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LOS MEGAPROYECTOS Y EL INALTERABLE DISCURSO INDIGENISTA

GIOVANNA GASPARELLO

Revivir la memoria del camino andado es un ejercicio importante que da elementos para actuar en el presente. Con el afán de buscar el origen y el porqué de los procesos sociales que marcaron al país desempolvé, para una investigación en curso, preciosas grabaciones realizadas durante las asambleas de 1990 y 1991 que congregaron a repre­sentantes y delegados del Consejo de los Pueblos Na­huas del Alto Balsas (CPNAB), 22 comunidades que en­frentaron la construcción de una gran presa sobre el río Balsas: el Proyecto Hidroeléctrico San Juan Tetelcingo.

Su lucha fue pionera en muchos sentidos. Consti­tuyó una organización regional, con base territorial, reivindicando antes del torbellino zapatista la iden­tidad indígena como una herramienta de lucha para defender territorio y cultura propia. El CPNAB fue la primera organización en utilizar una de las herramien­tas jurídicas más importantes para la defensa de los territorios indígenas: el Convenio 169 de la Organiza­ción Internacional del Trabajo, ratificado por México en 1990, mientras se gestaba la coalición regional en el Alto Balsas. Apeló al derecho a la consulta que el documento establece. Después de décadas de mega­proyectos impuestos con desalojos y reubicaciones masivas, los nahuas guerrerenses utilizaron de mane­ra creativa la lucha legal, las movilizaciones masivas, su tradición artística, y de manera inédita ganaron su lucha en tan sólo dos años: el 13 de noviembre de 1992, un día después de la gran marcha que cele­braba los “500 Años de Resistencia Negra, Indígena y Popular”, el presidente Carlos Salinas notificaba la can­celación definitiva del proyecto hidroeléctrico.

La rememoración de los aciertos de esta primera lucha indígena en defensa del territorio es oportuna en estos tiempos de megaproyectos de Estado que se traslapan y traspasan de un gobierno a otro, consulta­dos y ocultados, pero que como en el juego de las tres cartas, nunca desaparecen y regresan por la ventana cuando menos se espera (el Corredor Transístmico y el impopular Plan Puebla Panamá: cualquier parecido no es casual).

A las puertas de la Cuarta Transformación, el affaire San Juan Tetelcingo permite destacar la permanen­cia de ciertas ideologías fundadoras del Estado mexica­no, inalterables ante la sucesión de membretes en el go­bierno. Entre ellas, el indigenismo como política pública y narrativa del poder. Las grabaciones del recién falleci­do Sergio Canales (que “Del Campo a la Ciudad” difundía a través de Radio Educación) ofrecen “de viva voz” las intervenciones de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y el Instituto Nacional Indigenista (INI) ante asam­bleas de autoridades comunitarias y municipales de una vasta región del centro de Guerrero.

El discurso de Arturo Warman, entonces director del INI, en nada difiere del utilizado treinta años después en los documentos y videos institucionales que promo­cionan el Tren Maya: una vez más, los megaproyectos son necesarios para sacar a los indígenas del atraso y la pobreza (como si fuera una culpa de los mismos pue­blos) y permitir que los territorios donde viven logren el desarrollo y el progreso. Según Warman, el objetivo de la presa era “permitir el crecimiento económico de esta sociedad… El desarrollo también llegará a esta región, si ustedes lo permiten”. El trabajo de la CFE, “dotar de energía eléctrica a los mexicanos”, representaría una “labor nacional orientada al progreso”. Por ende, la de­fensa del territorio, fuente de vida para 35 mil personas, resultaba una acción contra el desarrollo nacional (Xa­litla, 2 de marzo de 1991).

En la misma tónica, el Tren Maya “es un acto de justi­cia porque ha sido la región del país más abandonada”, dijo AMLO en Palenque el 16 de diciembre, durante la escenificación de un ritual indígena para legitimar “el principal proyecto de infraestructura, desarrollo socioe­conómico y turismo sostenible”.

Otra constante son los cargos contra los pueblos por ignorancia (en el más rancio indigenismo desarro­llista) y desinformación. Y contra quienes apoyan sus lu­chas. De ello dependería, según el poder, su oposición a los megaproyectos, fuentes de prosperidad y progreso. Hace pocas semanas que el titular del ejecutivo tachó a cientos de académicos y organizaciones, firmantes de un pronunciamiento crítico al ferrocarril peninsular, de “desinformados”. Sin embargo, el manejo discrecional y parcial de la desinformación siempre ha sido estra­tegia institucional. En las asambleas convocadas por el CPNAB, los representantes pedían repetidamente a la CFE revelar en detalle el proyecto de la presa. Sistemáti­camente, los comisionados de la dependencia negaban estar facultados para proporcionar información, o bien que el proyecto no estaba aprobado y existían solo “bo­rradores”, argumento insostenible cuando avanzaba la construcción de la cortina. Los ingenieros, convencidos de la ineluctabilidad del progreso y la ineptitud política de los indígenas, consideraban información relevante sólo la relativa a los planes del inevitable reacomodo: “Cuando tengamos los paquetes de ofrecimiento de di­nero a cambio de sus tierras, sus escuelas, sus casas, sus cementerios, se lo haremos saber” (Tlalcozautitlan, 17 de noviembre de 1990). Los nahuas, exasperados, contestaron a tono que los pueblos presentes “ya ni los estudios aceptan”.

Hoy, el manejo de la información es también tergiver­sado. En noviembre nos bombardearon con videos, có­mics, folletos y panfletos promocionales del Tren Maya; sin embargo, la primera piedra se enterró sin estudios de impacto serios y neutrales, ni una regular consulta a la población indígena interesada.

La cereza del revivido indigenismo reside en el discur­so que pide “fe” en las autoridades: “Ustedes tienen que creer y confiar en que no hay intención de perjudi­carlos. Deben considerar que lo que nosotros decimos es tan sincero y tan profundo como lo que dicen uste­des”, argumentaba Warman en Xalitla el 2 de marzo de 1991. Notable cinismo, ya que su intervención seguía a la de la CFE sobre los “borradores”. En estos tiempos materialistas, el “gobierno del cambio” marca su dife­rencia apelando a la sensibilidad mística y religiosa de los mexicanos: en lugar de presentar planes de gobier­no claros, nos ruegan tener fe, no nos van a fallar. En el terreno indígena, tal vez por la espiritualidad que se reconoce en los pueblos originarios, los llamados a la fe se multiplican. Adelfo Regino, titular del Instituto Nacio­nal de los Pueblos Indígenas, pedía “confianza” (14 de diciembre de 2018) mientras un integrante de su equi­po, refiriéndose a la consulta previa, libre e informada que requiere el proyecto del tren, emulaba a Warman di­ciendo que a los indígenas hay que darles “toda la infor­mación que los deje tranquilos”, porque cuando se dice que la consulta tiene que ser “de buena fe”, se refiere a crear un ambiente de confianza para que les crean que van de buena fe a hacer “algo benéfico” (Animal Políti­co, 26 de noviembre de 2018). Los funcionarios, objeto de esta fe ciega, ya decidieron qué será benéfico. No queda sino creer. En tal tónica, la consulta servirá para “quedarse tranquilos”, siempre que no sea vinculante.

Entre los cerros áridos del Alto Balsas, entre el arte visionario de sus amateros —pintores sobre amate— y alfareros, en las palabras duras de mujeres y hombres que no dejaron su tierra, “De nikan para tech kixtiske, xtopa tech miktizte” (“De aquí para sacarnos tendrán que matarnos”, era el lema del CPNAB). Aún se percibe la dignidad fruto de la tierra viva y vivida, ejemplo de una lucha exitosa cuya memoria mucho puede aportar a las de hoy.

| Giovanna Gasparello es investigadora de la DEAS-INAH.

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