombres de castilla, con su pueblo. Sus padres fueron los primeros, luego sus hermanos menores. El abuelo fue el último. Sucedió antes de que lo presentaran ante el gran fuego, antes de la renovación del pilquixtia, en la veintena en la que le darían el pulque, la bebida sagrada, y embriagarse para su consagración. El abuelo le extendió la mano en su lecho, ofreciéndole un collar de caracolillos. De esta manera escapó de la hora de la oscuridad. Comenzó a caminar con el pueblo en busca de nuevas tierras. Eran un grupo pequeño que se resistía a morir. “Ojalá no se hubieran resistido”, gimió para sus adentros. Los hombres blancos pronto los cazaron; los bosques no los protegieron lo suficiente. Él pudo guardar su collar en el maxtlatl, luego le quitaron todo. Los desmembraron, a cada uno lo dieron a diferentes señores. A él lo ofrecieron a los amos de la ciudad. Así se acabó el pueblo.
–A mí me arrancaron del corazón del bosque, después de que las aguas evadieron los lindes de sus canales, pero podía sentir cómo el Néctar de la Tierra se desprendía alentado por las marejadas del Señor del Viento. Los ojos acuíferos de los habitantes me desbordaban, los gritos me ensordecían…
El viejo de la cuadrilla, sentado en un rincón, bebía agua y de vez en vez lo miraba con compasión. El indio le platicaba a una mozuela de ébano que se apuraba a moler los chiles.
–¡Chist!, que no te oigan nombrar a Nuestro Señor del Agua Celeste ni del Viento Divino.
–No he mentido, mi boca es verdad, mi rostro es limpio.
La mulata detuvo el vaivén de sus brazos sobre el metate.
–La ciudad es como un páramo, somos matas entre las rosas, pero las personas regresarán, ya verás… —los jóvenes sirvientes se miraron de rabillo—, entonces deberás tener cuidado con tu lengua, porque terminarás colgado de un árbol o devorado por las bestias. El viejo se levantó para dirigirse a la salida.
–Es un mundo arcaico, un mundo remoto… antiguo… Un mundo que no existe más. Ahora los hombres de castilla son nuestros dueños. Nos han vendido nuestros Grandes Señores, los Señores Sagrados. Los coyotes nos han devorado.
–Es nuestro corazón, nuestra palabra, nuestro rostro. –Es una historia de bárbaros —dijo el anciano antes de salir andando con una mano sobre el bastón y la otra puesta en la jamba de la puerta.
Empezó un año después de la gran inundación de 1629, en la Ciudad de México. Estuvo cuatro años en la construcción de los puentes, en el desagüe de los canales y en la reconstrucción de los edificios. Cuatro años sin levantar el rostro por miedo al látigo del amo. Su cuerpo enclenque que temblaba al cargar los troncos y se hundía con facilidad en el fango era apenas el tallo de un arbolillo que intentaba despuntar al cielo, ¿de cuándo acá había tenido el valor para alzar la voz, para contestarle a sus mayores?
Es como un furor que se forma a través de mí. Un fuego que amenaza con incendiarme. No puedo desprenderme de este pensamiento. Puedo ver cómo las aguas renacen sobre los cimientos de esta ciudad para devorarla, mientras me quemo. Estoy en la isla de perros, tembloroso, empapado, observando la torre de cantera gris. Tláloc sube por las paredes, serpientes de agua se tragan la catedral. Debo quemar el templo para que las aguas me apaguen...
El señor criollo entró para mirar a los sirvientes. La boca del macehual rozaba el cabello de la joven esclava. El hombre, cuya camisola pringosa apenas cubría la barriga corpulenta, sujetó al indio de las ropas para arrojarlo al suelo. El indio cayó con su odio aferrado. El amo acarició la cabeza de la mulata. Los patrones creían que estaba lista para procrear. Había que buscarle acomodo. La niña de ébano, cuyos esplendores sobresalientes y manos pequeñas molían los chiles con gran presteza podía perder su valor, a menos que se diera buen uso de ella. El patrón regresó la atención al indio, especulando que también podría hacer buen negocio.
–¿En qué fecha de nuestro señor Jesucristo naciste?
El indio no contestó. La mujer negra entró a la cocina excusando acomodar los panes.
–Tendrá unos catorce o quince años.
–Estos indios son muy mentirosos, mienten hasta con sus cuerpos, pueden decirte que son menores de lo que realmente son — la misma cantidad de odio con la que respondía el silencio del indio, era la del hombre que preguntaba—, ¿cuál es tu nombre, perro?
El silencio fue interrumpido por la bofetada del criollo que luego salió de la estancia resuelto a demostrar que su voluntad sería cumplida. La niña acudió a su progenitora.
–Te venderán mi niña hermosa.
–Debemos huir — el indio miró los ojos de la madre, después los de la hija.
El anciano macehual se introdujo como un espectro.
–Tendrá que ser antes de que los condes y el resto de los habitantes españoles regresen a la ciudad, de lo contrario, será imposible.
–¿Está loco, viejo? ¿O quiere que asesinen a mi hija? —luego se dirigió al mozo—, y tú, no digas tonterías. Mi señor lo arreglará, él pondrá a ese criollo en su lugar.
—¡Ése no es criollo! Su padre es un marrano, aunque de cualquier modo podrá hacer lo que le venga en muy buena gana.
El indio estaba ausente del diálogo, suplicando a la mulata que escaparan lo antes posible.
–Tú, muchacho, no vuelvas a retar al patrón… Este mundo está hecho de macehuales, ya no existen los grandes guerreros, ¿quién crees que podrá protegernos? —le dijo el anciano impedido de su andar.
El indio salió a la calle junto al resto de los trabajadores. La procesión se aproximaba en medio de un tumulto que recordaba las fiestas antes de las inundaciones.
El desfile pasaba ante sus ojos desorbitados. Los gritos y los abucheos lo envolvían en una especie de remolino. Un individuo vestido de sambito, amarrado sobre una carreta, era objeto de toda clase de vituperios. Los asistentes le arrojaban naranjas: la escasez impedía otro tipo de comida para desperdiciar. Era una farsa macabra. El indio escuchó que alguien le gritó al reo: “¡marrano!”. Entonces, levantó una fruta y la arrojó con todas sus fuerzas para sentir que en aquel proyectil iban condensados los rencores de sus pensamientos.
Caminó sobre las calles, al llegar a la Acequia Real divisó una canoa. La imagen le recordó el sueño anterior. El aluvión reinando sobre la tierra. Miles de personas suplicando ayuda, miles de rostros anegados de miedo. Madres cargando a sus hijos, levantándolos en brazos para que fueran salvados; abuelos aferrados a las vigas de lo que alguna vez fueron los castillos de sus casas, paredes de adobe flotando entre la basura. El llanto sin cesar. Las aguas teñidas de salitre, negadas a olvidarse del pasado. Los españoles navegando sobre canoas, con los rostros fijos a la salida del sol.
A lo lejos las campanas de las iglesias resonaban en un sólo canto de triunfo. Aquella noche los sueños lo llevaron a la oscuridad, al lugar de las tumbas, en donde se producían las voces que lo perseguían. Subió las escalinatas con el corazón estrujado. En la cima contempló las sombras.
En los subterráneos, los tiempos de la historia estaban enterrados por los nichos que se recubrían de azulejos. Los restos de Tonatiuh luchaban por salir a la superficie. Los baladros arañaban las paredes reproduciéndose en ecos infinitos. Las criptas también gemían: Zumárraga. Un cristo crucificado se levantaba en medio de una luz por encima del calendario solar. Huehuetéotl exigía el sacrificio de la sangre del enemigo. En el centro de los cuatro caminos estaba él, parado, listo para la renovación, pero el gran fuego sagrado se extinguía…
Quemar el templo, matar al enemigo. Ese es mi propósito. Ante el gran templo de Huitzilopochtli me vi, recibiendo el gran honor. La estrella florida viene a mí…
Volteó para ver a un grupo de españoles que miraban preocupantes sus alrededores encharcados.
–Tal vez los indios tengan algo de razón y esto sea una maldición —habló un caballero, haciendo la señal de la santa cruz.
–Antes serán nuestros pecados que de indios esta maldición —señaló un humanista.
–Los pecados de la ciudad. ¡Qué nuestro señor Jesucristo se apiade de nosotros! —expresó un religioso.
–¡Señores! Esto es sólo un error de ingeniería, bastará con construir algunos diques para que se olviden de esas tonterías.
El indio volteó al otro lado. Su pueblo se ensanchaba al igual que el resplandor del sol. Luego se introdujo en su casa.
–Atlacatluitl —lo llamó su abuelo, quien le mostraba una hermosa pluma blanca; su mano extendida en el lecho de muerte lo apuraba a recibir la pluma del joven guerrero…
El día le impidió recibir el último obsequio de su abuelo. Respiró acalorado. La atención de los sirvientes estaba sobre su cuerpo empapado. Alzó el petate, lo enrolló y lo acomodó en la pared, tomó un paquete envuelto en papel y buscó a la joven mulata.
–Nos iremos a los pueblos de las montañas, a Tierra Caliente, hablaré con el principal, mi hermano mayor, mi primo, hablará por nosotros —ante las dudas de la chiquilla, desenrolló el paquete y le mostró un vestido—, diremos que eres mi esposa, te enseñaré mi palabra, hablarás nauatl.
La madre de la niña se acercó sigilosa a la pareja.
–El color de su piel será sospechoso.
–No será así, si hablas nuestra lengua. La niña suplicó a su madre.
–Si eres vendida, podremos seguir viéndonos; si te vas, jamás sabré qué fue de ti.
La chiquilla lloró.
–Muchos han escapado. El señor de esta casa es igual a todos, irás a otra casa para que digan qué debes comer, con quién debes casarte, para agachar la cabeza cuando te lo digan. Ven conmigo, sé libre. Verás los árboles, el río, los pájaros, la tierra… serás una mujer libre, no una niña asustada.
La chiquilla limpió sus lágrimas, después de un largo mutismo, afirmó con la cabeza.
–Mi nombre dejará de ser Beatriz — confesó la niña—, me llamaré como tú, madre, para tenerte conmigo.
–Isabel —murmuró la esclava, agachando la cabeza.
–No, madre, me pondré tu nombre, el nombre que te dieron tus ancestros.
–Khira —respondió la madre, en una voz tan distante como la tierra que la vio nacer.
Beatriz tomó el vestido y cambió inmediatamente de ropas.
La pareja salió del palacio antes de que las enormes puertas fueran clausuradas con cerrojos, se internó por las calles perseguida por el patrón que escondía su origen a plena luz del día. Isabel hizo lo propio, siguiendo a grupo tan peculiar. Atlacatluitl sacó de su morral un cuchillo de pedernal, Beatriz se colocó detrás de él; esperaron en la esquina que daba al Templo de la Profesa, cuando llegó el criollo. El hombre de la lengua náhuatl clavó la piedra en los intestinos del hombre de Castilla que cayó de rodillas; el joven, en cuyo cuello resaltaba el collar de caracolillos, sacó el pedernal, lo levantó con la luna detrás y lo hundió en el corazón de su enemigo, al mismo tiempo que Isabel incrustaba por la espalda del amo un cuchillo de cocina. Entonces, las Khiras y Atlacatluitl, se precipitaron rumbo a la catedral.
El joven con las manos manchadas de sangre se acercó a las puertas de la iglesia, dispuesto a incendiarla. El ruido de un centinela alertó a los fugitivos.
–¡Qué esperamos! ¡Vendrán por nosotros! —apuró Khira, con la determinación que ponía en su andar cotidiano. El joven dejó la mecha sin conseguir adentrarse en el corazón del templo católico para encender el gran fuego, sin embargo, el Señor del Néctar de la Tierra le ofreció sus bendiciones, la lengua del cielo divino habló con tal fuerza que la lluvia y los truenos acapararon la cúpula celeste. Los prófugos regresaron por las calles y atravesaron la plaza en dirección a la Acequia Real. Antes de embarcarse en la canoa, el indio volteó. No será la catedral… pero miró el Palacio Virreinal. A la distancia observó a un anciano barbado y desdentado que iba encorvado por cargar un enorme brasero sobre sus espaldas. Atlacatluitl entornó bien los ojos, en la circunferencia del brasero alcanzó a distinguir la fecha de 1692.
Los fluidos del canal empezaron a desbordarse chapoteando cual hervidero. La sangre del criollo teñía las aguas. Los habitantes de la Ciudad de México cerraron con más fuerza las puertas y se acurrucaron en sus habitaciones, suplicando a sus dioses que fueran benévolos con ellos. La alerta de los centinelas quedó sepultada ante la voz de Tláloc. Entretanto, las tres figuras que navegaban la canoa sobre la Acequia Real se desdibujaban en la lejanía. AGUA Y FUEGO