BASTONES DE MANDO Y COMUNALIDAD COLONIAL
Hay cosas que quizás ya no extrañen mucho en estos tiempos. Hace más de una década que Evo Morales, tras ser ungido presidente en el parlamento boliviano, fue al centro sagrado aymara de Tihuanaco para ungirse también como Mallku y líder espiritual indígena del país. Es algo similar a lo que hizo el 1 de diciembre de 2018 el nuevo presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, quien después de la ceremonia oficial recibió el bastón de mando de las manos de pueblos indígenas, rodeado de humo de copal en una ceremonia popular en el Zócalo de la Ciudad de México. La diferencia estética entre ambos salta a la vista: uno es parte de las comunidades indígenas de su país y el otro no. Pero la función política es la misma. Ante este acontecimiento ambos tuvieron detractores dentro de los pueblos indígenas. En el caso de Evo Morales hubo quienes le advirtieron que ya había un Mallku, Felipe Quispe, cuyo ideario político era mucho más radical y cercano a las realidades de los pueblos aymaras. Y en el caso de Obrador los pueblos indígenas organizados a través del Congreso Nacional Indígena y otras organizaciones vienen dejando bastante claro que AMLO no representa sus aspiraciones colectivas de vida por diversas razones. Esta es sólo una pequeña muestra de que los pueblos indígenas son mucho más diversos de lo que piensan las opiniones hegemónicas. Una diversidad que podemos tratar de comprender a través de su propia historia como pueblos desde la invasión hispana en el siglo XVI.
El modelo colonial de poder se basó en una organización colonial de las comunalidades indígenas. Antes de la invasión existían multitud de pueblos y organizaciones sociales en el territorio hoy conocido como México. Los hispanos llegaron con guerras y alianzas, y las reorganizaron territorial y políticamente mediante “repartimientos”, en un nuevo modelo que denominaban “repúblicas de indios”. Este modelo organizaba a las poblaciones autóctonas en comunidades que tenían cierta autonomía para resolver sus asuntos internos y autogobernarse. Pero cuando existía algún problema con los hispanos y su poder superior, había intermediarios puestos por la Corona que mediaban en los conflictos. Estos intermediarios fueron por lo general los hijos de antiguos líderes indígenas, desde pequeños adoctrinados en la cultura occidental en escuelas de las órdenes mendicantes, ya fueran dominicos, jesuitas o maristas según la época y los contextos. Con un pie en cada cultura, se trataba de personajes complejos que lideraban las nuevas comunidades indígenas, organizadas por los hispanos con mayor o menor legitimidad y aceptación de la población indígena según el caso.
Todo este andamiaje se creó con un objetivo muy concreto. Era necesario mantener espacios de reproducción de vidas indígenas que, además de pagar los consiguientes tributos en especias a la Corona, se mantenían como fábricas de mano de obra barata para las minas y ejércitos de reserva en las guerras de invasión del continente, lideradas por los hispanos contra otros pueblos indígenas. Bartolomé de Las Casas y los llamados “defensores de los indios” fueron grandes promotores de este sistema, frente a otros que abogaban por la exterminación de los pueblos indígenas, como estaba sucediendo en otras regiones como la norteamericana o el Caribe. Finalmente, el discurso de Las Casas y sus seguidores triunfó en la disputa y se plasmó en las “Nuevas Leyes de Indias”. Se evidenció que en regiones como México o Perú, con alta densidad de población indígena, resultaba un modelo mucho más eficiente para organizar el despojo del continente en beneficio del desarrollo capitalista de Europa, que era lo que en última instancia importaba, mucho más allá de las vidas indígenas. Este sistema de “comunidades coloniales” fue atacado más adelante por gobiernos criollos de diversa índole y sigue siendo atacado por algunos sectores políticos que preferirían que no existieran pueblos indígenas. Su esencia se ha mantenido hasta nuestros días, como demuestran numerosas comunidades indígenas adheridas a diferentes partidos políticos, para los cuales se trata de un modelo funcional a la reproducción del capital.
Esta situación fue similar a la dada en un contexto tan lejano como el africano. Para conocer lo que allí sucedió quizás no haya mejor obra que la titulada De cómo Europa subdesarrolló a África, escrita por el panafricanista revolucionario guyanés Walter Rodney en 1972 (Siglo XXI, México). Rodney fue un líder prominente de movimientos del Poder Negro y el Rastafari en todo el Caribe, y fue asesinado por el estado guayanés en 1981 a causa de su activismo. En esta obra muestra cómo África había tenido un desarrollo civilizatorio muy interesante, interrumpido y refuncionalizado por el colonialismo europeo, revirtiéndose en un subdesarrollo dependiente crónico para toda la región. La intención de Rodney era demostrar que la población afrodescendiente del Caribe tenía un pasado ancestral del que podían enorgullecerse, aumentando así la autoestima de pueblos maltratados por siglos de esclavismo, racismo y explotación sistemática. Uno de los puntos claves del libro es justamente hacer la diferenciación entre la cultura ancestral africana de la cual se podían aprender importantes lecciones sobre comunalismo, de lo que en la época se conocía como “tribalismo”. Con este término se hacía referencia a las comunidades africanas tradicionales reconfiguradas por el colonialismo europeo desde la época de esclavitud atlántica, con el fin de que sirvieran como suministradores de esclavos en un primer momento y como aliados del colonialismo territorial más adelante, suministrando mano de obra barata para las minas y plantaciones. Los europeos fomentaban el liderazgo de ciertos líderes locales a los cuales alentaban para que impusieran en el seno de sus comunidades las más estrictas normas tradicionales, evitando cualquier conato de transformación social que diera lugar a que los pueblos africanos desarrollaran sus fuerzas productivas para desafiar al colonialismo. El problema entonces no estaba en el comunalismo africano en sí, sino en aquel creado por los europeos mediante la reconfiguración de sus formas sociales previas que volvía eficiente al sistema colonial.
La diferenciación entre “comunalidades coloniales” y comunalidades de ruptura o radicales puede ser de utilidad para explicar acontecimientos como el del 1 de diciembre. Ello no tiene por qué significar una crítica radical al “comunalismo colonial”. De alguna manera se puede entender que muchos pueblos indígenas entraran al juego del sistema colonial para mantener sus sistemas comunales de vida en un contexto hostil de “antropofagia cultural”, como decía el modernista brasileño Oswald de Andrade. Pero comenzar a nombrar los problemas puede ser un buen comienzo para transformar las relaciones sociales y patear el tablero político. Existe un fondo de comunalismo ancestral en todas estas comunidades, sean o no coloniales, del que, como decía Rodney, hay mucho que aprender. Que esa energía sea conducida hacia la liberación y la transformación social y no hacia la reproducción del capitalismo y el colonialismo, es uno de los principales desafíos políticos de la lucha social en México.