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BASTONES DE MANDO Y COMUNALIDAD COLONIAL

DANIEL MONTAÑEZ PICO

Hay cosas que quizás ya no extrañen mucho en estos tiempos. Hace más de una década que Evo Morales, tras ser ungido presidente en el parla­mento boliviano, fue al centro sagrado aymara de Tihuanaco para ungirse también como Mallku y líder espiritual indígena del país. Es algo similar a lo que hizo el 1 de diciembre de 2018 el nuevo presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, quien después de la ce­remonia oficial recibió el bastón de mando de las manos de pueblos indígenas, rodeado de humo de copal en una ceremonia popular en el Zócalo de la Ciudad de México. La diferencia estética entre ambos salta a la vista: uno es parte de las comunidades indígenas de su país y el otro no. Pero la función política es la misma. Ante este aconte­cimiento ambos tuvieron detractores dentro de los pue­blos indígenas. En el caso de Evo Morales hubo quienes le advirtieron que ya había un Mallku, Felipe Quispe, cuyo ideario político era mucho más radical y cercano a las rea­lidades de los pueblos aymaras. Y en el caso de Obrador los pueblos indígenas organizados a través del Congreso Nacional Indígena y otras organizaciones vienen dejando bastante claro que AMLO no representa sus aspiraciones colectivas de vida por diversas razones. Esta es sólo una pequeña muestra de que los pueblos indígenas son mu­cho más diversos de lo que piensan las opiniones hege­mónicas. Una diversidad que podemos tratar de compren­der a través de su propia historia como pueblos desde la invasión hispana en el siglo XVI.

El modelo colonial de poder se basó en una organi­zación colonial de las comunalidades indígenas. Antes de la invasión existían multitud de pueblos y organizaciones sociales en el territorio hoy conocido como México. Los hispanos llegaron con guerras y alianzas, y las reorganiza­ron territorial y políticamente mediante “repartimientos”, en un nuevo modelo que denominaban “repúblicas de indios”. Este modelo organizaba a las poblaciones autóc­tonas en comunidades que tenían cierta autonomía para resolver sus asuntos internos y autogobernarse. Pero cuando existía algún problema con los hispanos y su po­der superior, había intermediarios puestos por la Corona que mediaban en los conflictos. Estos intermediarios fue­ron por lo general los hijos de antiguos líderes indígenas, desde pequeños adoctrinados en la cultura occidental en escuelas de las órdenes mendicantes, ya fueran domini­cos, jesuitas o maristas según la época y los contextos. Con un pie en cada cultura, se trataba de personajes com­plejos que lideraban las nuevas comunidades indígenas, organizadas por los hispanos con mayor o menor legitimi­dad y aceptación de la población indígena según el caso.

Todo este andamiaje se creó con un objetivo muy con­creto. Era necesario mantener espacios de reproduc­ción de vidas indígenas que, además de pagar los consi­guientes tributos en especias a la Corona, se mantenían como fábricas de mano de obra barata para las minas y ejércitos de reserva en las guerras de invasión del con­tinente, lideradas por los hispanos contra otros pueblos indígenas. Bartolomé de Las Casas y los llamados “defen­sores de los indios” fueron grandes promotores de este sistema, frente a otros que abogaban por la exterminación de los pueblos indígenas, como estaba sucediendo en otras regiones como la norteamericana o el Caribe. Final­mente, el discurso de Las Casas y sus seguidores triunfó en la disputa y se plasmó en las “Nuevas Leyes de Indias”. Se evidenció que en regiones como México o Perú, con alta densidad de población indígena, resultaba un modelo mucho más eficiente para organizar el despojo del con­tinente en beneficio del desarrollo capitalista de Europa, que era lo que en última instancia importaba, mucho más allá de las vidas indígenas. Este sistema de “comunidades coloniales” fue atacado más adelante por gobiernos crio­llos de diversa índole y sigue siendo atacado por algunos sectores políticos que preferirían que no existieran pue­blos indígenas. Su esencia se ha mantenido hasta nues­tros días, como demuestran numerosas comunidades in­dígenas adheridas a diferentes partidos políticos, para los cuales se trata de un modelo funcional a la reproducción del capital.

Esta situación fue similar a la dada en un contexto tan lejano como el africano. Para conocer lo que allí su­cedió quizás no haya mejor obra que la titulada De cómo Europa subdesarrolló a África, escrita por el panafricanista revolucionario guyanés Walter Rodney en 1972 (Siglo XXI, México). Rodney fue un líder prominente de movimientos del Poder Negro y el Rastafari en todo el Caribe, y fue asesinado por el estado guayanés en 1981 a causa de su activismo. En esta obra muestra cómo África había tenido un desarrollo civilizatorio muy interesante, interrumpido y refuncionalizado por el colonialismo europeo, revirtién­dose en un subdesarrollo dependiente crónico para toda la región. La intención de Rodney era demostrar que la población afrodescendiente del Caribe tenía un pasado ancestral del que podían enorgullecerse, aumentando así la autoestima de pueblos maltratados por siglos de es­clavismo, racismo y explotación sistemática. Uno de los puntos claves del libro es justamente hacer la diferencia­ción entre la cultura ancestral africana de la cual se podían aprender importantes lecciones sobre comunalismo, de lo que en la época se conocía como “tribalismo”. Con este término se hacía referencia a las comunidades africanas tradicionales reconfiguradas por el colonialismo europeo desde la época de esclavitud atlántica, con el fin de que sirvieran como suministradores de esclavos en un primer momento y como aliados del colonialismo territorial más adelante, suministrando mano de obra barata para las mi­nas y plantaciones. Los europeos fomentaban el liderazgo de ciertos líderes locales a los cuales alentaban para que impusieran en el seno de sus comunidades las más es­trictas normas tradicionales, evitando cualquier conato de transformación social que diera lugar a que los pueblos africanos desarrollaran sus fuerzas productivas para de­safiar al colonialismo. El problema entonces no estaba en el comunalismo africano en sí, sino en aquel creado por los europeos mediante la reconfiguración de sus formas sociales previas que volvía eficiente al sistema colonial.

La diferenciación entre “comunalidades coloniales” y comunalidades de ruptura o radicales puede ser de utilidad para explicar acontecimientos como el del 1 de diciembre. Ello no tiene por qué significar una crítica radi­cal al “comunalismo colonial”. De alguna manera se puede entender que muchos pueblos indígenas entraran al jue­go del sistema colonial para mantener sus sistemas comu­nales de vida en un contexto hostil de “antropofagia cultu­ral”, como decía el modernista brasileño Oswald de Andra­de. Pero comenzar a nombrar los problemas puede ser un buen comienzo para transformar las relaciones sociales y patear el tablero político. Existe un fondo de comuna­lismo ancestral en todas estas comunidades, sean o no coloniales, del que, como decía Rodney, hay mucho que aprender. Que esa energía sea conducida hacia la libera­ción y la transformación social y no hacia la reproducción del capitalismo y el colonialismo, es uno de los principales desafíos políticos de la lucha social en México.

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