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LA HEGEMONÍA DEL ORO NEGRO

CARLOS MANZO

ROCKEFELLER CONTRA PEARSON & SON, ENFRENTADOS POR LA COMUNICACIÓN INTEROCEÁNICA EN EL ISTMO

El territorio del macro istmo de Tehuantepec es y ha sido predominantemente indio. Más del 90 por ciento de la propiedad de la tierra corresponde a comunidades agrarias, bajo la fi­gura de los bienes comunales y/o ejidales. Es la heren­cia aún vigente en términos de legalidad agraria de la colonialidad novohispana, ratificada por la Revolución, específicamente el Artículo 27 de la Constituyente de 1917, las resoluciones presidenciales que reconocie­ron el carácter comunal agrario de más de un millón de hectáreas de chimas zoques, binnizá, ikoots, chontales, ayuuks, nahuas y popolucas. A diferencia del contexto liberal en que se diera la gran usurpación y despojo de tierras para la construcción del Ferrocarril de Te­huantepec durante las últimas décadas del siglo XIX, hoy contamos con instrumentos jurídicos como el Con­venio 169 de la OIT, la Declaración Universal de la ONU sobre derechos de los pueblos originarios y la Ley de Derechos Indígenas del estado de Oaxaca. No obstante la indiferencia e ignorancia de, por ejemplo, el Tribunal Unitario Agrario de Tuxtepec en materia de derechos indígenas, los pueblos del Istmo debemos apelar al carácter indio de nuestra identidad y personalidad en tanto “sujetos de derecho público”.

Las formas de privatización agraria fueron un tanto diferenciadas en el norte y sur del istmo hasta antes de 1907, cuando fue inaugurado el Ferrocarril Nacional de Tehuantepec. Mientras en el sur los binnizá recla­maban cierta autonomía política y económica contra la vallestocracia del centro de Oaxaca, en el norte el “descubrimiento” de mantos petrolíferos a flor de tie­rra en la cuenca del río Tonalá potenció el interés del naciente imperio yanqui por controlar ya no el paso sino la posesión directa del istmo veracruzano. Esto propició las adjudicaciones a la compañía inglesa Pear­son & Son y, asociada a ésta, la petrolera El Águila. El magnate Randolph Hearst llegó a adjudicarse títulos por 106 mil hectáreas; políticos porfiristas como José Ives Limantour, Emilio Rabasa y Manuel Romero Ru­bio, este último fue beneficiado por una concesión de más de 600 mil hectáreas en la región de los Tuxtlas, mismas que fueron enseguida adquiridas por El Águila (Prevot-Schapira, 1981, 32). No es nuevo que funcio­narios públicos y cercanos al poder tuvieran nexos o preferencias por determinados capitales, que en el caso de la naciente industria petroquímica confronta­ba a la inglesa Pearson con el magnate estadunidense Rockefeller.

La construcción del camino de fierro para el tren de Tehuantepec entre 1882 y 1907 atrajo migrantes chi­nos, turcos, ingleses, franceses y estadunidenses que se diseminaron por el Istmo en comunidades indias (Coatzacoalcos, Jaltipán, Acayucan, Minatitlán, Juchitán, Unión Hidalgo, por mencionar algunas). Estos extranje­ros, destaca Leticia Reina (1995), “exceptuando a los chinos, llegaron atraídos por las diversas actividades y negocios que prometía la construcción del ferrocarril, y después empezaron a especular con la tierra”. Un caso aparte sería el supuesto dueño de las Haciendas Mar­quesanas, Roberto Maqueo, quien “cedió gratuitamen­te” una franja de veinte metros de ancho a lo largo de toda su propiedad y también para las estaciones que fuera necesario y no más de 300 metros de largo por 50 de ancho. Allí se construyó la estación de Chivela (Reina, 1992, 27), misma que había fungido durante tres siglos como una de las haciendas de ganado mayor de las Marquesanas. Este latifundio sólo se vio afectado hasta entrado el siglo XX, a partir de las resoluciones presidenciales para comunidades en el istmo oaxaque­ño, como La Venta y el Ingenio Santo Domingo, que en los albores de la primera colonialidad eran mayoritaria­mente zoques.

Una vez aprobada por el Congreso la construcción del Ferrocarril del Istmo en 1882, el gobierno de Oaxa­ca informaba a los jefes políticos y los Ayuntamientos para que cedieran una banda de 70 metros para este fin. Las expropiaciones e indemnizaciones no se hi­cieron esperar y tratándose de uno de los principales proyectos del gobierno porfirista, con intereses de fir­mas sobre todo inglesas y estadunidenses, nada o casi nada pudo oponerse al proyecto, ante el argumento de su “utilidad pública”. Juana Catalina Romero, conocida como Juana Cata, a quien la tradición oral identifica como gran benefactora de la villa de Tehuantepec, a más de favorecida por ciertos intereses de Porfirio Díaz desde sus primeras intrusiones al Istmo, se vio bene­ficiada por una indemnización superior a los cinco mil pesos, entre las más altas por este concepto en todo el proyecto. Más que verse afectada por el tren, la gente dice que fue su voluntad que las locomotoras pasaran frente a su casa. A reserva de una revisión en detalle de los expedientes del AGN relativos a las indemnizaciones y particularidades del ferrocarril, podemos afirmar que las demoliciones de casas en ciudades como Tehuante­pec fueron mayores que las realizadas tras el terremoto del siete de septiembre de 2017.

La dinámica histórica, económica y política de la región se tornó más compleja al concluir las obras del ferrocarril y con la efervescencia social prerrevolucio­naria. Rebeldes y bandidos proliferaban y asolaban el norte y el sur, “vapores de siete compañías náuticas lle­gaban al puerto oaxaqueño, descargando variadas mer­cancías provenientes de la costa oeste de Norteaméri­ca y del lejano Oriente, las que eran transportadas por vía férrea hasta el extremo norte del Istmo, en Puerto México, donde nuevamente se cargaban barcos cuyo destino final eran La Habana, Nueva York y varios puer­tos de Europa” (Ruiz Cervantes, 1993, 27). Trabajadores y estibadores en ambos puertos no tardaron en organi­zarse y exigir mejores condiciones laborales. El prole­tariado istmeño emergía “sin cabeza” como un nuevo sujeto histórico que demandaba alzas salariales ya a principios del siglo XX, como preludio de una de las más grandes revoluciones del orbe. Pearson & Son se vio obligada a vender a los maderistas el Ferrocarril de Te­huantepec por no menos de doce millones de pesos.

Dada la participación mayoritaria del capital inglés en el proyecto del ferrocarril transístmico, los neoimpe­rialistas estadunidenses desistieron de su interés por la comunicación interoceánica y optaron por monopolizar el petróleo istmeño y del Norte de Veracruz, Ébano y Tampico, y se concentraron en una vía similar en Pa­namá, que fue abierta a la navegación sin la necesidad del transbordo de contenedores en 1914. De manera simultánea se dio la tercera invasión yanqui con el des­embarco de sus tropas en Tampico. Dio inicio la primera guerra mundial, que Estados Unidos ganó con relativa facilidad al monopolizar las principales fuentes de apro­visionamiento de hidrocarburos.

Resurgieron las rebeliones locales y regionales en Juchitán, otra vez contra las imposiciones políticas del centro del estado, controlado por porfiristas represen­tados en Juchitán por el coronel Pablo Pineda y Ursuli­no López, ambos del Partido Rojo, contrarios al Verde en el que participaba Che Gómez. Finalmente la rebe­lión y la Revolución alcanzaron a desestructurar a los neolatifundistas que habían sido “legitimados” por las leyes de desamortización juarista y encumbrados por el porfiriato. Paradójicamente, a pesar de la negación y el genocidio de los indios, el país creció bajo la sombra de los caprichos del imperio, con los alcances de una auténtica Revolución agrarista.

Ra cuzaa gande nu gayu iza ca badu cudxilu madiipa’ ra zeda ca guidxi binni laanu nabeezaca Chiapas, ne ti diux­hi icaa EZLN.

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