ENIGMAS DE LOS SENOS ABOMBADOS — ojarasca Ojarasca
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ENIGMAS DE LOS SENOS ABOMBADOS

SILVIANO (CHIVIS) JIMENEZ JIMÉNEZ

Lunes 31 de diciembre, 11:45 p.m. La calígine de la noche destellaba aire con enigmas de los senos abombados. Anita, Mateo y Maximiliano se encontraban sentados en corro, bajo una enramada de palma, mientras esperaban el año nuevo. El virar de la luna que iluminaba la noche y las brisas ligeras del invierno despertaron el gracejo de Maximiliano y dijo: “Mateo, te voy a contar la historia de Marina, una mujer de turgentes senos, fastuosos fémures, glúteos descomunales que heredó de su madre”. Se sirvió una copa de mezcal y agregó: “Es tan bella que a la edad de ocho años su primo Miguel intentó abusar de ella”. Bebió su copa y dijo: “Es difícil para mí describir la belleza de Marina, pero intentaré enumerar sus cualidades de forma aproximada”. Dio un sorbo y añadió: “Mateo, si entre mis palabras llegaras a escuchar unas soeces te pido disculpa con anticipación”. Volvió a sorber su bebida y continuó: “Anita, hijita mía, no vayas a pensar que soy un anciano misógino y tampoco imaginar que deseo inculcarle caliginefobia, ginefobia y colpofobia o eurotofobia a Mateo. Nada de eso. Sólo quiero compartirle algunos hechos reales y prevenirle dolores, tristezas, sufrimientos y desengaños, pero si en algún momento de mi narración notaras que lastimo tus timpanitos y hiero el glamur de tus sentimientos me avisas y ahí nos detenemos”.

Bueno, volviendo a la historia de Marina, puedo decir de su cabellera oscura como la separación de los divorciados. Su rostro tan pulcro como el primer día en que se conocen los novios. Sus mejillas divididas en dos corolas. Sus pómulos son la púrpura misma de la vida, y su nariz pequeña, recta y fina como la hoja de acero selecto. Sus labios de coral, su lengua segrega la elocuencia perfecta, y su saliva es más deseable que el zumo de las uvas que apaga la sed abrasadora y provoca miradas lascivas. Pero su torso es una seducción viva y andante. Sus turgentes senos gemelos, redondos y difíciles de cubrir con los cinco dedos de la mano. Su vientre lleno de sombra y con tanta armonía. Posee un trasero enorme y fastuoso. Su grupa conformada por dos muslos gloriosos, sólidos y abombados. Sus piernas y sus pies encantadores. Marina tenía un novio, un hombre alto, inteligente, divertido y sensible. Ella siempre tenía la confianza y el anhelo de lograr un matrimonio tradicional. Una vez, conoció a Galbio, un joven de buena familia, pero se contuvo por temor a ser la mujer más criticada del pueblo por no saber controlar la pasión de sus nalgas. Pero cierto día, no logró resistirse ante los duros brazos, espalda ancha y las piernas fuertes del hombre varonil y pensó en silencio: “Einmal ist keinmal” (“uno es ninguno”) en alemán. Iniciaron una relación clandestina. Luego inició otra. Fue así como comenzó el apelativo “nalgas indomables o vaca lechera”. Cuando llegó el momento de contraer nupcias tenía nueve pretendientes, de quienes llegamos a saber. Todos acuclillados en corro. Ella protagonizaba en el centro y no sabía a quién elegir. El primero, garboso y apuesto, parecía creado para que ardieran por él todas las vulvas del pueblo; el segundo gracioso y atento; el tercero más pudiente, aunque pésimo para la copulación; el cuarto tenía la fisonomía deportiva e irresistible para intimar; el quinto era de buena familia, que se diferenciaba de los otros en no ser gran cabalgador; el sexto le recitaba versos; el séptimo había visitado varios lugares y hablaba varios idiomas; el octavo era músico, que al son embriagador de sus instrumentos hacía ondular sus caderas y despojarle lentamente de sus prendas, y el noveno es de todos el más varonil, que como un vampiro sabía chuparle las partes delicadas, titilarle agradablemente los pezones y para hacerla llegar al último espasmo, le estrujaba la vulva, lo cual la arrojaba en sus brazos muerta de voluptuosidad. Pero todos estaban acuclillados del mismo modo y todos tenían las mismas cantidades de cicatrices en sus rodillas.

Al final, si terminó casándose con el noveno no fue tanto porque fuera el más varonil, sino porque, cuando ella le susurró al oído en zoque: “Bin tø’okuy, bin jejkuy, mix tsøkja’ junang mix ’øm tøpa døx mix ’øm mø’. Pøkø bin tsustidøkay. Mix pøja. Mix yøkujø’ ’øn yakokwakpago ’øn jonjo’k ’atsokuy, pe mix kudyatsøkø, mejme kudyadu mix ’ang’itø” (“Mi amor, mi vida, actúa como quieras, puesto que soy tu sumisa esclava. Toma mis senos, poséeme, dámelo, a fin de que yo aplaque mis ardores internos, pero ¡ten cuidado, ten muchísimo cuidado!”), mientras fornicaban bajo la sombra del viento en las orillas del río. Al escuchar las palabras abrasadoras, el varón tomó y besó con fervor el seno izquierdo, sus dedos tremolaban al ritmo de la pieza Las campanas del alba sobre el pezón de su pectoral derecho, mientras su erguido y poderoso miembro remolineaba sobre el glamur de los labios de su vulva, mientras su mano de recha acariciaba y palmeaba su fémur izquierdo. Ella se retorcía, levantaba sus fémures y se estiraba cerrando los párpados. Los orgasmos múltiples le hacían sentir algo inexplicable, pero es como una explosión intensa que partía de su clítoris hasta su estómago, de tal modo que no cesó en hacer oír suspiros y gemidos, en medio de los besos, arrebatos y movimientos propios de la intimación. En sus susurros de satisfacción, en zoque dijo: “deji, deji, deji… mix tsi mejme chik jaton, mix tsi mejme chik jaton…”, (“ahí, ahí, ahí… más recio papi, más recio papi…”) llenaron de conmoción los oídos sordos de los anfibios que se encontraban en el agua. El hombre continuó chupando. Intimaron largamente con fervor ardiente hasta el límite del regocijo. De pronto, entre susurros y gemidos se escuchó, sigilosamente, en zoque: “ti yø chik jaton” (“¿Qué es esto papacito?”), refiriéndose a la mágica y placentera petite mort (pequeña muerte), en francés. La petite mort le causó un gran estupor que el hombre aprovechó, intencionadamente, para no cuidar de ella.

Semanas después, Marina tuvo el primer retraso menstrual y comenzó a sentir una sensibilidad extrema sobre los pezones. Notó el oscurecimiento de la areola. A medida que pasaba el tiempo, notaba lo turgente e ingurgitado de sus pectorales. La aparición de pequeñas tumefacciones sobre la areola le preocupó, por ello, inmediatamente, llamó al joven varonil. Después de recibir la llamada, el joven se dirigió a la casa de su amada. Al ingresar, un intenso perfume de almizcle que desprendía la doncella de redondos senos, hipnotizó sus pensamientos. “Pásale mi amor”, le dijo con voz dulce y suave melodía. “La mesa está servida. Mis padres salieron y regresarán hasta mañana. La casa es nuestra”, agregó Marina. Se tornó un silencio que la lujuria de la mente del hombre aprovechó para desviar el flujo de sangre a su parte íntima. Ingresó a la casa. Le besó los labios e intentó acariciarle sus redondos senos, pero Marina le prohibió. Él quedó pasmado e inmediatamente preguntó: “¿Por qué no quieres que te toque los senos si no están tus padres?” “Precisamente, de eso hablaremos más tarde”, respondió tiernamente. El hombre varonil sintió un temor profundo e insistió: “¿Acaso quieres terminar conmigo? ¿Para eso me llamaste?” Ella sintió ira, que controló por temor a defraudar a sus padres. Aunque no debió preocuparle porque ella tiene el talante para embaucar a cualquier otro incauto. Sin embargo, lo abrazó y le dijo: “No, no mi amor, no es eso. Te amo y no quiero terminar contigo. Toma asiento. Comamos y al rato platicamos”. Él se tranquilizó. Comieron y bebieron durante media hora. Después, se movieron a la habitación de Marina. Ella le hizo entrega de un sobre. Cuidadosamente, lo abrió y se escuchó decir: “¡Hola papá! ¿Cómo estás? Yo muy bien, muy feliz, cómodo y calientito en el vientre de mi madre. Aún no puedo explicarme lo feliz que me siento de que vayas a ser mi papá. Otra cosa que me llena de orgullo es ver con el amor que seré concebido. ¡Todo parece indicar que seré el bebé más feliz del mundo! Atte: Emiliano”.

La noticia de convertirse en padre dejó anonadado y emocionado de felicidad al hombre. Con una sonrisa de felicidad le dijo: “Para restar sensibilidad extrema a tus senos será necesario ir por unos sujetadores de lactancia”. “Sí, sí mi amor, pero antes tenemos que hablar con mis padres”, respondió Marina. Al día siguiente, al regreso de sus padres, les comunicaron que necesitaban contraer nupcias. Los padres aceptaron, de tal modo que organizaron la boda y ella tuvo que casarse a toda prisa con él, antes de que se notara el embarazo. Siete meses después de la boda nació Emiliano. Todos sus parientes y amigos de los pueblos circunvecinos vinieron a celebrar el natalicio. Se inclinaban y le hablaban cariñosamente. La madre de Emiliano no dijo nada. Permaneció callada. Seguramente, pensaba en los otros ocho pretendientes y todos le parecían mejores que el noveno, excepto para intimar. Pero así vivieron dos años felices. Al igual que su madre, Marina también disfrutaba acicalarse y mirarse al espejo. Un día comprobó que tenía arrugas alrededor de sus ojos y se dijo que su matrimonio era absurdo. Al poco tiempo, el hombre comenzó a notar cambios de actitudes y comportamientos de su esposa. Esos famosos cambios que los psicólogos le denominan “síntomas de infidelidad”. Ella dejó de ser cariñosa. Reclamaba todo. Iniciaba peleas por cualquier motivo. Salía con mayor frecuencia. Se enojaba si le cuestionaba su vida personal. Se hacía la víctima de los problemas y siempre culpaba al hombre varonil. Pero en realidad ya se había hartado de las cicatrices en las rodillas del hombre y tenía unas ganas furiosas de ser ella quien se arrodillase. El sexto de sus pretendientes no dudó en aprovechar esta situación y le recitó los versos de un poeta:

Qué flexibilidad la de tu talle erguido sobre amplias caderas en movimiento. Qué vino el de tus labios y qué miel la de tu boca. Qué curva la de tus senos y qué brasa la que florece en ellos. Qué coquetería la de tus ojos alargados por el kohl azul. Marina, tus mejillas son lisas y resbalosas; tu mirada hace soñar a los prosistas y poetas, y tus perfecciones dejan perplejos a los arquitectos. El licor de tus labios es un vino embriagador; tu aliento es el perfume del ámbar y tus dientes son granos de alcanfor. Marina, deseo las caricias delicadas de tus ojos y los besos de tus labios aplaquen mi temperamento.

Después de oírlos, Marina cayó de rodillas sobre el catre donde descansaba el recitador de versos. Al ver aquellos senos frente al iris de sus ojos, con sus labios comenzó a desatarle el sostén, mientras sus manos se posaron sobre sus nalgas fastuosas y le recitó: “Tu cuerpo encantador armoniza los colores de mis pensamientos”. Para desprenderle la braga le dijo: “Tu belleza es tanta, que en las noches de invierno escucho la voz de la sombra de tus besos que crujen al caminar lentamente sobre las hojas secas de mi almohada”. Fornicaron tranquilamente. Marina se olvidó de las habladurías de las gentes del pueblo y la pasión ardiente que provocaba el poeta le obligó a dejar al marido y a Emiliano, su único hijo. El joven varonil terminó siendo el más triste del pueblo. Estaba tan triste que todo le daba igual. Pobre hombre, sus sentimientos profundos le obligaban a caminar somnoliento por las calles, pensando en ella, imaginando sus quehaceres, buscándola sin saber si la encontrará. Con sólo pensar en ella se sentía lleno de felicidad; recordaba la dulzura de sus gestos, el grato frescor de su parte delicada y la dureza de sus muslos, la estrechez de su vulva, la redondez y el volumen de sus nalgas. Todos los días salía a caminar, desesperado con el afán de encontrarle, saludarle y brindarle un abrazo que le consolara la fístula de su corazón y le calmara su desesperación. Pero todo era en vano porque Marina se mantenía oculta en el interior de la casa del poeta para evitar el mote de las gentes. Pero eso fue imposible porque desde mucho antes que embaucara al hombre varonil ya tenía el mote “nalgas indomables”, por la pasión oculta en su trasero fastuoso, o “vaca lechera”, por sus turgentes y redondos senos.

Así pasaron varios meses, encerrados. El poeta sobre su escritorio de cedro antiguo escribía: “Tu silueta de hurí es río de amapolas arreboladas que hipnotizan a los sentimientos más lúcidos. Tu luz es más maravillosa que la misma luna, pues si la luna tiene por morada habitual un solo indicio del cielo, tú habitas en todos los corazones”, mientras Marina postrada sobre la cama sola y desnuda esperaba la cabalgata de su macho. Los calenturones del vivo cuerpo la revoloteaban sobre la cama recordándoles las nalgadas que recibió del primer pretendiente, las buenas atenciones del segundo, los regalos caros del tercero, las intimidades fervientes con el cuarto, los veintiún centímetros que chupaba para despertarle pasión al quinto. También recordaba los viajes y las aventuras que le ofreció el séptimo. Extrañaba las manos duras, la espalda ancha, las piernas fuertes y los movimientos abruptos de quien le estrujaba la vulva. Pobre hombre, aún no comprende la frase de un poeta: “Tiemble el hombre quien consigue la mano de una doncella, pero que no posea toda la pasión de su corazón”.

Mateo, intimar es algo hermoso y tiene varias virtudes. Estudios científicos han demostrado que da catarsis al cuerpo, aleja la melancolía, atempera el ardor, satisface el corazón, hace recobrar el sueño perdido y mejora la actitud, el carácter y el humor. Pero nunca te pierdas en una ruta cuya brecha es más enorme que la de una ciudad y tampoco en un orificio de ocho mil terminaciones nerviosas tan vasto como el abismo del mar. Siempre ten en mente lo que dijo un poeta: “…no te fíes de la mujer que sonríe y promete. Prodigan el amor, mientras que la perfidia las invade. Y no digas tampoco nunca: si yo amo, evitaré las locuras del amante. No lo digas nunca. Sería un prodigio único ver salir un hombre sano y salvo de la pasión de las mujeres”.

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Chivis Jiménez Jiménez, zoque de San Miguel Chimalapa, Oaxaca. Doctorante en lingüística por el CIESAS.

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