RESISTIR LEYENDO — ojarasca Ojarasca
Usted está aquí: Inicio / Artículo / RESISTIR LEYENDO

RESISTIR LEYENDO

LAMBERTO ROQUE HERNÁNDEZ

Los libros como armas, me había dicho muchas veces. La lectura nos hará libres, pensaba. Frases casi trilladas y atropelladas que en mis condiciones no tenían casi ningún poder. Había cruzado la frontera hacia Estados Uni­dos para mejorar mis condiciones de vida. Sin equipaje pero con una carga enorme de sueños, ideas, ganas de comerme al mundo. Deudas. Dolor. Había que terminar de llegar si es que se podía, y adaptarse. Había que sobrevivir y enfrentar las condiciones del nuevo hogar. Venía también con frustra­ción porque sentía que mi patria me había fallado. Me había dejado salir por esa válvula de escape que abre hacia el nor­te. Bueno, trataba de justificar el por qué estaba aquí. Enton­ces, al principio no me daban las ganas para otras cosas que no fueran trabajar en lo que fuera porque a eso había venido. A chingarle.

Pasó el tiempo y no me di por derrotado. Había que bus­carlos. Tenía que hallar libros. Y me di el tiempo para acer­carme a una de las bibliotecas de la ciudad californiana en la que vivía. Y entre señas y una que otra palabra en inglés, pregunte por la sección en español. La bibliotecaria me acompañó hasta el estante con un letrero que decía español. Le dije thank you a la miss y empecé mi búsqueda. En esos tiempos algunos migrantes éramos pioneros en pueblos pe­queños de California como en el que había arribado. Aun no se daban las masas migratorias. La mayoría éramos hombres-jóvenes-solos. Hallé entre los escasos títulos en español, El amor en los tiempos del cólera. Al tomarlo lo sentí blando. Lo miré muy traqueteado. Olía a libro viejo. Aun así, lo que sen­tí fue algo parecido a lo que le ocurrió al coronel Aureliano Buendía el día en que su padre lo llevo a conocer el hielo por primera vez. De ahí no paré.

Seguí buscando como alimentar mis ganas de leer lo cual me sacaba de una realidad que detestaba. Por las tar­des, después de arduas horas de trabajo me iba a la escuela a las clases gratuitas de inglés. Para sobrevivir, estaba cons­ciente que tenía que —no había de otra— aprender el idio­ma oficial del país donde estaba. Y así empezar a leer libros en inglés. La lectura como arma para ayudarme a sobrevivir, continuaba repitiéndome.

***

Casi tres años más tarde, volví a mi pueblo oaxaqueño con una camioneta destartalada cargada con alrede­dor de quinientos libros en español. Irónicamente los había conseguido en California. Llegué con mi compañera de esos tiempos y ya éramos dos contra el mundo. Con ideales enor­mes. Firmemente creíamos que los libros pueden causar un efecto positivo principalmente en los niños y jóvenes del pueblo. La idea grande, fundar una biblioteca pública en mi pueblo. Iniciamos los trámites y sorpresivamente de repen­te nuestro castillo de arena empezó a erosionarse. Estuvo a punto de ser llevado por los terregales de febrero. Recibimos noes contundentes por parte de la autoridad local. Descon­fiaban. No querían una biblioteca en la comunidad. Tenían razón. Los libros traen cambios. Una biblioteca, aún más si la idea viene de un joven —porque en ese tiempo lo era— y de una mujer extranjera, blanca que no tenía nada en común con la gente del pueblo. La historia enseña, y así han llegado por siglos a engañar a nuestra gente. Con ideas grandes. Con promesas. Fuereños. Después desaparecen y no hay con­tinuidad a lo que inician. Mienten y roban. La gente de mi pueblo tenía toda la razón. No creían que estábamos en esto sin fines de lucro. Nos cuestionaban que qué ganaríamos. Nosotros no buscábamos ni dinero, ni reconocimiento, ni un rincón en el paraíso porque ese ya lo teníamos en el barrio de Las Lobas.

Qué raro.

***

Después de ires y venires, entre que sí y entre que no y después de finalmente aceptarnos la idea, una de esas tantas tardes polvorientas se abrió la pequeña biblioteca. No hubo inauguración porque no pertenecía a ningún parti­do político. Ni defendía ni dependía de los colores de nadie. No hubo corte de listón porque era libre y sin compromiso más que con los que quisieran acercarse a ella. Era pues, algo así como como la muchacha cabrona del pueblo y por eso nadie quiso tomarse la foto con ella. Eso sí, los niños y niñas fueron los primeros en llegar. Bien formaditos en la puerta, así como les enseñan en las escuelas, esperaban su turno. Al mirar eso, se me sacudió el mundo, y me di cuenta que había valido la pena, todo lo que mi compinche y yo habíamos he­cho para que ese momento llegara. Era posible. Pasó el tiem­po y a los chicos se les hizo un hábito asistir a la biblioteca.

***

La idea que empezó en una lavandería de carros en Ca­lifornia causó risas a muchos de los paisanos. Con razón. Yo estaba equivocado. Uno se va al norte para salir adelante, no para volver al pueblo y hacer trabajo social. Posiblemente eso fue lo que yo no quise entender. Porque algo me decía que había otras maneras de vivir y ser activo. Y de alguna ma­nera poner una cuña en esto de querer enderezar al mundo.

***

Veinticinco años más tarde sigo creyendo que los libros y la lectura liberan. Por lo menos a mí me fun­ciona. La biblioteca en mi pueblo sigue y en ella hay libros viejos, que huelen a gente, a humos ajenos, a cilantro o a perejil porque han sido llevados en morrales del mandado. Tienen manchas de la cena. Huellas de deditos que ya han crecido. Señales que han sido leídos. Vistos por lo menos. Ventanas al mundo.

Ese santuario hoy lucha para sobrevivir debido a que el uso de teléfonos invadió al mundo. Los libros no son tan atractivos como los memes, el Facebook y los videos de gen­te agarrándose a chingadazos que se comparten al instante.

Sin embrago, hay que seguir soñando.

__________

Lamberto Roque Hernández, escritor, educador y artista plástico de origen zapoteco (San Martín Tilcajete, Oaxaca), reside en California hace muchos años. Colaborador de Ojarasca, ha publicado tres libros en castellano e inglés.

comentarios de blog provistos por Disqus